sábado, 17 de diciembre de 2011

LA FEALDAD DE LA BELLEZA


Rimbaud, el niño terrible de Francia, hace más de doscientos años advirtió: “senté a la belleza en mis rodillas y la encontré amarga”.


La belleza es por antonomasia amarga, agregaría yo. Después de saborear sus ambrosías, luego de beber de un sorbo sus sustancias, sus néctares, sus licores, la belleza se torna como esos jarabes que nos daban en la infancia; acaso el catártico repugnante, nauseabundo con el que se amenazaban de un tajo a las lombrices y a otro tipo de parásitos.


La belleza, diría Dostoievski, “no es sólo una cosa terrible, sino también misteriosa. Aquí el Diablo lucha con Dios, y el campo de batalla es el corazón de los hombres”.


Nada más terrible que lo bello, nada más siniestro, más perverso que aquel (o aquella) que conoce su belleza y se ufana y jacta de ella. La belleza perfecta (o nuestra noción de ella) es la de un cadáver; sólo es absolutamente agraciado, perfecta y tristemente bello, quien no razona, desconoce su belleza, sus atributos físicos y espirituales. 


Por eso, Narciso fue bello hasta el momento precedente al acto de mirar su rostro en las aguas. Una vez supo lo que poseía, se volvió amargo, razonó la belleza, la elevó al rango de categoría. Entonces, dejó de ser una belleza fresca, natural; se volvió objeto, producto, mercancía. La belleza no es tan bonita como la pintan. Casi siempre va de la mano de la vanidad y la sedición.


Pocas veces he conocido a un feo vanidoso (No creo que además de feo, ignorante). No obstante, conozco el caso de muchos feos –y de eso doy constancia mas no fe- que hacen menos fea su belleza con una buena conversación, un perfecto sentido del humor, un gusto desmedido por cosas más trascendentales. 


Muchas veces, la belleza no necesita de nada más: es bella y con eso le basta. Después se arroja sobre los laureles. Pese a esto, existen incontables excepciones. Sé de muchos ángeles –a pesar de lo que dijera el poeta Rilke: “Todo ángel es terrible”- que se revisten de un excelente sentido del humor (para mí no hay un atributo mejor en una mujer que el buen sentido del humor), son mejores conversadoras, inmejorables amantes, grandes bailarinas, gozan de una agudeza sin par que desbaratan-desbaratarían a cualquier “macho”, y, para colmo de males, son suspicaces, veloces, dignas hijas de Palas Atenea, la de los ojos de lechuza. Entonces la belleza se vuelve peligrosa –además de bonita, inteligente, diría un amigo que ostenta el epíteto de misógino-.


Nada peor para la suerte de un hombre que una mujer inteligente (esto sobrepasa cualquier belleza). Y es muy fácil –gracias a la catarsis femenina- que sean muchas las que estén por encima de los hombres. Nada más fácil para una mujer moderna que estar por encima de 87 kilos de músculo y ausencia cerebral. El hombre se ocupa de muchas cosas banales –una de ellas, perseguir mujeres agraciadas a la usanza del modelo occidental-.

La inteligencia, ese otro tipo de belleza, escasea, no es tan frecuente. Y si bien es cierto que la inteligencia, en sociedades machistas como las nuestras, resulta tan peligrosa como la desnudez de una doncella, prefiero ese tipo de belleza, esa belleza centrada en la palabra, en la crítica, en la reflexión. Nada mejor que una mujer que lo haga reír a uno, nada mejor que aquella que sorprenda con suspicacia y elocuencia –no sólo bibliográfica sino también musical, vivencial, humana, amorosa-. Esas son las mujeres dignas para un buen viaje –ojalá el de la vida-, las mujeres que no estarán detrás de todo gran hombre sino delante de él o, por lo menos, a su lado.

sábado, 10 de diciembre de 2011

PENSAMIENTO SEMINAL VS. PENSAMIENTO RACIONAL

Winston Morales Chavarro


No hay nada más estúpido que los extremos. El pensamiento seminal, aquel que identificaba a nuestros abuelos, a nuestros antepasados aborígenes, unifica el mundo, las situaciones, los contextos históricos, erradica los antagonismos, la dualidad: el Tao para los chinos.

