domingo, 2 de diciembre de 2007

Efímera


Winston Morales Chavarro


La belleza gotea en el rostro de cada individuo.

La belleza, como energía, gravita en el éter.

Entonces cada mujer –y cada hombre-, reciben de ella ese goteo, el desmoronamiento de una fuerza que acicala.

A veces la belleza sigue goteando, no se desnuda del todo en un espíritu.

De allí que muchas mujeres –y muchos hombres, aunque me cueste aceptarlo- se embellezcan, hermoseen sus facciones a través de los años, ingratos lustros de la vida que, por lo general, en lugar de dar, quitan.

Hay muchachas –muchachos también, diría mi esposa- cuya belleza, en nuestra noción y perspectiva, tiene su cuarto de hora.

Es como si estuvieran maduros y de repente entraran en un proceso de putrefacción, caída inexorable.

La belleza parece que no volviera a gotear sobre ellos.

Por eso muchos hombres, entre quienes me cuento, se enamoran de la belleza y no de la mujer –del amor, dirán otros-.

Es necesario reconocer eso, evaluarlo.

El hombre busca en todas las mujeres la belleza, como si quisiera recoger en una, la fuente, el manantial principal, el centro y no la circunferencia.

Hay mujeres que llegan a un estado de plenitud, el cual puede durar varios días, meses, incluso décadas.

Otras, en cambio, pueden gozar de ese goteo en fracciones de tiempo, limitado en extremo, me atrevo a escribir.

De hecho, cuando volvemos a verlas, cuando contemplamos sus ojos, no las reconocemos por menos bellas.

Es como si fueran otras, como si el tiempo hubiese sido maligno con su alma.

La belleza es desleal –no infiel-, abandona cierto cuerpo sin ninguna conmiseración, sin previo aviso, sin el mensaje necesario para la despedida y el viaje.

Lumínica

Winston Morales Chavarro


Siempre he soñado con un espacio formado por senos turgentes y no por planetas.


Cuando estaba pequeño, me tiraba sobre el pasto e imaginaba en cada una de las estrellas que veía -100.000 millones, entre ellas al Sol- una buena cantidad de pezones rosáceos, perfectamente delineados, calientes, henchidos de leche y de miel.


Para mí, el universo no era ese gran agujero negro conformado por cúmulo de estrellas, polvo y gas.

Era-es un pezón de donde brota leche, jugo para otros, maná, ubre cósmica y sagrada que da de beber a los hijos de la noche y sus penumbras.


Esa es la impresión que siempre he tenido en virtud al nombre de nuestra galaxia: Vía Láctea, calificativo que todavía me nutre (los romanos la llamaron Camino de Leche).


Quizás ellos, los romanos y por supuesto también los griegos, con ese poder de la imaginación y lo poético, vieron a la galaxia de la misma manera en que ahora la ve un simple mortal: como el cántaro que contiene leche, pan francés, ánfora por escanciar.


Me arrojo feliz sobre la noche. Abro mi boca en espera de que llueva luz de alguna estrella.


Porque la luz es eso: leche, líquido, néctar, ambrosía. ¿Quién no bebe luz, quién no paladea el albor de la belleza, el resplandor de un ángel que pasa a toda prisa?


La luz es eso. Alimento para el alma, música que aflora a los sentidos.

Onírica

Winston Morales Chavarro


Oníris-Óneiros


No saber si todo es un sueño.

Si esto que se percibe es un sueño o la funesta realidad del mundo y sus cosas.
No saber si se despierta o, si por el contrario, se sigue durmiendo en una dimensión que no sea propiamente la física.

No saber si el estar dormido se reproduce en un estadio similar al del sueño.
Es falso, no es verdad, que todo lo que acontece a nuestro alrededor sea la visión más cercana de lo real.
Nada más falso que eso.
¿Y si permanecemos dormidos, en un estado colapsado de la realidad, si nuestra percepción limitada del mundo está enmarcada en la duermevela constante, en el estar acostados, en la aparente aprehensión de lo que hace mucho tiempo ha dejado de ocurrir?

