Winston Morales Chavarro
La belleza gotea en el rostro de cada individuo.
La belleza, como energía, gravita en el éter.
Entonces cada mujer –y cada hombre-, reciben de ella ese goteo, el desmoronamiento de una fuerza que acicala.
A veces la belleza sigue goteando, no se desnuda del todo en un espíritu.
De allí que muchas mujeres –y muchos hombres, aunque me cueste aceptarlo- se embellezcan, hermoseen sus facciones a través de los años, ingratos lustros de la vida que, por lo general, en lugar de dar, quitan.
Hay muchachas –muchachos también, diría mi esposa- cuya belleza, en nuestra noción y perspectiva, tiene su cuarto de hora.
Es como si estuvieran maduros y de repente entraran en un proceso de putrefacción, caída inexorable.
La belleza parece que no volviera a gotear sobre ellos.
Por eso muchos hombres, entre quienes me cuento, se enamoran de la belleza y no de la mujer –del amor, dirán otros-.
Es necesario reconocer eso, evaluarlo.
El hombre busca en todas las mujeres la belleza, como si quisiera recoger en una, la fuente, el manantial principal, el centro y no la circunferencia.
Hay mujeres que llegan a un estado de plenitud, el cual puede durar varios días, meses, incluso décadas.
Otras, en cambio, pueden gozar de ese goteo en fracciones de tiempo, limitado en extremo, me atrevo a escribir.
De hecho, cuando volvemos a verlas, cuando contemplamos sus ojos, no las reconocemos por menos bellas.
Es como si fueran otras, como si el tiempo hubiese sido maligno con su alma.
La belleza es desleal –no infiel-, abandona cierto cuerpo sin ninguna conmiseración, sin previo aviso, sin el mensaje necesario para la despedida y el viaje.
La belleza, como energía, gravita en el éter.
Entonces cada mujer –y cada hombre-, reciben de ella ese goteo, el desmoronamiento de una fuerza que acicala.
A veces la belleza sigue goteando, no se desnuda del todo en un espíritu.
De allí que muchas mujeres –y muchos hombres, aunque me cueste aceptarlo- se embellezcan, hermoseen sus facciones a través de los años, ingratos lustros de la vida que, por lo general, en lugar de dar, quitan.
Hay muchachas –muchachos también, diría mi esposa- cuya belleza, en nuestra noción y perspectiva, tiene su cuarto de hora.
Es como si estuvieran maduros y de repente entraran en un proceso de putrefacción, caída inexorable.
La belleza parece que no volviera a gotear sobre ellos.
Por eso muchos hombres, entre quienes me cuento, se enamoran de la belleza y no de la mujer –del amor, dirán otros-.
Es necesario reconocer eso, evaluarlo.
El hombre busca en todas las mujeres la belleza, como si quisiera recoger en una, la fuente, el manantial principal, el centro y no la circunferencia.
Hay mujeres que llegan a un estado de plenitud, el cual puede durar varios días, meses, incluso décadas.
Otras, en cambio, pueden gozar de ese goteo en fracciones de tiempo, limitado en extremo, me atrevo a escribir.
De hecho, cuando volvemos a verlas, cuando contemplamos sus ojos, no las reconocemos por menos bellas.
Es como si fueran otras, como si el tiempo hubiese sido maligno con su alma.
La belleza es desleal –no infiel-, abandona cierto cuerpo sin ninguna conmiseración, sin previo aviso, sin el mensaje necesario para la despedida y el viaje.