Un café en Buenos Aires con Winston Morales Chavarro
Por: Pablo Hernán Di Marco
Especial para Libros y Letras desde
Buenos Aires
En estos días
pareciera que los poetas o novelistas ejercen su profesión con la monocorde
rutina de un empleado de banco: de lunes a viernes, de diez de la mañana a
cinco de la tarde. No siempre fue así. Hubo un tiempo en que los poetas vivían,
disfrutaban y sangraban su pasión por las letras cada segundo de cada día de
sus vidas. Winston Morales Chavarro pertenece a esa antigua raza, y eso (más
allá de su talento) lo vuelve no solo necesario, sino también imprescindible.
Los invito a
que me acompañen a la encantadora Cartagena para conversar con uno de los
últimos poetas de su especie.
- Gracias por
recibirme, Winston. —Naciste en Neiva y vivís en Cartagena. ¿De qué manera
aparece la influencia de estas ciudades en tu poesía?
La ciudad del poeta no es la ciudad del hombre. Puede que muchos
espacios de mi niñez se vean reflejados en la consecución de un universo
poético, pero la ciudad, en mi caso muy personal, no necesariamente es la
ciudad física en la cual viví mis primeros años, o esta última, en la cual me
desempeño como empleado público. Ahora, es posible que no sea consciente del
poco o enorme efecto que tienen estas ciudades en mí, pero debido a mi
experiencia creativa, y al mundo que he tejido desde hace tantos años, esa
ciudad que tú expresas no es otra que Schuaima, mi verdadero lugar de
enunciación. Ese lugar de enunciación, que no es premeditado, ni razonado, ni
negociado, es la poesía, es el mundo mítico de Aniquirona, aquella mujer que
una noche de 1990 decidió visitarme y que, desde aquel entonces, cambió mi vida
para siempre. Entonces esa sí que es una verdadera influencia, no sólo por el
mundo, la ciudad, el clima, la atmósfera por la que me muevo, sino por mi
manera de percibir los otros mundos, por la voluntad que nace ante los objetos
de unos universos atávicos, de los cuales no puedo darte mayores explicaciones.
—En 2004 tu
novela Dios puso una sonrisa sobre su
rostro ganó IX Bienal de Novela José Eustasio Rivera. Ya que se dice que
“de lejos se ve más claro”, ¿cómo recordás aquella premiación?
Fue un momento muy emotivo, sobre todo porque acababa de llegar de Quito,
Ecuador, donde cursaba una maestría en Estudios de la Cultura. Después de dos
años de ausencia, encontrarme con Neiva fue muy significativo, sobre todo porque
a escasos dos meses me llama la gente de la Fundación Tierra de Promisión para
decirme que mi novela Dios Puso una sonrisa sobre su rostro era la novela
ganadora. Fue un momento de mucha ansiedad, pues poca gente sabía que estaba
explorando en la narrativa. La escritura de la novela fue todo un
acontecimiento. Desde el nacimiento mismo, que fue a raíz de una conversación
con unos amigos en Café y Letras, un lugar de estudio en la Universidad
Surcolombiana, al cual llegaba desde las 11 de la mañana y me podía quedar
hasta las 7 de la noche bebiendo café, hasta la escritura misma de ella, que
iba contando en estas conversaciones de desempleados vespertinos, entre quienes
estaban Esmir Garcés, Danny Montaña, Mario Hernán Sanmiguel, Heider Rojas,
Aníbal Plazas, fue todo un disfrute, un deleite a veces doloroso, pues
recordaba con ellos el suceso de la casa bomba de Villa Magdalena, un hecho que
fue muy triste para la ciudad y que sin lugar a dudas marcó nuestro imaginario
sobre el conflicto armado.
Entonces lo del premio fue una doble celebración: mi vínculo con la
ciudad y mi vínculo, para siempre, con la narrativa.
—No se me
ocurre mayor homenaje para un autor que ver su obra traducida. Tu poemario La
dulce Aniquirona ha sido traducido recientemente al francés (La Douce Aniquirone et d’ autres poemes
Somme poétique). ¿Participaste del siempre complejo proceso de traducción?
No, no tuve
nada que ver con el proceso de traducción. En el año 2005 conocí en el Festival
Internacional de Poesía de Medellín al poeta camerunés Marcel Kemadjou Njanke. En ese festival
intercambiamos libros y nos despedimos con una amistad naciente. Sucede que
años después, con la aparición de Facebook como red social, Marcel y yo
coincidimos allí. Posteriormente él me invita a un festival Internacional de
Poesía que organiza en Camerún, Africa, y yo hago todo el esfuerzo de ir. De
modo que él comienza a traducir unos poemas para el Festival. Cuando me remite
esos poemas, me sorprenden dos cosas: 1. La traducción. Según me cuentan amigos
franceses que conocí en el Festival de Poesía de París, es muy buena (Marcel es
poeta, lo que garantiza su mirada a la sensibilidad de otros creadores); 2. la
traducción fue más generosa de lo que pensaba, pues Marcel no sólo tradujo una
muestra para el festival, sino que vertió más de 15 poemas por libro. Al ver
más de 40 poemas traducidos, lo cual es una cifra bastante alta, yo le pedí,
tres años después, que tradujera apartes de tres libros nuevos (Camino a
Rogitama, La ciudad de las piedras que cantan y Temps era Temps) con el objeto
de leerlos en Francia. De modo que Marcel logró una traducción bastante alta y
decorosa. La idea de publicar el libro en francés surgió en París, ante la
mirada complaciente de Yvan Tetelbom, organizador del Festival Poetas en París,
y otros amigos poetas de Francia y Colombia.
