jueves, 6 de diciembre de 2007

Suprahumano

Winston Morales Chavarro

Poner dirección es un acto occidental. El saber fundamental, trascendental, está desprovisto de lógica, de teoría.

La dirección en la luz no existe. El entendimiento no goza de entendimiento. Sucede.

Poner dirección aquieta la búsqueda. La búsqueda llega a su fin, se fragmenta, se quiebra cuando la dirección aparece.

El resplandor nunca llega de manera directa. Se da, acontece a través de un reflejo, un cristal, un espejo.

Por eso la luz se mira de lado, nunca de frente. Mirar de frente es poner dirección, razonar, redundar en palabras.

La búsqueda transcurre de prisa, a oscuras, en completas “tinieblas” (¿Qué es la oscuridad sino exceso de luz?)

Entonces te toca, llega a ti, sacude los perfumes.

domingo, 2 de diciembre de 2007

Efímera


Winston Morales Chavarro


La belleza gotea en el rostro de cada individuo.

La belleza, como energía, gravita en el éter.

Entonces cada mujer –y cada hombre-, reciben de ella ese goteo, el desmoronamiento de una fuerza que acicala.

A veces la belleza sigue goteando, no se desnuda del todo en un espíritu.

De allí que muchas mujeres –y muchos hombres, aunque me cueste aceptarlo- se embellezcan, hermoseen sus facciones a través de los años, ingratos lustros de la vida que, por lo general, en lugar de dar, quitan.

Hay muchachas –muchachos también, diría mi esposa- cuya belleza, en nuestra noción y perspectiva, tiene su cuarto de hora.

Es como si estuvieran maduros y de repente entraran en un proceso de putrefacción, caída inexorable.

La belleza parece que no volviera a gotear sobre ellos.

Por eso muchos hombres, entre quienes me cuento, se enamoran de la belleza y no de la mujer –del amor, dirán otros-.

Es necesario reconocer eso, evaluarlo.

El hombre busca en todas las mujeres la belleza, como si quisiera recoger en una, la fuente, el manantial principal, el centro y no la circunferencia.

Hay mujeres que llegan a un estado de plenitud, el cual puede durar varios días, meses, incluso décadas.

Otras, en cambio, pueden gozar de ese goteo en fracciones de tiempo, limitado en extremo, me atrevo a escribir.

De hecho, cuando volvemos a verlas, cuando contemplamos sus ojos, no las reconocemos por menos bellas.

Es como si fueran otras, como si el tiempo hubiese sido maligno con su alma.

La belleza es desleal –no infiel-, abandona cierto cuerpo sin ninguna conmiseración, sin previo aviso, sin el mensaje necesario para la despedida y el viaje.

Lumínica

Winston Morales Chavarro


Siempre he soñado con un espacio formado por senos turgentes y no por planetas.


Cuando estaba pequeño, me tiraba sobre el pasto e imaginaba en cada una de las estrellas que veía -100.000 millones, entre ellas al Sol- una buena cantidad de pezones rosáceos, perfectamente delineados, calientes, henchidos de leche y de miel.


Para mí, el universo no era ese gran agujero negro conformado por cúmulo de estrellas, polvo y gas.

Era-es un pezón de donde brota leche, jugo para otros, maná, ubre cósmica y sagrada que da de beber a los hijos de la noche y sus penumbras.


Esa es la impresión que siempre he tenido en virtud al nombre de nuestra galaxia: Vía Láctea, calificativo que todavía me nutre (los romanos la llamaron Camino de Leche).


Quizás ellos, los romanos y por supuesto también los griegos, con ese poder de la imaginación y lo poético, vieron a la galaxia de la misma manera en que ahora la ve un simple mortal: como el cántaro que contiene leche, pan francés, ánfora por escanciar.


Me arrojo feliz sobre la noche. Abro mi boca en espera de que llueva luz de alguna estrella.


Porque la luz es eso: leche, líquido, néctar, ambrosía. ¿Quién no bebe luz, quién no paladea el albor de la belleza, el resplandor de un ángel que pasa a toda prisa?


La luz es eso. Alimento para el alma, música que aflora a los sentidos.

Onírica

Winston Morales Chavarro


Oníris-Óneiros


No saber si todo es un sueño.

Si esto que se percibe es un sueño o la funesta realidad del mundo y sus cosas.
No saber si se despierta o, si por el contrario, se sigue durmiendo en una dimensión que no sea propiamente la física.

No saber si el estar dormido se reproduce en un estadio similar al del sueño.
Es falso, no es verdad, que todo lo que acontece a nuestro alrededor sea la visión más cercana de lo real.
Nada más falso que eso.
¿Y si permanecemos dormidos, en un estado colapsado de la realidad, si nuestra percepción limitada del mundo está enmarcada en la duermevela constante, en el estar acostados, en la aparente aprehensión de lo que hace mucho tiempo ha dejado de ocurrir?

Creerse uno autónomo de lo aparente, de lo cotidiano, de lo que circula a nuestro alrededor.

