sábado, 1 de septiembre de 2007

Satanás




Winston Morales Chavarro

Siempre he abrigado una delectación especial hacia las obras “obscuras”,”cifradas”, de escritores de la edad media, el renacimiento, el romanticismo, la era victoriana o la modernidad. Esos pasajes “esotéricos”, vorágine por la psique humana, me parecen mucho más reveladores que los episodios de la literatura contemporánea, donde todo aparece resuelto y el esfuerzo mental, la capacidad telúrica, es mínima.
Mi impresión muy personal me empuja a preferir obras como el Retrato de Dorian Gray, de Oscar Wilde, sobre otras como El Príncipe Feliz, o El ruiseñor y la rosa, del mismo autor. Lo mismo puedo decir de Robert Louis Balfour Stevenson. Sin lugar a dudas, El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, supera con creces, desde esa cabeza obscura de la que nos hablara el poeta Antonin Artaud, textos como La Isla del Tesoro (no por la equívoca impresión de ser un libro para jóvenes) o su otra novela, La flecha negra. Pese a esto, Stevenson, en la Isla del Tesoro, algo que se repite en El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, logra establecer un principio de correspondencia entre el bien y el mal, la luz y las sombras, de la misma manera en que lo hace Cervantes con el Quijote; El Quijote representaría el espíritu, Sancho Panza, como su mismo apellido lo acredita, la materia. No obstante, se trazan equilibrios en la obra; Sancho, quien simboliza lo vulgar, lo terreno, padece un proceso de calcinación y de ablución, logrando al final del texto una luminosidad que asombra. El Dr. Jekyll y Mr. Hyde, sobre todo este último, incitan a una valoración de lo real, lo evidente, lo físico, lo humano. Las revelaciones oscuras del libro, su lenguaje cifrado, su infinidad de códigos y acertijos, igual a los pasajes referentes al infierno de La Divina Comedia o del Paraíso Perdido, están más ataviados de luz, de descubrimientos, que el mismo Génesis de la Biblia.
Lo mismo acontece en La Eneida, de Virgilio; El Asno de Oro, de Apuleyo; El matrimonio del cielo y el infierno, de William Blake; La serpiente verde, y Fausto, de Johann Wolfgang von Goethe, las cuales pertenecen a esas fábulas de lo obscuro y lo esotérico, trazadas y levantadas por escritores que tuvieron en su literatura un vínculo muy estrecho con las sociedades secretas (el caso de Milton, Dante y Goethe), o que simplemente encontraron más atractiva su lucha estética enfrentándose a sus propios demonios, fiebres, urticarias y pesadillas (Holderlin, Novalis, Baudelaire, Nietszche, Milosz).
Lo anterior, se extiende a escritores más contemporáneos como es el caso de Doyle y Yeats (lo paranormal) o los americanos Dávila Andrade, Ramos Sucre, Jaime Sáenz y Carlos Obregón (lo alquímico).
La película Satanás, basada en el libro homónimo de Mario Mendoza, refuerza en nosotros ese gusto por lo siniestro, lo oscuro, el otro o los otros, cohorte de fuerzas antagónicas que nos delinean, habitan y componen y sin las cuales no seríamos nada.
Eliseo, el hombre que se incrusta en la carne y en los huesos de hombres y mujeres de diversas geografías, logra libertarse del pensamiento racional de su Yo para instalarse en un pensamiento seminal, conectado con la naturaleza de su propia psique, con las fuerzas de su ser interior y no exterior; todos llegamos a creer, por culpa de la tradición religiosa, que el mal habita afuera, que se representa en lo externo y en lo simbólico, sin percatarnos de que el mal subyace adentro, forma un paralelo con su sustancia antagónica-análoga, entrando en correspondencias que determinan los equilibrios.
