domingo, 25 de marzo de 2012

RETORICA



Curiosamente, pese a mi vínculo con las letras, descreo cada vez más de la palabra. El lenguaje, tanto escrito como hablado, se ha reducido a un plano mortal, luego de su origen divino; en un comienzo fue el verbo, reza la Biblia.


Hoy por hoy, en una ciudad letrada, en un mundo atiborrado de signos (iconografía, indicios e imagen), la palabra es mera imagen auditiva, retórica vacía, ataviada de humo, de aire; pero de ese aire que ni siquiera sirve para inflar llantas.


Entonces nos ufanamos de la palabra, del lenguaje des- articulado: no hay nada en el fondo, ni siquiera el compromiso tácito con lo que se dice. Nos empeñamos en arreglar el país desde el discurso -sin un compromiso real-, a cambiar la academia desde columnas de opinión, a mejorar nuestras relaciones sociales desde la perorata ociosa de la oratoria.
Nada más hueco que lo retórico; maderamen lleno de huesos, juego de sílabas, rayuela de vocales sombrías.




Antaño, nuestros abuelos empeñaban la palabra. La palabra era poesía viva; contenía el peso de lo sonoro; de un convenio reglamentado en lo humano; de un rol en lo social. Lo expresado era un acta de compromiso. Hoy, la palabra no sirve ni siquiera para canjear una bolsa de leche -tal vez como resultado del peso angustioso del consumismo y las simulaciones humanas-. Con ella (la palabra) no logramos nada que vaya más allá de un simple mecanismo de conversación -ni siquiera comunicación-. 


La decadencia de la palabra, originada a lo mejor por el discurso político (la gente la asocia con lo político), ha llevado a que necesitemos más de ella, pero al mismo tiempo descreamos más de ella. Es decir, la palabra se utiliza, a raíz de los medios -la radio, la televisión, los periódicos, las redes sociales-, pero sin leer, sin oír, sin ver, sin creer en ella.

El político promete esto, el académico nos habla de esto, el moralista de aquello, el sacerdote del supuesto incorrecto. Es tan fácil acudir a la palabra, al manejo elocuente del discurso. Existen loros que aprenden a hablar muy bien, pero eso no significa que exista una coherencia mental entre lo que se hace, se piensa y se dice -si acaso piensan-. Así sucede con millones de seres humanos.


Me viene a la cabeza el hombre que habla de liberación femenina y ultraja a su mujer (no solo desde lo simbólico). Rememoro al individuo que habla de lealtad y de espaldas a su amigo, o a su enemigo, en una plaza pública o ante un grupo de conocidos, le atesta su estocada. Me viene a la mente ese discursito de la equidad y de la igualdad, aquel discursito “mamerto” en contra del imperialismo, de las minorías, cuando ellos mismos -los del discurso- se mueven en carros de sesenta millones (contra lo que no tengo ninguna afrenta), son absolutamente excluyentes en sus prácticas cotidianas, usan tarjetas de crédito, tienen cuentas bancarias y van al Éxito a mercar. Pero cuando un extraño les pide que le compren una rifita, se niegan con rabia argumentando que tienen que pagar el semestre de sus hijos -quienes además estudian en universidades privadas- y cinco mil pesos pueden desequilibrar sus economías.


La retórica, señores. Es tan fácil ser retórico. Tan fácil arreglar al país desde los discursos, desde el escritorio, desde las conversaciones callejeras. Por eso prefiero a quienes trabajan en silencio (campesinos, panaderos, tenderos, prostitutas), aquellos que escriben y no cacarean como gallina ponedora. La palabra se ha reducido a simple verborrea, discurso barato, exceso de labia.
    







sábado, 17 de marzo de 2012

EL OTRO, EL MISMO





Uno de los grandes problemas de la especie humana, decía el filósofo francés Emmanuel Levinas, es la reducción del Otro, al mismo. Es decir, palabras más, palabras menos, la necesidad monstruosa de que el otro, llámese padre, vecino, hermano, esposa o amante sean yo; piensen, actúen, vistan, hablen, jueguen y coman como yo; amen como yo; procreen como yo.


El hormigueo humano, en el transcurso de su historia, ha reducido el otro al mismo. Desde la política, la religión, la escuela (nada más nefasto que la educación), el matrimonio (una invención cultural), suprimimos, negamos, anulamos al otro. Y prueba de ello es la función que ejercemos sobre nuestros descendientes. La madre, con inusitado afán, le dice al hijo: «tienes que comer y ponerte esto; estudiar esto; asumir esta religión; esta lengua; esta o aquella manera de pensar y de expresarte». 


Con las religiones sucede lo mismo. Todos andan en busca de salvación, sólo de la suya, haciéndole daño a los otros, negando la naturaleza de sus congéneres. Por eso la Iglesia, llámese católica o protestante (para citar solamente dos), rechaza a todos aquellos que practiquen otros cultos (musulmanes, ascetas, sufíes, místicos, zahoríes, budistas). Ahora imaginemos lo que hacen con prostitutas, homosexuales, delincuentes. Cada iglesia tiene su Dios, para colmo de males el verdadero, o sea que los otros andan por los territorios del “mal”, equivocados, perdidos, sumidos en el atraso.


