domingo, 20 de noviembre de 2011

PASEOS DE OLLA






Extraño los paseos de olla, aquellos periplos al río, en donde lo común era la comitiva, el almuerzo de barrio, la compra colectiva de gallina, yuca y arroz. Eran los años de nuestra puericia, el encuentro fortuito con nuestra vecina de cuadra, aquella muchacha que, como diría Marcel Proust, estaba a flor de piel, se encontraba en sus años mejores, cuando su cabello parecía una enredadera de perfumes y sus curvas fragorosas provocaban tantos accidentes en nuestro humano vehículo.

Rememoro también, esas comitivas a las alturas del barrio Calixto, en donde hermosos chaparros nos resguardaban con su sombra y hacían más apacibles nuestras conversaciones, casi todas acompañadas de escenas concupiscentes, donde lo normal era el temblor, el mucho temblor, el sudor, la humedad. Les van a brotar pelos de las manos, recuerdo que sentenciaba, con cierta ironía, la abuela Isabel.

La creatividad se nos salía de la ropa. Eran los días del “importaculismo”, en donde cobrábamos sueldos de hijos y después de desayunar quedábamos desocupados. Ninguna preocupación nublaba nuestro cielo: no existía el X-box, el Internet, la tele por cable. Entonces leíamos a Kaliman, Arandú, El Santo, Superman, El hombre araña. Jugábamos al soldadito libertador, al teléfono roto –allí supe, lastimosamente, que una vecina había perdido su virginidad-, al ponchado, la 21, el escondite americano (donde el premio consistía en un ansiado beso a la niña más agraciada del sector).

Hoy por hoy, los paseos de olla –por lo menos en las modernidades periféricas- han sido remplazados por una canasta virtual (el teléfono celular, el computador, el Internet, las agendas digitales, la música en formato Mp3) y los centros comerciales. Entonces la gente se apiña en El Éxito; el Éxito parece un mar, un océano de automóviles y motos. ¿Dónde cabrá tanto individuo? -me pregunto-, mientras una estela de llantas y espejos se difumina en la distancia. Ese paseo de domingo se ha traslado al Caribe Plaza (Cartagena), al Perisur (Ciudad de México), al San Pedro Plaza (Neiva); la gente tiene la ventaja de resumir todas sus aspiraciones y expectativas en quinientos metros cuadrados. Allí se encuentra desde una llanta hasta un granizado de café, desde una bicicleta para bajar de peso, hasta una memoria usb. Cosa seria, La Caverna de José Saramago se ha quedado pequeña. Ese No Lugar en donde todo el mundo se encuentra (incluso el viejo elefante de izquierda hace sus compras allí, mientras ostenta una camiseta que dice: ¡abajo el TLC!, y se ufana de odiar el imperialismo), nos hace más fácil las cosas, nos resume la felicidad, nos garantiza el bienestar y el confort.

Qué curioso, los centros comerciales, como el río, no son excluyentes. Allí convergen hombres de izquierda y de derecha, se cruzan el ateo, el agnóstico, el cristiano. El río nos ofrecía sus aguas, el centro comercial su océano de mercancías. En los dos, lo que importa es la entrega, la disposición a desnudarnos.

En el río quedábamos a merced de la corriente, en el centro comercial en manos del consumo y la compra. En el río deseábamos SER, en este último deseamos Tener –y entre más, mejor-. Parece que esa sentencia del viejo Heráclito de Éfeso está más vigente que nunca. Si antes decíamos Nadie se baña dos veces en el mismo río, hoy debemos decir: Nadie compra la misma mercancía dos veces: el valor nunca será el mismo, el comprador tampoco. Todo es movimiento y cambio, cambio y movimiento en las aguas de la historia.

domingo, 13 de noviembre de 2011

RÍO DEL ORO (RÍOLORO)

Río del Oro


WINSTON MORALES CHAVARRO

A falta de uno, tuvimos cinco. A falta de agua, como en los desiertos o ciertas regiones tórridas del país, tuvimos litros de agua, «toneladas» de agua, cristales de agua, pléyades de agua, bocas de agua, pechos de agua, cabelleras de agua.
Neiva es una de las pocas poblaciones -acaso la única del mundo- que nació y creció rodeada de cinco ríos. El río del Oro (Rioloro, Ríooloroso, Río loro, como quiera llamarse); El Magdalena (Yuma: Río amigo); Las Ceibas; la quebrada Curíbano -no sé si sea la misma Toma-; el Arenoso, a las afueras de la ciudad, en la vía que de Neiva conduce a Campoalegre.