Pero Satanás, antípoda del bien, no sólo habita en Eliseo, sino que se iza y erige en Ernesto, el párroco, lo que confirma que el bien y el mal dejan de contradecirse para interactuar; Paola, aquella hermosa muchacha que utiliza sus encantos –todo ángel es terrible, diría Rilke- para robar a un puñado de hombres con el uso de la escopolamina; Irene, quien encarnaría, en el caso del cura Ernesto, la caída, el fruto prohibido, la serpiente del Edén, para luego instaurarse como la luz, el amor, la salvación, la fuga, el éxodo.
El mal no sólo habita en Eliseo. Puedo afirmar, con conocimiento de causa, que los extremos opuestos de la belleza, de la perfección, de la fealdad, del bien, de lo luminoso –es decir el mal y sus iguales- gravitan no sólo en los seres humanos (el taxista, los hampones, los violadores) sino en lo imaginario, en lo atmosférico, en lo geográfico, en lo simbólico, en lo comunicativo.
Eliseo, entonces, nos representa a todos, no a unos cuantos, como dirán algunos moralistas, sino a todos, hombres y mujeres, niños y ancianos, y lo anterior puede confirmarse no sólo a través del hermetismo (los principios herméticos), el taoismo, el budismo, el brahmanismo –incluso el catolicismo en sus orígenes- sino también en el anima y el animus, planteado por Jung; el inconsciente de Freud; el principio de incertidumbre, de Werner Karl Heisenberg, o la relatividad de Albert Einsten, llevados estos últimos al plano de lo espiritual y psicológico.
Con temor a equivocaciones, creo que Satanás, del colombiano Andi Baiz, es la mejor película que se ha hecho en el país. Y eso lo constata no solamente la dirección de Baiz, la producción de Rodrigo Guerrero Rojas (María llena eres de gracia) y del mexicano Matthias Ehrenberg (Rosario Tijeras), sino también la actuación magistral de Damián Alcázar (El Crimen del padre Amaro), Blas Jaramillo, Jhon Alex Toro, Teresa Gutiérrez, Vicky Hernández, Marcela Gardeazábal y Martina García (Perder es cuestión de método).
Una película que sorprende por sus diálogos, su filosofía, su literatura, su fotografía, su reparto. Una obra que desde comienzo a fin logra la seducción, algo muy esquivo en el cine nacional, la atracción, la sugestión, el arrepentimiento, el llanto, la catarsis. Una película que no da lugar a pausas, lapsus, respiros. Una pieza maestra que no permite la liberación, solamente hasta el final, el escape, la retirada.
Es muy probable que Satanás, aunque esto no debe preocupar a Colombia (Lars Von Trier ni siquiera fue nominado por Dogville), reciba la presea dorada en los Premios Oscar como mejor película extranjera. Sin embargo, a la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de Hollywood, le suele ocurrir lo que le sucede a quienes conceden el Premio Nobel de Literatura: son muchos los escritores que han quedado por fuera.
Con reconocimientos o sin ellos, Satanás es una obra que consolida el Cine nacional -el mismo que ha tomado tanta fuerza con películas como Al Final del Espectro o Bluff-, una cinta que confirma que el arte nacional está a la altura del mejor cine mexicano, chileno, argentino, brasilero o iraní.

