sábado, 11 de febrero de 2012

PARALELOS DE LO INVISIBLE: CHICHEN ITZÁ-SAN AGUSTÍN


San Agustín cuenta con una iconografía similar a la desarrollada por los olmecas del Golfo de México; ambas civilizaciones tornaron tangibles sus deseos al esculpirlos en majestuosas piedras. Los Olmecas y los primeros habitantes de San Agustín tuvieron características somáticas en común; trazos negroides y asiáticos configuran sus rostros, y es remarcable que en sus labios aparezcan los atributos del jaguar.

Desde al menos dos mil años antes de Cristo, los olmecas fundaron las bases culturales para el nacimiento de Mesoamérica y de los pueblos que durante 3.500 años formaron la Civilización Maya precolombina. De pronto los olmecas se disolvieron y los mayas sublimaron su conocimiento.

Aquellos antiguos que construyeron piedra contra piedra los cimientos de Chichén Itzá (México) y San Agustín (Colombia), tuvieron en común lo profundo, la guerra, el culto a la personalidad y al jaguar. Los muiscas, por su parte, fueron contemporáneos de los mexicas - aztecas- y de los últimos mayas.

De acuerdo a los mapas mentales trazados en mi reciente visita a la Ciudad de las Piedras que cantan (Chichén Itzá) e identificando una estría similar en Mayapán, Uxmal, Dzibilchaltún, Ek’Balam, X Pujil, Tikal, Palenque, Labná, San Agustín, llegué a la conclusión de que en ese imaginario antiquísimo el jaguar, la serpiente y las piedras se constituyen en resortes creativos y de fertilidad, y que la noción del tiempo-espacio cíclico, como la muerte y lo femenino, son los puntos de equilibrio y de ruptura.

Yucatán y San Agustín, vistos a través de la otredad y el Xibalbá (inframundo Maya), forman parte de esa estría imaginaria de la que hablo. Es innegable el hallazgo de ciertos elementos que hermanan, desde antes de hablar español, a dos regiones aparentemente “opuestas” en sus tiempos y en sus espacios. Esa grafía puede establecerse como un vínculo que se superpone a toda lógica y crea conectores de orden espiritual, suprafísico, extratemporal entre dos estadios culturales que aún subsisten, pese a la noción de modernidad y posmodemidad, y que pueden concretarse en ciertos imaginarios y símbolos como el lenguaje, la memoria, la (s) identidad (es), el territorio.

Xibalbá, universo subterráneo donde transitan los jaguares - elemento recurrente en San Agustín- , se nos presenta como una de las tantas estrías invisibles. En Xibalbá los jaguares se constituyen en espíritus silvestres que recorren las tinieblas y los troncos de las cinco ceibas que sostienen un cocodrilo gigante, el cual, en su dorso, soporta a los mayas que dicen estar cubiertos por el caparazón de una tortuga iluminada por el dios K’in, y, por las noches, la diosa X-Chel aparece sorpresivamente roja sobre el horizonte y se alza con su halo de plata.

En San Agustín fue suficiente el movimiento en piedra para interpretar el instante y los significantes de los iconos silvestres. Como sociedad guerrera, encontró en la plasticidad del relieve el lenguaje preciso, las sustancias, por eso prescindieron de la escritura. San Agustín invierte el sentido de las fuerzas; las tumbas alcanzan el cielo y la vida fluye en relieves ondulantes y rostros triangulares esculpidos en las piedras de un río profundo, origen de todas las cosas.












jueves, 9 de febrero de 2012

HUNAB KÚ

I






Hunab Kú,

Tú que te engendras en ti mismo,

Que no tienes más círculos en tu mano

Que la propia nave del sol;

Tú cuyas estrellas errantes te circundan

Y llegan como un dios supremo

A posarse en tu vientre

Sin detener tus pasos;

Estás ahora tendido

Sobre la hierba del bosque.

Tú que recorres los espacios y tiempos de todos los tiempos,

De todas las áreas del tiempo

Como flecha continental de la muerte,

Estás ahora esparcido como verde manzana,

Como tallo al viento,

Raíz a la tierra del árbol.



Nave de los mundos

Fuerza infinita del no-ser

Del precipicio,

Del ingrávido cosmos

Que flota y circula

Por lo que ya fue

Por lo ya sucedido;

Estás ahora en el ahora,

En el instante:

Fresco,

Reluciente como la hoja que cae

-Mas no encuentra piso en su caída-

como la espada que parte el lienzo de las estrellas,

como la cabellera celeste que conoce el mañana

el ayer de los sueños,

estás ahora como piedra del sur

poblado de viajes y mapas

de movimientos aleatorios;

estás como un mensaje de las esferas

en mitad de la noche:

recónditamente escondido,

sumergido en el espejo de las pequeñas presencias.







sábado, 4 de febrero de 2012

MI INFANCIA ES HOY



Desde hoy construyo mi infancia, ella es lo que rememoro porque la memoria tiene la virtud del ahora: se edifica el recuerdo desde el presente y no desde el pasado.

En este orden de ideas el hombre que escribe hoy no es el mismo de ayer y puedo decir que a cada tiempo y a cada espacio –como también a cada lugar- corresponden Winston distintos: El Winston maduro, el adolescente, el niño, “el otro”, el hombre que muere y se reinventa, se recrea, se entroniza en un recuerdo que lo hace libre y prisionero.

