Extrañas coincidencias de un oficio
anunciado
Esto
no es un discurso, es un anecdotario.
Me
acerqué al periodismo a través de la radio. A la radio a través de la música. A
la música a través de mis padres.
Papá
era amante de Yaco Monti y mamá de Leonardo Favio. Papá arreglaba licuadoras y
radio transistores, mi madre escuchaba canciones de Leo Dan, Palito Ortega y
Sandro. Recuerdo que mi primera evocación asociada a la música se remonta a los
8 o 9 años de edad. En ese entonces vivíamos en el barrio Cándido Leguizamo, a
la altura de la calle 28. Papá fanfarroneaba viéndome bailar rock and roll
mientras sonaba Vanidad, un tema musical de Yaco Monti muy de moda por aquellos
tiempos. Nunca supe qué pasó con Yaco Monti, pero recuerdo que alguna vez, ya
más crecidito, le dediqué a una muchacha del INEM la canción Cómo has hecho, del mismo intérprete. La
música llegó a mi vida para llenarme de sonidos los caminos. Puedo decir, con
toda la certeza del caso, que ella es y ha sido un factor determinante a lo
largo de mi existencia y de mi escritura.
Antes
de mi interés por la música, cuando era muy pequeño, soñaba con ser veterinario
y cuidar y sanar animales (de ese sueño me queda la decisión relativamente
nueva de hacerme vegano). Mas la música, con sus ondas humeantes y metafísicas,
se quedó para transformarme la vida. Pasaba horas pegado a una grabadora con
casetera que mi madre había comprado en Panamá y que tenía en su cuarto, allá
en el barrio La Floresta, en la parte alta de la ciudad. Era un barrio al que
no le llegaba el agua y nosotros teníamos que salir después de la medianoche a
recogerla en grandes calderos y recipientes con los que pretendíamos llenar la
alberca de la casa de la abuela Isabel. Yo ya escribía algunas cosas, pero mi
sueño no era ser escritor, ni siquiera periodista, sino compositor de canciones
a la manera de Galy Galeano y Manolo Otero.
A
mediados de los años 80 tuve un grupo de rock y uno de nuestros guitarristas fue
Javier Méndez, un muchacho que luego se convertiría en médico y quien es hijo de Lucio Antonio Méndez, presidente del Círculo de
Periodistas del Huila. Junto a Javier Méndez tocaban en el grupo Marco Antonio
Pérez, Juan Diego Esterling, Juan Carlos (no recuerdo su apellido) y un
muchacho muy bueno con los timbales y la percusión, a quien llamábamos pinta
fina, porque así le decían a su padre. El grupo se llamó Ciegos y Vampiros y
gracias a él tuve una de mis primeras novias y unas cuantas presentaciones en
la Concha acústica y algunos colegios de la ciudad. El grupo, como mi deseo de
ser músico, fue flor de un día, pese a que luego hubo una segunda temporada en
la que estuvieron conmigo Mauricio Trujillo, hoy pastor de iglesia, Heber
Manrique, Robert Ducuara, Toño Pérez y Marcos Arambulo.
Como
mi gusto por la radio crecía, decidí escuchar con mucho ahínco un programa conducido
por Ciro Antonio Ruiz en Colosal Stéreo, emisora en la cual trabajé muchos años
después. Posteriormente el programa estuvo bajo la batuta de Alonso Barreiro.
Creo que se llamaba Los sensacionales.
Fue
ese gusto desmesurado por la radio lo que me llevó a cambiar la veterinaria por
el periodismo; nunca contemplé la posibilidad de estudiar literatura en la Usco
por un extraño prejuicio que me hacía mirar con desconfianza a la universidad
pública. De modo que me desplacé a Bogotá y cursé algunos semestres de
Comunicación Social en la Jorge Tadeo Lozano y otros en la Escuela Superior
Inpahu.
Meses
antes de irme para la capital me tomé el atrevimiento de llevar un par de
textos míos al Diario del Huila, donde fui recibido por Fermín Segura y
Delimiro Moreno. De Fermín me sorprendió su silencio y su muy afinado olfato
con el que hacía un scanner infalible sobre la humanidad de este muchacho que era
yo y que a lo mejor él miraba como a un espárrago. De Delimiro Moreno recuerdo sus
cejas excesivamente pobladas, lo cual me llevaba a suponer que era un señor
algo antipático y engreído. Ninguna de las dos impresiones fue cierta. Delimiro
me acogió con amistad y con respeto, tanto así que luego se convertiría en uno
de los clientes más fieles en el ya desaparecido Café Borges, negocio de mi
propiedad que quedaba a la vuelta del Diario del Huila, contiguo al parqueadero
del Yep.
En
1993 regresé a Neiva e ingresé a la radio, todo por un concurso de Disc-jockeys
organizado por Edgar Artunduaga y en el que el premio consistía en la vinculación
inmediata a la emisora y doscientos mil pesos en efectivo. Muchos años atrás,
yo había sido colaborador habitual del cura Escandón en un programa religioso
que el hacía en HJKK. Tiempo después pude corroborar que a Jorge Lorenzo Escandón le iba mejor como
locutor que como alcalde.