—Suelo pedirle
a mis entrevistados que nos regalen algún pasaje de su obra. Te pido un favor, Winston. ¿No quisieras
compartir una de tus poesías con nuestros lectores?
Este poema es del libro Aniquirona, publicado en 1998 por Trilce
Editores:
XXVI
Hay
una mujer en mi casa
Que
mira yo no sé hacia qué esquina, hacia qué
Mundo
Una
mujer cuya espalda
La
constituye el viento;
El
árbol de la noche
Como
una oración para los casos difíciles.
Hay
una mujer
Que
desconozco
Y
sin embargo sé que es un pretexto.
Como
si soñarla no fuera suficiente
Para
acabar de comprenderla,
Mi
alma se remonta a las alturas
Como
buscando no sé qué colina
No
sé qué precipicio.
Hay
una mujer que me ha desposado
Cuando
apenas descubrí
Que
nací para ser hombre o sueño.
Una
mujer de pomarrosos y guáimaros gigantes
Una
hembra suave y sudorosa
Que
pasa como un río
Musitando
leves vientos de nostalgia
Para
mi mundo verosímil y fantástico
Hay
una mujer en mis sueños
Una
mujer que mira yo no sé hacia que parajes
Hacia
qué rincones.
Una
mujer a quien los árboles, los pájaros
E
inclusive las esferas
Le
hablan a diario
Con
una vocación maravillosa
Y
le comunican los secretos inescrutables
De
las piedras y los ríos
Hay
una mujer que mira hacia mis mundos subterráneos
Y
decanta con sus pechos balsámicos
Todas
las sombras que me habitan
Una
mujer que sabe todos los misterios de mis
Noches
La
mansa luna atropellada
De
mi angustia.
—Vamos con las
dos últimas y clásicas preguntas de Un
café en Buenos Aires: alguna vez
Mario Vargas Llosa dijo que el día más triste de su vida fue cuando Jean
Valjean murió en Los miserables. ¿Cuál fue el día más feliz de tu
vida?
Es muy complejo hablar del día más feliz de mi
vida. No obstante, tengo momentos que realmente impactaron mi vida y recuerdo
claramente el valor altamente significativo de cada uno de ellos. Uno de ellos
ocurrió en 1998, cuando un camión de TCC llevó hasta mi casa unas 10 cajas de
mi primer libro de poemas. Recuerdo mucho la emoción y el cuidado con los que
abrí esa caja. El tener en mis manos el primer ejemplar de Aniquirona, mi
primer libro, fue un momento absolutamente maravilloso, muy parecido a lo que
sentí, cuatro años antes, en 1994, cuando mi hija Lennis Yelenha vino al mundo
y nació con sus grandes ojos abiertos y lo primero que hizo fue mirarse en los
míos, o un año antes, en 1997, cuando nació mi hijo Luis Alfredo. Fíjate que
esos momentos más felices de mi vida se sitúan en el nacimiento de lo que más
amo. De modo que esa noche de 1990, cuando conocí a Aniquirona, también puede
ser uno de los momentos más felices de mi vida, lo que pasa es que estos cuatro
acontecimientos son momentos que nunca terminan, siguen vivos, palpitan al
interior de mi búsqueda como ser humano y como creador.
—Te regalo la posibilidad de
invitar a tomar un café a cualquier artista de la época que prefieras. Contame
quién sería, a qué bar lo llevarías, y qué pregunta le harías.
Uno de mis poetas más
amados es William Blake. Mi admiración por él es tan alta, que la mayoría de
mis libros de poemas están ilustrados con sus grabados y pinturas. A él
invitaría. Sería muy grato conversar con el gran poseso, con el mago Blake. Me
gustaría llevarlo al Taurino, un café muy popular que tuvo la Neiva de los
80’s. Y me gustaría que en esa mesa estuviera mi padre, quien amaba la poesía.
Y luego llevarlo a un paseo por el río Magdalena, y allí, ante la grandeza del
río, preguntarle el cómo abrir las puertas de la percepción, el cómo
mantenerlas abiertas. Y por supuesto le regalaría un ejemplar de Aniquirona y
otro de De regreso a Schuaima, para que pueda observar los grabados que usé
para ilustrar esa pequeña ambición mía de ser poeta.