domingo, 2 de diciembre de 2007

Etérnica

Winston Morales Chavarro
La eternidad sólo es posible mientras tengamos noción de ella.

Lo eterno se percibe en un atisbo, en el fragmento de la hora, en el roce de las manos, en el beso, en la concupiscencia de un abrazo que quema y calcina.
El amor es eterno, duele, sacude las entrañas, quiebra los húmeros.
El pálpito, la sacudida, la arteria henchida de sangre, la caricia, el dedo que recorre la espalda, los miembros hambrientos, las manos transitando una cintura, el sexo marcando nuevas rutas para el vientre, la boca, la lengua, los amorosos labios.
Eso es lo eterno. Lo que gravita por el éter, se proyecta en las paredes desoladas del tiempo como único vestigio de lo que fue, de lo que alguna vez fue, se sigue repitiendo en otros planos, porque aquella noción de lo eterno, perpetuo, circular está escrito en las páginas del crepúsculo y la noche, trasciende consideraciones humanas, viene de otro espacio y otro tiempo, quizás de otros rostros, cartografías olvidadas por la historia.


Todo vuelve, regresa, las cosas se yerguen ante nuestros rostros como estrellas rojas y negras.

El olvido carcome la piel, bebe la sangre, hace mella en el corazón.

Lo eterno, lo largo, lo infinitamente doloroso devora con sus fauces, del mismo modo en que lo hizo Saturno con sus hijos, el aliento, la pasividad, lo espontáneo.

El amor es eterno mientras dura, no importa que dure más para uno de los dos.

Quizás una eternidad, esta vida y la otra, esta muerte y la otra, esta resurrección, la que nunca tendremos, la que tal vez perdimos.

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