sábado, 28 de abril de 2012

KINICH AHAU


XVII



El volatinero del cosmos

Conocido desde la noche de los tiempos

Como Kinich Ahau

Ha elevado sus óvalos y piedras preciosas,

Sus curvaturas y novias del cielo

Hacia el círculo flotante de Cozumel.

Desde las alturas del mundo

Contempla la concupiscencia del hombre

Sus limitaciones en el horizonte de la eucaristía.

Desde esas alturas meridianas

Se ríe de los falsos evangelios,

De aquellos que predican una sola realidad.

El pasajero de la noche

Habitante de otras realidades

Contempla ante el asombro de algunos mortales

Las bienaventuranzas de las dunas de arena

La margen eclipsada de los hijos de las abejas.

¡Kinich Ahau!

Lo llaman desde la oscuridad de los años perdidos.

Los hombres levantan sus carnes, sus velos,

Banderas y escuadras

Acusando de remediar lo ya acaecido,

Lo ya transformado,

Lo ya vulnerado.

Sólo este hombre

Que lleva en sus manos

Las extrañas bujías de lo perenne

Se pasea por los rayos elásticos de Tulán,

Por los granos reveladores de los tiempos inesperados

Rejuveneciendo en la marcha de todo gran viaje,

Tirando su bodoque cetrino en las afueras del bosque.

¡Kinich Ahau!

Se arremolinan y apoltronan las voces de cientos de hombres

En la puerta occidental de la muerte.

¿De qué sirve clamar por el río que no vuelve a su fuente?

¿Para qué los arpeos y las guitarras

cuando la muerte lleva otra música?

Aquel que cabalga las nubes y las peonías

Ya ha silenciado su marcha

Y viaja en el tiempo y espacio de otro tiempo

En el marco y espejo de otra ventana;

Duerme bajo el sol místico de la tarde

Y su sueño desprovisto de los horrores

Cobija las últimas aberturas del cosmos,

Las últimas incrustaciones de lo absoluto.



 

 

domingo, 22 de abril de 2012

LOS MAYAS


XVI


Los Mayas

Venidos más allá del valle de Xpujil

En el mes de los minerales y los espejos,

Están heridos de muerte.

Los oficiantes de los templos de mármol

Descargan su espada vidriosa

Sobre el lomo quebrado del bosque

Y ellos,

Hijos del Quetzal, del Tejon y el Tiacuache

Presienten la caída inexorable del asteroide

Sobre el vientre metálico de la piedra.

Los Mayas han visto la luz desproporcionada de nuestros astros

Desmoronándose a tientas por el espejo.

¿Por qué llora la del pubis de plata?

¿Por qué ese precipitarse desnuda sobre la tierra?

El Lagarto, La Tortuga, El Jaguar y El Venado

Sólo conocen el mundo

Porque los Mayas existen.    

Ellos,

Igual a todos los imperios que habitan las mazorcas amarillas

las mazorcas blancas

Bautizaron y pusieron nombre a la selva,

Clonaron las cimas del éter

Viajaron descalzos por los cultivos de fuego.

Los Mayas,

Nacidos de las montañas,

Remotos como el árbol del cosmos

Antiguos como la escafandra del visitante

Seguirán su elegía con las deidades del agua,

Su conversación de diluvio con las extremidades del viento,

Su búsqueda silenciosa por los exagramas de Iqui-Balam,

Mientras el hombre

Persiste en su caminata de ciego

Por las aguas malignas de los osarios.









domingo, 25 de marzo de 2012

RETORICA



Curiosamente, pese a mi vínculo con las letras, descreo cada vez más de la palabra. El lenguaje, tanto escrito como hablado, se ha reducido a un plano mortal, luego de su origen divino; en un comienzo fue el verbo, reza la Biblia.


Hoy por hoy, en una ciudad letrada, en un mundo atiborrado de signos (iconografía, indicios e imagen), la palabra es mera imagen auditiva, retórica vacía, ataviada de humo, de aire; pero de ese aire que ni siquiera sirve para inflar llantas.


Entonces nos ufanamos de la palabra, del lenguaje des- articulado: no hay nada en el fondo, ni siquiera el compromiso tácito con lo que se dice. Nos empeñamos en arreglar el país desde el discurso -sin un compromiso real-, a cambiar la academia desde columnas de opinión, a mejorar nuestras relaciones sociales desde la perorata ociosa de la oratoria.
Nada más hueco que lo retórico; maderamen lleno de huesos, juego de sílabas, rayuela de vocales sombrías.




Antaño, nuestros abuelos empeñaban la palabra. La palabra era poesía viva; contenía el peso de lo sonoro; de un convenio reglamentado en lo humano; de un rol en lo social. Lo expresado era un acta de compromiso. Hoy, la palabra no sirve ni siquiera para canjear una bolsa de leche -tal vez como resultado del peso angustioso del consumismo y las simulaciones humanas-. Con ella (la palabra) no logramos nada que vaya más allá de un simple mecanismo de conversación -ni siquiera comunicación-. 


La decadencia de la palabra, originada a lo mejor por el discurso político (la gente la asocia con lo político), ha llevado a que necesitemos más de ella, pero al mismo tiempo descreamos más de ella. Es decir, la palabra se utiliza, a raíz de los medios -la radio, la televisión, los periódicos, las redes sociales-, pero sin leer, sin oír, sin ver, sin creer en ella.