¿Y si somos el recuerdo de alguien que falleció en el pasado, en el futuro del pasado de otros hombres?
¿Si somos el futuro del recuerdo, el pasado del recuerdo, el presente del recuerdo?
¿Si somos reverberación de energías, puntos de encuentro y enlaces, si somos eso, ventanas por donde hace tiempo ocurrieron los años?
No saber uno lo qué es la vida.
Tener una noción enana de lo que es la muerte.
Creerse uno dueño de sus actos, propietario de su destino.
Creer que lo que hacemos no pertenece al mundo de los impulsos –descargas eléctricas que acontecen en nuestro cerebro-.
Soberbia humana, vanidad esquelética.

Desconocer que todo lo que ocurre al pie de nuestros ojos es mero reflejo, impulso; reflejo e impulso del otro.
La historia –el hombre no es un animal histórico-, la vida, la muerte, el sueño, son supraestructuras, organismos vivos.
Gaia, la tierra, la diosa de la tierra, nuestra madre, es un ser vivo.
Acaso ella, la dueña de nuestros actos, la pulsación eléctrica que ordena la noche.
Triste egolatría la de los hombres. Arrogancia sin límite la de los sujetos que en apariencia gobiernan el mundo. Blair, Bush, Sharon. Payasos, títeres amarrados al mástil del destino.
No saber que por encima de ellos están Urano, Saturno, Júpiter (en orden de antigüedad y jerarquía) y que al lado de ellos, de los dioses, Gaia (esposa de Urano); Rea (compañera de Saturno), y Hera (mujer de Júpiter).
De esas pulsaciones planetarias, de la enorme influencia de las esferas –incluyendo su música- el obrar y proceder de los hombres.
Somos eso, descargas dieléctricas, motivaciones calóricas en sendas cajas de huesos.
Lo demás es apariencia, mero brillo de lo que surge.

Los hombres no somos dueños de nada –acaso de la muerte-, no somos dueños de nuestros días, que se abren por su propia estructura, sin dejar apenas más que unos matices de lo que queremos.

Esbozos, pequeños esbozos sobre un lienzo que no se abre del todo y que está reservado para manos ajenas.

Esa es la vida, un inaccesible cúmulo de pinturas.

Etérnica

Winston Morales Chavarro
La eternidad sólo es posible mientras tengamos noción de ella.

Lo eterno se percibe en un atisbo, en el fragmento de la hora, en el roce de las manos, en el beso, en la concupiscencia de un abrazo que quema y calcina.
El amor es eterno, duele, sacude las entrañas, quiebra los húmeros.
El pálpito, la sacudida, la arteria henchida de sangre, la caricia, el dedo que recorre la espalda, los miembros hambrientos, las manos transitando una cintura, el sexo marcando nuevas rutas para el vientre, la boca, la lengua, los amorosos labios.
Eso es lo eterno. Lo que gravita por el éter, se proyecta en las paredes desoladas del tiempo como único vestigio de lo que fue, de lo que alguna vez fue, se sigue repitiendo en otros planos, porque aquella noción de lo eterno, perpetuo, circular está escrito en las páginas del crepúsculo y la noche, trasciende consideraciones humanas, viene de otro espacio y otro tiempo, quizás de otros rostros, cartografías olvidadas por la historia.


Todo vuelve, regresa, las cosas se yerguen ante nuestros rostros como estrellas rojas y negras.

El olvido carcome la piel, bebe la sangre, hace mella en el corazón.

Lo eterno, lo largo, lo infinitamente doloroso devora con sus fauces, del mismo modo en que lo hizo Saturno con sus hijos, el aliento, la pasividad, lo espontáneo.

El amor es eterno mientras dura, no importa que dure más para uno de los dos.

Quizás una eternidad, esta vida y la otra, esta muerte y la otra, esta resurrección, la que nunca tendremos, la que tal vez perdimos.

Feménica

Winston Morales Chavarro

Feménica
Lo femenino, como lo masculino, son gradaciones de género.

Lo femenino es fuerza exterior-interior.

Lo masculino busca lo femenino, lo femenino lo vigoroso.

Allí, en esa unión de los “opuestos”, un aparente equilibrio.

Sucede que muchas veces, cuando la noche es pesada como párpado de cíclope, se invierte la búsqueda y lo opuesto se convierte en analogía.

Lo antípoda deja de interesarse en el género, para buscar su par, su común.

Allí es cuando el género no existe y triunfan las fuerzas: masculinas o femeninas, para encontrarse y fundirse en ellas mismas.

Lo femenino gotea en cada mujer. Igual que la belleza, lo femenino se constituye en una supraestructura que desciende sobre cuerpos y almas.


Por eso, lo femenino está en todas y cada una de ellas, sin querer decir que una sea el todo, pero sin negar que el todo esté en cada una.

Creo que todas las mujeres están en una. Cuando uno besa, acaricia, ama y posee a una sola –no importa que sea la menos bella- las está amando, como género, a todas.