Creerse uno autónomo de lo aparente, de lo cotidiano, de lo que circula a nuestro alrededor.

¿Y si somos el recuerdo de alguien que falleció en el pasado, en el futuro del pasado de otros hombres?
¿Si somos el futuro del recuerdo, el pasado del recuerdo, el presente del recuerdo?
¿Si somos reverberación de energías, puntos de encuentro y enlaces, si somos eso, ventanas por donde hace tiempo ocurrieron los años?
No saber uno lo qué es la vida.
Tener una noción enana de lo que es la muerte.
Creerse uno dueño de sus actos, propietario de su destino.
Creer que lo que hacemos no pertenece al mundo de los impulsos –descargas eléctricas que acontecen en nuestro cerebro-.
Soberbia humana, vanidad esquelética.

Desconocer que todo lo que ocurre al pie de nuestros ojos es mero reflejo, impulso; reflejo e impulso del otro.
La historia –el hombre no es un animal histórico-, la vida, la muerte, el sueño, son supraestructuras, organismos vivos.
Gaia, la tierra, la diosa de la tierra, nuestra madre, es un ser vivo.
Acaso ella, la dueña de nuestros actos, la pulsación eléctrica que ordena la noche.
Triste egolatría la de los hombres. Arrogancia sin límite la de los sujetos que en apariencia gobiernan el mundo. Blair, Bush, Sharon. Payasos, títeres amarrados al mástil del destino.
No saber que por encima de ellos están Urano, Saturno, Júpiter (en orden de antigüedad y jerarquía) y que al lado de ellos, de los dioses, Gaia (esposa de Urano); Rea (compañera de Saturno), y Hera (mujer de Júpiter).
De esas pulsaciones planetarias, de la enorme influencia de las esferas –incluyendo su música- el obrar y proceder de los hombres.
Somos eso, descargas dieléctricas, motivaciones calóricas en sendas cajas de huesos.
Lo demás es apariencia, mero brillo de lo que surge.

Los hombres no somos dueños de nada –acaso de la muerte-, no somos dueños de nuestros días, que se abren por su propia estructura, sin dejar apenas más que unos matices de lo que queremos.

Esbozos, pequeños esbozos sobre un lienzo que no se abre del todo y que está reservado para manos ajenas.

Esa es la vida, un inaccesible cúmulo de pinturas.

Etérnica

Winston Morales Chavarro
La eternidad sólo es posible mientras tengamos noción de ella.

Lo eterno se percibe en un atisbo, en el fragmento de la hora, en el roce de las manos, en el beso, en la concupiscencia de un abrazo que quema y calcina.
El amor es eterno, duele, sacude las entrañas, quiebra los húmeros.
El pálpito, la sacudida, la arteria henchida de sangre, la caricia, el dedo que recorre la espalda, los miembros hambrientos, las manos transitando una cintura, el sexo marcando nuevas rutas para el vientre, la boca, la lengua, los amorosos labios.
Eso es lo eterno. Lo que gravita por el éter, se proyecta en las paredes desoladas del tiempo como único vestigio de lo que fue, de lo que alguna vez fue, se sigue repitiendo en otros planos, porque aquella noción de lo eterno, perpetuo, circular está escrito en las páginas del crepúsculo y la noche, trasciende consideraciones humanas, viene de otro espacio y otro tiempo, quizás de otros rostros, cartografías olvidadas por la historia.


Todo vuelve, regresa, las cosas se yerguen ante nuestros rostros como estrellas rojas y negras.

El olvido carcome la piel, bebe la sangre, hace mella en el corazón.

Lo eterno, lo largo, lo infinitamente doloroso devora con sus fauces, del mismo modo en que lo hizo Saturno con sus hijos, el aliento, la pasividad, lo espontáneo.

El amor es eterno mientras dura, no importa que dure más para uno de los dos.

Quizás una eternidad, esta vida y la otra, esta muerte y la otra, esta resurrección, la que nunca tendremos, la que tal vez perdimos.