El hombre moderno, en cambio, además de rodearse de una serie de creencias artificiales y ataviarse de tradiciones inventadas, apela a los extremos, a las polaridades, a los antagonismos. De allí que exista un dios único y verdadero: Belcebú para los satánicos, Jehová para los cristianos, Alá para los musulmanes: «No hay dios más que Alá y Mahoma es su profeta», dicen los árabes. Los otros dioses, los indígenas, los del antiguo Egipto, los chinos, los celtas, han sido paulatinamente anulados, relegados, sacrificados.

Desde la noche de los tiempos ha existido el expansionismo, el deseo de globalizar al otro. Eso no es reciente, no nació con Margaret Thatcher, con George Bush, padre, (no sé quién de los dos es más estúpido).

El hombre de las cavernas, los griegos, los persas, los romanos, los rusos, los alemanes, han aspirado a anular al otro, a imponer su lengua, su religión, sus costumbres, su dios. Lo hicieron los españoles con los indígenas, los moros con los reinos cristianos, los sajones con los britanos. Es algo inherente al ser humano, al hombre como sujeto, como individuo que aspira al poder -todos aspiramos al poder, sea desde el hogar, la calle, la academia, la política, el género, la sexualidad-.

Muchos creen que nuestros indígenas fueron perfectos, altruistas, que no sacrificaban, que tenían a la mujer en el centro y no en la periferia, que no cultivaban las castas, los abolengos, que no poseían esclavos. Qué yerro: los mexicas (aztecas), se llamaron a sí mismo Pueblo Elegido por provenir de Aztlán, un lugar mítico situado posiblemente al norte de lo que hoy en día es México. Fueron expansionistas, invadían pueblos, saqueaban, sacrificaban e imponían sus costumbres.

Lo propio hicieron los incas, los mayas, lo suyo los tlaxcaltecas, quienes aliándose a los ibéricos destruyeron el imperio de los mexicas; nuestros indígenas demostraron su gran capacidad de adaptación y realizaron un auténtico sincretismo entre sus creencias y las de los españoles. Cristo, la Virgen María y los santos pasaron a regir las actividades que antes favorecían Quetzalcóatl, Xipe Tótec y los demás dioses. No obstante, sean mexicas, zapotecas, chichimecas, incas, taironas, caribes, chibchas, no estaban exentos de enfermedades y de vicios, pensar lo contrario es legitimar un pensamiento racional, occidental, en palabras de Stern, un pensar causal, de inteligencia y mundos visibles.


Sin embargo, uno de los atributos de nuestros indígenas es ese pensar seminal, el de la visión global del mundo, un pensar afectivo, que buscaba la trascendencia.

El hombre real, el americano de hoy, oscila entre el pensamiento seminal y el racional, el de la trascendencia y el de la causa y efecto, el de la realidad total y el de la realidad fragmentada, reducida.

sábado, 3 de diciembre de 2011

EL FIN DEL MUNDO

El fin del mundo

WINSTON MORALES CHAVARRO






No sé si quien esto escribe feneció bajo las llamas aquel no lejano 7 de septiembre (cuando nació un ángel terrible), o si, por el contrario, es la voz y la escritura de un fantasma,- el lenguaje tácito de la muerte, la imagen de un hombre que no termina de diluirse en la memoria del espejo.
No saberse uno vivo, creer, en nuestro ego y arrogancia, que estamos respirando, que todo cuanto nos rodea es tangible a nuestras manos, que los besos, las caricias, los abrazos son tan reales como esa misma certidumbre de la resurrección y el abandono.

¿Y si el fin del mundo es un hecho? ¿Si ese 666 del que tanto nos hablan algunos hombres es posible, y entonces todo lo que creemos como vida y permanencia no es otra cosa que nostalgia, apego, obstinación a la partida? ¿Y si hace mucho tiempo estamos muertos? ¿Si lo que concebimos como cuerpo y alma no es otra cosa que resonancia, susurros del tiempo y el espacio, reflejos de lo que alguna vez fuimos o de lo que pudimos llegar a ser?

