Curiosamente, pese a mi
vínculo con las letras, descreo cada vez más de la palabra. El lenguaje, tanto
escrito como hablado, se ha reducido a un plano mortal, luego de su origen
divino; en un comienzo fue el verbo, reza la Biblia.
Hoy por hoy, en una ciudad
letrada, en un mundo atiborrado de signos (iconografía, indicios e imagen), la
palabra es mera imagen auditiva, retórica vacía, ataviada de humo, de aire;
pero de ese aire que ni siquiera sirve para inflar llantas.
Entonces nos ufanamos de la
palabra, del lenguaje des- articulado: no hay nada en el fondo, ni siquiera el
compromiso tácito con lo que se dice. Nos empeñamos en arreglar el país desde
el discurso -sin un compromiso real-, a cambiar la academia desde columnas de
opinión, a mejorar nuestras relaciones sociales desde la perorata ociosa de la
oratoria.
Nada más hueco que lo
retórico; maderamen lleno de huesos, juego de sílabas, rayuela de vocales
sombrías.
Antaño, nuestros abuelos
empeñaban la palabra. La palabra era poesía viva; contenía el peso de lo sonoro;
de un convenio reglamentado en lo humano; de un rol en lo social. Lo expresado
era un acta de compromiso. Hoy, la palabra no sirve ni siquiera para canjear una
bolsa de leche -tal vez como resultado del peso angustioso del consumismo y las
simulaciones humanas-. Con ella (la palabra) no logramos nada que vaya más allá
de un simple mecanismo de conversación -ni siquiera comunicación-.
La decadencia de la
palabra, originada a lo mejor por el discurso político (la gente la asocia con lo
político), ha llevado a que necesitemos más de ella, pero al mismo tiempo
descreamos más de ella. Es decir, la palabra se utiliza, a raíz de los medios
-la radio, la televisión, los periódicos, las redes sociales-, pero sin leer,
sin oír, sin ver, sin creer en ella.
El político promete esto,
el académico nos habla de esto, el moralista de aquello, el sacerdote del
supuesto incorrecto. Es tan fácil acudir a la palabra, al manejo elocuente del
discurso. Existen loros que aprenden a hablar muy bien, pero eso no significa
que exista una coherencia mental entre lo que se hace, se piensa y se dice -si
acaso piensan-. Así sucede con millones de seres humanos.
Me viene a la cabeza el
hombre que habla de liberación femenina y ultraja a su mujer (no solo desde lo simbólico).
Rememoro al individuo que habla de lealtad y de espaldas a su amigo, o a su enemigo,
en una plaza pública o ante un grupo de conocidos, le atesta su estocada. Me
viene a la mente ese discursito de la equidad y de la igualdad, aquel discursito
“mamerto” en contra del imperialismo, de las minorías, cuando ellos mismos -los
del discurso- se mueven en carros de sesenta millones (contra lo que no tengo ninguna afrenta), son absolutamente
excluyentes en sus prácticas cotidianas, usan tarjetas de crédito, tienen
cuentas bancarias y van al Éxito a mercar. Pero cuando un extraño les pide que
le compren una rifita, se niegan con rabia argumentando que tienen que pagar el
semestre de sus hijos -quienes además estudian en universidades privadas- y
cinco mil pesos pueden desequilibrar sus economías.
La retórica, señores. Es
tan fácil ser retórico. Tan fácil arreglar al país desde los discursos, desde
el escritorio, desde las conversaciones callejeras. Por eso prefiero a quienes
trabajan en silencio (campesinos, panaderos, tenderos, prostitutas), aquellos
que escriben y no cacarean como gallina ponedora. La palabra se ha reducido a
simple verborrea, discurso barato, exceso de labia.