El político promete esto, el académico nos habla de esto, el moralista de aquello, el sacerdote del supuesto incorrecto. Es tan fácil acudir a la palabra, al manejo elocuente del discurso. Existen loros que aprenden a hablar muy bien, pero eso no significa que exista una coherencia mental entre lo que se hace, se piensa y se dice -si acaso piensan-. Así sucede con millones de seres humanos.


Me viene a la cabeza el hombre que habla de liberación femenina y ultraja a su mujer (no solo desde lo simbólico). Rememoro al individuo que habla de lealtad y de espaldas a su amigo, o a su enemigo, en una plaza pública o ante un grupo de conocidos, le atesta su estocada. Me viene a la mente ese discursito de la equidad y de la igualdad, aquel discursito “mamerto” en contra del imperialismo, de las minorías, cuando ellos mismos -los del discurso- se mueven en carros de sesenta millones (contra lo que no tengo ninguna afrenta), son absolutamente excluyentes en sus prácticas cotidianas, usan tarjetas de crédito, tienen cuentas bancarias y van al Éxito a mercar. Pero cuando un extraño les pide que le compren una rifita, se niegan con rabia argumentando que tienen que pagar el semestre de sus hijos -quienes además estudian en universidades privadas- y cinco mil pesos pueden desequilibrar sus economías.


La retórica, señores. Es tan fácil ser retórico. Tan fácil arreglar al país desde los discursos, desde el escritorio, desde las conversaciones callejeras. Por eso prefiero a quienes trabajan en silencio (campesinos, panaderos, tenderos, prostitutas), aquellos que escriben y no cacarean como gallina ponedora. La palabra se ha reducido a simple verborrea, discurso barato, exceso de labia.
    







sábado, 17 de marzo de 2012

EL OTRO, EL MISMO





Uno de los grandes problemas de la especie humana, decía el filósofo francés Emmanuel Levinas, es la reducción del Otro, al mismo. Es decir, palabras más, palabras menos, la necesidad monstruosa de que el otro, llámese padre, vecino, hermano, esposa o amante sean yo; piensen, actúen, vistan, hablen, jueguen y coman como yo; amen como yo; procreen como yo.


El hormigueo humano, en el transcurso de su historia, ha reducido el otro al mismo. Desde la política, la religión, la escuela (nada más nefasto que la educación), el matrimonio (una invención cultural), suprimimos, negamos, anulamos al otro. Y prueba de ello es la función que ejercemos sobre nuestros descendientes. La madre, con inusitado afán, le dice al hijo: «tienes que comer y ponerte esto; estudiar esto; asumir esta religión; esta lengua; esta o aquella manera de pensar y de expresarte». 


Con las religiones sucede lo mismo. Todos andan en busca de salvación, sólo de la suya, haciéndole daño a los otros, negando la naturaleza de sus congéneres. Por eso la Iglesia, llámese católica o protestante (para citar solamente dos), rechaza a todos aquellos que practiquen otros cultos (musulmanes, ascetas, sufíes, místicos, zahoríes, budistas). Ahora imaginemos lo que hacen con prostitutas, homosexuales, delincuentes. Cada iglesia tiene su Dios, para colmo de males el verdadero, o sea que los otros andan por los territorios del “mal”, equivocados, perdidos, sumidos en el atraso.


Existe el profesor que desea y aspira, con todas las fuerzas de su frustración y resentimiento, que su alumno o discípulo sea su igual, su espejo. Entonces se empecina en que repita su discurso, hable como él, lea sus mismas cosas, objete lo que él objeta. Desde la academia se ejerce otro tipo de poder, quizás el mismo que el citado maestro crítica de las clases hegemónicas. La academia es otro tipo de hegemonía.


En el hormigueo humano el tercero excluido no tiene cabida. El otro debe ser el mismo. Debemos ser esto o aquello, hombre o mujer, de izquierda o de derecha. En este sentido, los de derecha creen que eres de izquierda y los de izquierda de derecha.
Una de las cosas más nefastas en la negación de lo otro, fue lo que los conquistadores españoles hicieron con nuestros aborígenes. Para Cortés y demás colonizadores, el «Otro» indígena era bárbaro, endemoniado, salvaje, por el sólo hecho de no hablar español, no creer en la virgen María, apelar a unos ritos extraños y a un pensamiento seminal que para los españoles resultaba primitivo.


Han pasado más de quinientos años y la historia, por su esencia circular, se repite. Negamos a diario. La esposa quiere que el marido sea su idea de marido, la madre que su hijo sea su idea de hijo, la novia que su novio sea ese que le han construido desde pequeña, acaso su Ken, el muñequito que hacía de novio cuando jugaba con su Barbie.

El profesor sueña con un alumno ideal, los científicos sociales, los mismos que basan su discurso en la especulación, pretenden construir a los jóvenes, crear y construir identidad - tamaña bobería-, desde la intelectualidad, el poder. El poeta cree que el camino correcto es el de la poesía, el comunista que el camino seguro es el suyo, el paramilitar que no hay una cosa más equivocada que el guerrillero.


Deberíamos, para rematar este escrito, aprender a jugar a dios y al diablo. Los dos se reconocen, se necesitan, se complementan; ellos saben que sólo la presencia de lo otro hace que el Yo exista. El Yo no es, si el otro no existe.























            Emmanuel Lévinas