En menos de 50 años, los pobladores del Valle de las Tristuras -los españoles debieron llamarnos Villa Agua- han acabado con cuatro ríos y se empecinan en destruir el último -el Magolo, como jocosamente lo llama el poeta Esmir Garcés-.
Hace medio siglo, el Río del Oro -para hablar solamente de uno- llegó a ser una importante ruta para la pesca, la caza, la diversión, como lo fue en su momento el Magdalena, que ahora es solamente navegable en el tramo próximo a su desembocadura.

Mi abuelo, Misael Morales, fue muchas veces -aunque ustedes no lo crean- uno de los tantos damnificados del Río del Oro (ya ni siquiera Las Ceibas poseen tales crecientes). Cuando el Río del Oro, llamado así porque muchas eran las personas que buscaban oro en sus cuencas, se crecía, desbordaba su cauce, buscaba muchachas hermosas -en sus adentros estaba el Mohán- todos los pobladores de sus riberas, ahora habitantes de Quebraditas, Pozo Azul, Santa Isabel, Barrio Bogotá, entre otros, tenían que abandonar sus pequeñas habitaciones, sus casas y buscar terrenos secos y sólidos para comenzar una nueva vida.

Mi abuelo habitaba en lo que ahora es la carrera 13 con calle 1. Poseía una flota de burros -cinco en total- a la que los vecinos del lugar llamaron Flota Cagajón -tremendos celos debieron sentir los propietarios de Coomotor-. En esa pequeña escuadra de pollinos, el abuelo, en compañía de Alfredo (mi padre) y Rodolfo Morales Trujillo, mi tío, cargaban arena, piedras, cemento, los cuales eran vendidos a los maestros de la construcción, los mismos que levantaban, por aquella época, las puertas y ventanas de una ciudad que florecía.

El Río del Oro, mirado ahora con desprecio y sin ningún tipo de contrición, era motivo alegre para la realización de paseos, comitivas, almuerzos de río, enamoramientos. En sus charcos (Charco de la virgen, Charco azul, de las pelotas, de los carabineros, de la piedra, Charco de los cajones) fueron muchos los que se ahogaron, pero también muchos los que nacieron -allí debió hacerse el primer censo de la ciudad-, se divirtieron, nadaron, comieron, procrearon, crecieron y fenecieron.

Ahora Neiva no tiene agua, muere de sed, se retuerce de calor. La temperatura de la ciudad, a veces equiparable a los 45 °C de cualquier desierto (y esto a la sombra) nos agobia, nos flagela, nos bautiza con el apelativo de Celios (¿qué poeta puede escribir bajo el sol de las dos de la tarde? Ahora imagínenlo haciendo el amor).
De cinco ríos nos queda uno: el Magolo. De cinco, uno se muere paulatinamente. Los demás dan tristeza. Ceibas sin ceibos, Arenoso sin arena, Río del oro sin oro, La Toma cargada de excremento y concupiscencias humanas.

Cabelleras de viento, bocas de viento, pechos de viento. Ni una sola gota de agua, ningún río, escasa corriente para navegar desnudos montados en la belleza del paisaje, en las doncellas del agua que alguna vez nos sedujeron.

sábado, 13 de agosto de 2011

SOBRE LA CIUDAD DE LAS PIEDRAS QUE CANTAN



LA CIUDAD DE LAS PIEDRAS QUE CANTAN
PEDRO ARTURO ESTRADA.

La poesía de Winston Morales Chavarro recobra el aliento de nuestros orígenes en cantos, más que poemas a la manera tradicional, plenos de armoniosa solidez, enigma y memoria ancestral. Poesía inscrita en la milenaria visión mítica sagrada de los grandes pueblos que precedieron nuestra historia.
En esta escritura se exalta y se revela sin embargo, la permanencia del espíritu humano, la naturaleza y “sobrenaturaleza” de su ser cósmico siempre vigente más acá de los avatares del tiempo y su devenir histórico. Poesía que rebasa el canon intimista y acoge de nuevo la voz profunda de una humanidad que aún no ha olvidado su ascendiente celeste y desentraña en las piedras, los muros, la selva, el polvo de los siglos, la olvidada melopea solar de sus dioses.