Cuando uno ultraja, la ofensa, la ignominia, será para todas.

No es necesario –eso ya lo he comprobado-, que las bocas se afanen por transmutar.

La mujer es dinámica, mutable.

Hoy no es la de ayer; la de hoy no será mañana.

Lo femenino está en todas y como fuerza, como energía, como descarga, vive en permanente rotación, traslación por un eje que nunca será el mismo.

Esta mujer que amo –y acaso conozco, acaso retengo- es todas las noches otra.


Esa ilusión de Don Juan –que realmente buscaba a la mujer y no a lo femenino- está ataviada de dolor e impotencia.

Siempre estará esa energía en nuestras manos cuando una sola esté a nuestra merced.

El hombre tiene la edad de la mujer que acaricia, diría alguien.

Me atrevo a algo distinto: el hombre tiene la edad de todas las mujeres.

Alquímica

Alquímica

Winston Morales Chavarro

Hay que eliminar al sujeto, al individuo que subyace en nosotros.

Debemos, por naturaleza propia, liberar la parte volátil o aérea. Es menester, a partir del dolor y la desidia, eliminar el yo para lograr el usted, el aquel, el vosotros.

Sólo el dolor provoca ese estadio.

Únicamente a través del sufrimiento, obtendremos el lavado metafísico del que inexorablemente resultará el color blanco, la ablución que tanto requiere nuestra alma.

El fuego debe activarse, hasta lograr la obtención del color rojo. Ese fuego interior que reposa en nuestros huesos, apagado, muerto, debe encenderse, arder, quemarnos.

Que nuestros cuerpos físico, vital, astral, mental, con los de la voluntad, la conciencia y el íntimo sean uno solo, alejados del Yo, del sujeto pensante.

Entonces seremos como el Ave Fénix; fluirá de los escombros nuestra conciencia, nuestro cuerpo consciente, el polvo que no volverá al polvo.

Cronológica




Winston Morales Chavarro


Sólo hay una forma de asumir el tiempo; lo que creemos es el tiempo.

El lapso de horas, estación de minutos humanos, lo que concebimos de esas temporalidades físicas, exactas, definidas, se perciben, a través de los sentidos, de una forma lineal, ascendente.

No es posible un tiempo sin tiempo –en la mente del hombre- un tiempo lleno de curvas, desprendido del hombre.

El tiempo es, siempre es, nunca será, tampoco fue.

El tiempo es.

Está por encima de consideraciones, limitaciones, demarcaciones.

Existe, más allá de todo, vibra, se mueve, gravita.

El tiempo terrestre es un tiempo aburrido, siempre en contraste con una física cuántica, relativista.

El tiempo es regresivo, siempre hacia atrás. Cosecho luego siembro, debería de haber promulgado Descartes.

La siembra, sus semillas, dependen de lo recogido, de lo almacenado.

El tiempo, viejo como la muerte, anciano en el tobogán de la memoria, siempre hacia atrás, en regreso.

La música, aquellas canciones de Joao Gilberto, son primero en la memoria, reverberaciones acústicas de un cuerpo mental.

Luego viene la mano, la guitarra, el pulso, el sonido. El tiempo fue.

Agujeros blancos

AGUJEROS BLANCOS


Winston Morales Chavarro

La tierra, el agua, el aire y el fuego están llenos de agujeros blancos. El hoyo blanco, igual que el agujero negro, absorbe, como en un embudo, las ondas, la energía (eléctrica y no), las partículas, los cúmulos (orgánicos y no orgánicos), el polvo.
El viento, su aliado mayor, entra y sale de la boca (la del agujero), conectándose con dimensiones supraterrestres y humanas, físicas y no físicas, temporales y atemporales.
Esas bocas blancas, llenas de una intensidad de luz apenas intuida, se hace no visible (no invisible) al ojo humano. El hombre, en su infinita ceguera, sólo da crédito a lo que pasa por los sentidos, a lo que es percibido y codificado por los sentidos.
Los agujeros blancos cumplen un papel de equilibrio sobre la tierra. La presencia de ellos permite el indisoluble repiqueo de una danza cósmica, en donde los átomos y las partículas que circulan por la arena, el mar, el aire, las rocas, las hojas, la vegetación, se vuelven moléculas -lo que son-, regresando a su estado primigenio.
En esa comunión fundamental, donde la danza gira al compás de diez mil rayos cósmicos, el agujero blanco se abre –siempre permanece abierto- absorbiendo –del mismo modo que un sifón absorbe el agua- el viento, el aire, la expiración del mundo, el pálpito de lo no visible.
Las colisiones son infinitas. El viento besa al fuego, el fuego abraza al agua, el agua humedece la tierra. Allí la perfección, la destrucción y creación de lo perdurable. En esa danza interminable, donde la muerte sigue a la vida (y viceversa) en una pulsación rítmica de tonalidades perfectas, el pneuma fundamental trasciende, pulsa el mundo, lo hace perenne.