Luego
de Huila Stéreo, de la que Artunduaga no quería aceptarme la renuncia, pasé por
Radio Activa Neiva, Radio Super Villavicencio, Radio Super Neiva, Colosal
Stéreo y la Emisora Cultural del Huila. En agosto de 1993 contraje matrimonio
con quien sería mi primera esposa y con el ánimo de congraciarme con Edgar,
ante mi eminente ingratitud como locutor aprendiz, lo escogí como padrino de
matrimonio. Edgar asistió a la iglesia y posteriormente a la fiesta. Iba muy
bien acompañado, por cierto.
En
1995 ingresé a la Universidad Surcolombiana y repartía mi tiempo entre el
estudio, la radio, mi exesposa, mis hijos, mis libros, mis lecturas, los
programas de televisión y Aniquirona. De todo eso, Aniquirona ganó la partida y
en 1998 publiqué mi primer libro de poesía.
Egresé
de la Universidad en el año 2002 y ya había obtenido tres premios nacionales de
literatura, dos de estos desestimados por algunos de mis profesores, y estaba a
dos años de ganarme la Bienal Nacional de Novela José Eustasio Rivera. Pero fue
el premio Nacional de Poesía de la Universidad de Antioquia lo que aceleró mi
grado en la Universidad Surcolombiana, ya que a través del jurista Rubén Darío
Rivera, quien en aquel entonces fungía como miembro del Consejo académico, me
enteré de la oportunidad de graduarme gracias y a través de un premio nacional
de la envergadura del concedido por la Universidad de Antioquia. De modo que me
gradué. Y uno de los jurados de esa sustentación fue nada más y nada menos que
uno de mis más admirados y recordados maestros: Antonio Iriarte Cadena. El profesor
Iriarte fue un gran amigo y un enorme faro en esas conversaciones alrededor de
la música, el periodismo y la literatura. Dos años después de mi graduación
como comunicador social y periodista el profesor Iriarte sería jurado, junto a
Benhur Sánchez Suárez y Guiomar Cuesta, de la IX Bienal Nacional de Novela José
Eustasio Rivera. Recuerdo mucho, y esto lo cuento a pesar de la suspicacia que
pueda generar esta revelación, una tarde en la Universidad Surcolombiana, en
Café y letras, en donde el profesor Iiriarte conversaba animadamente con Jorge
Guebelly sobre una novela que lo tenía sumamente impresionado. “Es una novela
que habla mucho de la muerte”, decía, “una novela que alterna la narración con
una banda sonora”. Yo estaba en una mesa contigua tomando café con mis
contertulios de siempre: Esmir Garcés, Betuel Bonilla, Danny Montaña y Mario Sanmiguel,
y sentí que el corazón se enfilaba hacia el firmamento tirado por los corceles
de Helios, el dios del sol. Por supuesto que ni Esmir Garcés, ni Betuel Bonilla
(también escritores) se percataron de mis sobresaltos. Ese mismo profesor
Iriarte, a quien hoy cito con mucho cariño, afecto y admiración, fue quien le
recomendó mi nombre al gran amigo y caricaturista Piter Bonilla para que me
incluyera en su libro Cien personajes del Huila. No diré acá los términos en
los que el profesor Iriarte se refirió a mí ante Piter. Después del 2002 Piter
y yo, pese a nuestras distancias abismales en temas de política, comenzamos una
amistad que se mantiene hasta hoy en día.
Desde
el año 2007 estoy vinculado a la Universidad de Cartagena e igual que el hombre
que se detiene a contemplar el paisaje a las orillas de un río, es mucha el
agua que he visto descender por debajo del puente; cientos de muchachos de
Cartagena y el sur de Bolívar han pasado por nuestras aulas de clases y algunos
de ellos, aspiro por lo menos que a unos diez, los he estimulado para que sientan un profundo
afecto hacia las letras, hacia las artes, hacia el periodismo.
Pero
antes de eso, a partir de 2005, trabajé como Jefe de Relaciones Internacionales
de la Usco. Recién graduado, en el 2002, fui jefe de prensa del Hospital
Universitario “Hernando Moncaleano”. Hugo Fernelio Falla, gerente del hospital,
me contaría en su momento que muchos periodistas pusieron su indignación en el
cielo: ¿qué hace un poeta como jefe de prensa del hospital? ¿Les va a escribir
rimas a los heridos en combate? Esas afirmaciones de ellos, diez años después,
me recuerdan los términos en los que una profesora de mi facultad se refirió al
hecho de la posibilidad de que me vaya a Chile como becado a cursar un
doctorado en la Universidad Católica, una de las más importantes del continente.
Preguntó: ¿Y qué tiene que ver la literatura con el periodismo? ¿En qué le
puede beneficiar a un docente de periodismo cursar un doctorado en letras?
Saquen ustedes sus propias conclusiones.