domingo, 12 de junio de 2011

A manera de exordio: El misterio de la existencia o la estética de incertidumbre

A manera de exordio:
El misterio de la existencia
o la estética de incertidumbre

Emilio Ballesteros Almazán



Todo ES por el recuerdo, todo se debe, se restablece, se configura en la masa esotérica de un numen sideral —nos dice en una de sus reflexiones el protagonista de la novela. Y como si esa declaración de principios revertiera sobre el propio artificio del relato, la subjetividad va a marcar el desarrollo de los hechos. Con el contrapunto objetivo de las cartas encontradas en la maleta de la muchacha muerta y un par de anotaciones al margen de la narración en primera persona del protagonista (la nota de prensa de la agencia S en Bogotá y el pasaje en que se constata la experiencia del agente F. Muñoz en Villa M y su recuerdo de un servicio en Algeciras en el que el azar lo libró de la muerte que esperaba a sus compañeros a manos de la guerrilla), toda la novela se sustenta sobre los recuerdos y las reflexiones del protagonista. Lo que viene a redundar en las propias ideas de éste, que no valora tanto los hechos objetivos, discutibles en su "realidad", cuanto las propias interiorizaciones de los mismos.

La vida como juego de espejos (los mismos por los que desaparece el piquero de patas azules o en los que el protagonista no se refleja, como si de un vampiro o un espectro se tratase). Universos paralelos que se cruzan, dimensiones extrañas en las que el espacio—tiempo se curva y el niño X, asesinado por el propio narrador sin que el hecho ocasione el más mínimo eco en su entorno, se confunde con su sucesor x (niño también y parecido al anterior) como "amadrinado" y amante de la vieja profesora de matemáticas o con el propio amante de la esposa del protagonista al que éste consiente en secreto sus relaciones… La realidad confundiéndose y cruzándose, cambiando siempre como los cuantos de energía y supeditada al enfoque del sujeto que observa. Tal como diría la moderna física cuántica, es el principio de incertidumbre el que rige todo y nada puede ser analizado al margen del que observa que, necesariamente, influye en lo observado. Y no olvidemos que, al fin y al cabo, tal y como Frijot Capra explica en su libro "El tao de la física", la ciencia occidental está empezando a descubrir (por una vía diferente) cosas que en Oriente las distintas místicas ya sabían hace mucho tiempo: el tao, el zen o el sufismo (la mística que más ha influido en el pensamiento occidental, como demuestran autores como Asín Palacios, Robert Graves o Idries Shah, aunque occidente, prisionero de sus prejuicios racionalistas y prepotentes, haya desvirtuado muchos de sus conocimientos aprendidos)

Realidad al límite, que pone en cuestión el propio sentido de la existencia y acude al valor supremo de la muerte como camino y transición, y también como culmen de la vida (el orgasmo cósmico en que se fusionan la oscuridad y la luz, en palabras del protagonista). Límite incluso en las relaciones sexuales, repletas de morbidez, que incluyen desde el adulterio consentido hasta la necrofilia y el sexo con el cadáver de 70 años de la que fue su amante en vida (y ésta tenía cuarenta años más que él). Experiencias anómalas en un mundo sin certidumbres en el que una chica joven y hermosa que yace en La Morgue guarda en su maleta discos (todos de Coldplay) y cartas a su padre escritas desde Irlanda en las que habla de William Butler Yeats o del abatimiento que le ha producido un atentado terrorista en Bogotá, apenas unos días antes de morir ella y que el narrador (y protagonista, no lo olvidemos) ve en ella a otra chica que murió a su vez víctima de otro atentado en Villa M. La realidad cotidiana, de nuevo, más incompresible, más irracional, más incierta que el extraño mundo de misteriosas "otras orillas", supramundos y universos paralelos en el misterio de la existencia.

Sinestesias que superan lo racional (Mi padre aseveraba que el hombre de antaño poseía una extraña fusión de sentidos cuyo propósito final se confinaba en un sentido suprasensorial que captaba el lenguaje cifrado de las cosas). Escatología en sus dos acepciones: la relacionada con la trascendencia y la que se refiere a lo repulsivo. Ambiente gótico, barroquismo en el que a veces brilla un pincelazo de Calderón (la muerte como sueño, el sueño como muerte y ambos como vida), o uno del existencialismo de Camus (el destello del revolver hace recordar en cierta ocasión El extranjero), pero es, en conjunto, una narración inquietante y compleja que se adentra en los terrenos tanto de la psicología profunda como de la física moderna (la relatividad, la física cuántica…) y que, como en la ciencia más actual, tiene su paradigma principal en la incertidumbre y su fuerza singular en el misterio.



Emilio Ballesteros Almazán

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