Como somos lo que rememoramos y nuestras identidades se establecen a partir de los recuerdos, de mis recuerdos -que no necesariamente son mis infancias- puedo capturar las siguientes cosas:

El desenfreno de mi padre -Alfredo Morales Trujillo- hacia las revistas. Mi papá era un lector desaforado de Kalimán, Arandú, El Santo, Memín, Supermán y otra cantidad de comics que yo devoraba con pasión enferma. De mi padre heredé la perversión y ese tipo de depravación literaria. Gracias a mi padre aprendí de los deseos, de su lógica “incoherente”, “disparatada”, intuitiva.

Conforme fui deformándome a través del mundo encontré en mi madre -Amparo Chavarro Chavarro- la luz, el camino, el entendimiento narrativo: de allí mi proximidad a los libros de aventuras (El Corsario Negro, La Isla del Tesoro, El Corazón de las tinieblas, Los tres mosqueteros, El Conde de Montecristo, El Jorobado de nuestra señora de Paris, etc.) pero también mi cercanía a los patriarcas hebreos (José, David, Abraham, Moisés, Jacob) y a los pasajes bíblicos del nuevo testamento. Mi madre –o mis madres- nunca lograron su cometido: continué perdido en las sombras y en las consideraciones de carácter “Obscuro”.

Mi primer enamoramiento no fue platónico sino aristotélico. Fue ella, la profesora de español del colegio, una mujer de 70 años, quien despertó mis primeras pasiones sexuales. La imaginaba desnuda junto a la pizarra, rejuveneciéndose a través de la poesía, a través de los cantos, los himnos, los vocablos.

A partir de estos sucesos experimenté un sinnúmero de revelaciones: que todas las mujeres están en UNA, que la juventud y la vejez son hermanas, que el amor trasciende consideraciones corporales, que -como diría alguien por allí- “todo lo sólido se desvanece en el aire”, que los opuestos no existen, que la izquierda y la derecha son una línea única, que las ideologías se esfuman y que las únicas que no se autodestruyen son la poética y el sueño.

Esos recuerdos son Winston -que no es lo mismo que yo- y son estas pinceladas de la “memoria –la memoria como un constructo y no como un territorio fijo (lo mismo puedo decir de la identidad)- las que demarcan mi territorio mental y corporal.







domingo, 29 de enero de 2012

TEOTIHUACÁN















Teotihuacan. (náhuatl: Teōtihuácān, 'Lugar donde fueron hechos los dioses; ciudad de los dioses' )



TEOTIHUACÁN

Las antiguas escrituras sitúan al paraíso cristiano en el valle que se forma entre los ríos Éufrates y Tigris, en la Mesopotamia remota -zona que en la actualidad ocupan los estados de Irak (principalmente), Irán y Siria-. Lo que no sabían nuestros abuelos cronistas es que el paraíso está más cerca de lo que pensamos, lo que, en palabras de Alejo Carpentier, vendría a ser El reino de este mundo o, como diría Paul Éluard: Hay otros mundos, pero están en éste.

Ese mundo es Teotihuacán, sitio de elevadas consideraciones poéticas y estéticas (además de mágicas), ubicado a 50 kilómetros del México D.F. Allí está el paraíso; esa es la lectura que hago luego de visitar este maravilloso país por cuarta vez. Primero fue Chichén Itzá (cultura maya), luego Tenochtitlán o su Templo Mayor (ciudad de los “mexicas”, presentados a occidente como aztecas) y ahora Teotihuacán (de la cultura teotihuacana).

Todo lo visto, todo lo manifestado ante mis ojos se ha quedado pequeño ante tanta luz, tanta sabiduría, tanta arquitectura. Ninguna cultura, por muy moderna o desarrollada que parezca (en la América poscolonial el desarrollo es confinado a los edificios altos y el uso de las armas de fuego), logra superar la magnificencia de estas ciudades. Pecaría de ingenuo al afirmar que fueron sociedades perfectas, que no tenían esclavos o que la jerarquía no existía -mucho menos las clases sociales-, o que el comunismo era evidente en ellos, o que las castas y los abolengos son sólo nuestros.

No obstante, debo reconocer que tal civilización, tal vestigio cultural, sólo es comparable con las pirámides de Egipto o las del Imperio incanato (Inca es, arqueológicamente, la designación de una cultura y un periodo prehispánico).

Teotihuacán es el nombre con que los mexicas designaron los vestigios de esta ciudad que, palabras más, palabras menos, significa “El lugar de los dioses” y en sentido amplio, “Donde los hombres se convertían en dioses”, todo esto a raíz de la cantidad y calidad de sus monumentos. Teotihuacán es, sin duda, la zona arqueológica más importante del altiplano mexicano. La ciudad abarcaba unos 20 kilómetros y la cantidad de sus templos y habitaciones albergaba entre ciento veinte mil y doscientas mil personas, casi la población de una Neiva de 1970. Nadie se explica, ni siquiera los mismos conquistadores, la magia, el colorido, la grandeza y perfección de Teotihuacán. La ciudad surgió, aproximadamente, al comienzo de la era cristiana y evolucionó hasta alrededor del 750, cuando empezó un proceso de deterioro que culminó con su abandono y la desaparición de su gran poder, para luego ser hallada por los mexicas.

La calzada de los muertos, la que, a mi sesgado entender, puede compararse con los campos Elíseos o con una caminata por la carrera Séptima de Bogotá, tiene 4 kilómetros de longitud y tan sólo en el espacio comprendido entre la Ciudadela y la Plaza de la Luna, se encuentran más de 80 basamentos y conjunto de cuartos.
Sorprende la cantidad de visitantes, incluyendo los mismos mexicanos, que ascienden a 40 mil por día, algo que debería ser emulado en nuestro San Agustín, donde según el último informe se registraron ocho mil viajeros en un año. ¡Qué hecatombe!