Existe el profesor que desea y aspira, con todas las fuerzas de su frustración y resentimiento, que su alumno o discípulo sea su igual, su espejo. Entonces se empecina en que repita su discurso, hable como él, lea sus mismas cosas, objete lo que él objeta. Desde la academia se ejerce otro tipo de poder, quizás el mismo que el citado maestro crítica de las clases hegemónicas. La academia es otro tipo de hegemonía.


En el hormigueo humano el tercero excluido no tiene cabida. El otro debe ser el mismo. Debemos ser esto o aquello, hombre o mujer, de izquierda o de derecha. En este sentido, los de derecha creen que eres de izquierda y los de izquierda de derecha.
Una de las cosas más nefastas en la negación de lo otro, fue lo que los conquistadores españoles hicieron con nuestros aborígenes. Para Cortés y demás colonizadores, el «Otro» indígena era bárbaro, endemoniado, salvaje, por el sólo hecho de no hablar español, no creer en la virgen María, apelar a unos ritos extraños y a un pensamiento seminal que para los españoles resultaba primitivo.


Han pasado más de quinientos años y la historia, por su esencia circular, se repite. Negamos a diario. La esposa quiere que el marido sea su idea de marido, la madre que su hijo sea su idea de hijo, la novia que su novio sea ese que le han construido desde pequeña, acaso su Ken, el muñequito que hacía de novio cuando jugaba con su Barbie.

El profesor sueña con un alumno ideal, los científicos sociales, los mismos que basan su discurso en la especulación, pretenden construir a los jóvenes, crear y construir identidad - tamaña bobería-, desde la intelectualidad, el poder. El poeta cree que el camino correcto es el de la poesía, el comunista que el camino seguro es el suyo, el paramilitar que no hay una cosa más equivocada que el guerrillero.


Deberíamos, para rematar este escrito, aprender a jugar a dios y al diablo. Los dos se reconocen, se necesitan, se complementan; ellos saben que sólo la presencia de lo otro hace que el Yo exista. El Yo no es, si el otro no existe.























            Emmanuel Lévinas

jueves, 15 de marzo de 2012

KOHUNLICH


XV


En el umbral de los años apocalípticos

El flujo de Kohunlich

Destilará su embrión de búho milenario

Para redimir de la luz

Y ahondar en el ser

La daga de las nuevas memorias.

El hombre se levantará de los escombros

Como ave Fénix del sueño;

Restableciendo el lenguaje de las esferas,

Socavando como un túnel

El límite a la vida,

A la contemplación absoluta.

La parte oscura del Lago Petén

Flotará como un pez

Sobre las nuevas corrientes del río;

Y el hombre entenderá

Que el mundo consta de otras realidades,

De anchos campos de anonas,

De espigas de caña brava,

Y que será capaz de implicarse con las estrellas



Sin olvidar su esencia de cíclope celeste.       

La continuidad del fin;

La unidad de la balanza,

El hilo exacto de las cosas

Serán momentos de revelación

De sosiego infinito

En donde Ah Kin Xooc se hará evidente

Y llegará con su lluvia y su viento

A cubrir de equilibrio los bosques.





















domingo, 11 de marzo de 2012

HUN HUNAHPÚ



XIV




“No soy el que han conocido en la carne”

-Dijo Hun Hunahpú a los señores del Xibalbá-.

Según ciertas conjeturas

Las cenizas son hijas de las sombras

Y el fuego hijo de la luz.

¿De qué elementos consta la carne

que ya no es carne?

¿De qué partículas el espíritu

que subsiste a las masas?

Otros mundos existentes después de estos mundos

Se ciernen sobre los montes de Chiapas

Y la mujer que se vierte en los sueños

Como una estela de bosques,

De arboladuras y cánticos subterráneos

Reaparece tatuada en la memoria del bosque.  

Aquel que se suspendía ligero sobre las aguas

-Brújula de prestidigitadores y agoreros,

De jaguares y Cocodrilos-

Es el pasajero del cosmos,

El hombre que irrumpió

En la oscuridad de la noche

Como un fragmento de las esferas

Como un soplo divino de las estatuas.

¿Qué es lo que conforma al viento

Y sin embargo lo hace invisible?

¿De qué partículas las llamas

que flamean en los salones?

Hun Hunahpú:

El punto donde convergen los otros mundos

Miles de flechas blanquean su arco,

Cientos de espadas sujetan su carne.

¿De qué elementos, de qué partículas

de qué sustancias?

¿De qué llovizna se compone su lluvia,

de qué líquido su líquido,

de qué bálsamo su bálsamo?

El hombre no es más que lo que busca:

No hay un dios que lo haga más grande

Ni ningún pecado que logre afligirlo

Más allá de su propia aflicción.

¿De qué elementos consta la carne que ya no es carne?

¿De qué mundos los otros mundos?