El Matadero, de Esteban Echeverría


Winston Morales Chavarro


El matadero, del escritor argentino Esteban Echeverría (Buenos Aires 2 de septiembre de 1805), se constituye en una de las primeras novelas políticas publicadas en la América Hispánica.
Su valor literario no sólo está inmerso en las posiciones asumidas por el escritor en lo que respecta a lucha de clases o ideologías, sino también en la incorporación del romanticismo argentino y con él, las ideas concretas y claras de lo que hoy entendemos como americanismo –algo que también la convierte en un referente-, liberalismo político, la idea de nación, lo popular como sinónimo de resistencia contra lo hegemónico y la invención de un lenguaje que lucha contra las escuelas eurocéntricas.
La novela plantea desde un comienzo la pugna que subyace entre federales y unitarios, lo que obliga al escritor argentino, algo que también se perfila en otros narradores como José Mármol y Domingo Sarmiento, a crear un ambiente simbólico que revele la intención o aspiración, a través de la narrativa realista, hacia la formación de un estado unitario, equitativo, liberal, preocupado por el estado social de sus coetáneos y con altos matices pedagógicos. Esto sin lugar a dudas originado a partir de sus perspectivas políticas e ideológicas y sus múltiples experiencias en el extranjero: Echeverría frecuentaba las tertulias en donde el tema central era precisamente la estabilidad y el progreso de las instituciones democráticas en el nuevo mundo, algo que él no conocía en Argentina a raíz de la dictadura de Juan Manuel de Rosas (Rosas clausuró el Salón Literario del que hacían parte, entre otros, el mismo Echeverría y el maestro Marco Sastre) y contra la cual luchaba desde su dogma socialista.
Además de la idea de “Formación del Estado”, lo que el escritor argentino busca establecer desde su búsqueda literaria es la organización social y política, algo que se encuentra latente en la creación de su dogma socialista y en la Asociación de Mayo (partido político que pretendía la unidad para la nación y que poseía simpatizantes en las mismas filas de Rosas).
Su narrativa muestra de manera no sólo realista sino también descarnada el acontecer cotidiano entre unitarios y federales, estos últimos, adeptos del dictador Rosas y enemigos de una sociedad ecuánime y plural:
“En aquel tiempo los carniceros degolladores del matadero eran los apóstoles que propagaban a verga y puñal la federación rosina, y no es difícil imaginarse que federación saldría de sus cabezas y cuchillas. Llamaban ellos salvaje unitario, conforme a la jerga inventada por el Restaurador, patrón de la cofradía, a todo el que no era degollador, carnicero, ni salvaje, ni ladrón; a todo hombre decente y de corazón bien puesto, a toda patriota ilustrado, amigo de las luces y de la libertad; y por el suceso anterior puede verse a las claras que el foco de la federación estaba en el matadero...”
Lo anterior, denota una franca ironía –lo que podría establecerse como literatura realista – y una revelación simbólica que concatena a los federales (y con ellos al Restaurador) con el matadero, la inmundicia, el hedor, la sangre y la podredumbre. Es más, hay una conexión clerical, lo que no garantiza una perspectiva anticatólica, con los carniceros y los achuradores. Podría pensarse en este punto que existe una diáfana analogía entre el poder y la iglesia, el dogma conservador y los principios cristianos. La iglesia estaba con Rosas y al estar con Rosas negaba las dinámicas de una sociedad que acaba de romper sus lazos y grilletes. La sujeción entablada por los Federales puede asimilarse como el cólera de los animales rabiosos y la sangre del matadero con lo que sus espíritus ávidos persiguen: La sangre y la carne, el poder y la dictadura.
Sin embargo, serias preguntas lo asaltan a uno a lo largo del texto. ¿A quién se refería el escritor argentino al hablar del múltiple sacrificio de los novillos –justamente en cuaresma- cuando se supone la prohibición de la carne? ¿Otra analogía? ¿Quiénes son aquellos que forman parte del matadero (el carnicero, los mastines, los achuradores) y que además están bajo el servicio de las clases hegemónicas? ¿Por qué la muerte o automuerte de unitario? ¿La edad del personaje –25 años- tiene que ver con la posibilidad de una ideología nueva? ¿Por qué unitario se plantea y se dibuja con particular belleza? Estas preguntas tienen unas respuestas bien definidas, las cuales prefería no responder. Lo que si está bien claro es que unitario representa al héroe y los federales –con el restaurador (Rosas) a la cabeza-, la antitesis.
La novela, pues, se funda como una de las primeras novelas políticas y una estética de la contestación. La apelación de Echeverría a un estado autócrata -toda dictadura debe concebirse como un galimatías- lo convierte en un narrador revolucionario, no el de las armas ni los garrotes (lo que demostraría una decadencia como la de cualquier gobierno autocrático), que confronta lo déspota y lo tiránico y propone para la patria la unidad nacional a través de un principio socialista.