Dicen que de cada cinco estrellas que contemplamos en el cosmos una es un sistema solar como el nuestro. Dicen también, que muchas de esas estrellas hace mucho dejaron de existir y lo que observamos de ellas no es sino el reflejo de una luz que no termina de llegarnos. ¿Qué tal que seamos sólo eso, reflejos, meros reflejos, el brillo de otro espejo, el eco de una voz y una memoria cósmica que reverdece en la cabeza de algún dios?

En nosotros se cumple el principio de Heráclito (nadie se baña en el mismo río dos veces). De igual manera, el bañante nunca será el mismo. La mujer que beso, sus labios de ayer, no serán los mismos de hoy. Sus manos, su sexo, su cintura, su cabello serán siempre nuevos para mí, que de igual modo seré otro hoy, distinto al de mañana.

Entonces la virginidad será siempre posible. La mujer que se entrega con calor a mi boca, así haya sido amada por cien hombres, será limpia y transparente en el hoy, pues el río de Heráclito le da la potestad de ser nueva y renovarse con la llegada de la noche. ¿Cuántas de nuestras células mueren hoy y cuántas se regeneran o renacen mañana? Por eso un beso nunca será el mismo -una virtud del amor-, un abrazo nunca será el mismo, las explosiones e implosiones del amor tienen la facultad del ahora, del presente, del aquí. Allí está la eternidad, lo perfecto, lo inconmensurable. El ser humano es inmortal, renovación, calcinación, putrefacción, fuego vivo.

El fin del mundo es todos los días. Todo lo que sube necesariamente tiene que bajar, todo lo que llega pasa, todo muere, todo se transforma.
Al margen de escrituras apocalípticas, de noticias catastróficas, de episodios bíblicos el ser humano se mueve entre el Eros y el Tánatos. La vida no es posible sin la muerte y viceversa. Esa complementariedad es innegable y de hecho necesaria. Por eso, creo que el fin del mundo está en el hombre, en sus venas, en su arteria henchida de sangre. La muerte está en nosotros desde que nacemos, la llevamos en nuestras manos, como una grafía, como una cicatriz. Desde que nacemos llevamos la muerte sobre nuestros hombros, es y será el último traje, el último trago, nuestra última bebida. La muerte es el fin, pero también el principio

lunes, 28 de noviembre de 2011

EL EFECTO MARIPOSA

El efecto mariposa



Dicen los más entendidos en asuntos de misticismo que el aleteo de una mariposa en Sacramento, Estados Unidos, puede provocar un tsunami en el Japón. Este principio, llamado comúnmente Ley de Causa y Efecto, tratado generosamente por la filosofía hermética a comienzos de la historia egipcia, pierde un poco de solidez ante la teoría de incertidumbre o principio de indeterminación, planteada en 1927 por el físico alemán y premio Nobel a los 31 años de edad, Werner Heisenberg.

El principio de incertidumbre, entre otras cosas, sostiene: «...es imposible medir simultáneamente de forma precisa la posición y el momento lineal de una partícula, por ejemplo, un electrón. El principio, también conocido como principio de indeterminación, afirma igualmente que si se determina con mayor precisión una de las cantidades se perderá precisión en la medida de la otra, y que el producto de ambas incertidumbres nunca puede ser menor que la constante de Planck, llamada así en honor del físico alemán Max Planck...»

Pese al principio de incertidumbre -y dando fe a la Ley de Causa y Efecto, trazada por Hermes Trismegisto-, podemos afirmar que todo lo que está aconteciendo en el globo terráqueo: los tsunami, los Wilma, los Katrina, el fenómeno del niño, los terremotos en Pakistán, en México, el que tarde o temprano (si el tiempo circular de los mayas es inexorable: los sucesos tienden a repetirse) ocurrirá en Neiva; las sequías, las inundaciones, el fenómeno de invernadero, etc., etc., etc., son el efecto de causas bien conocidas: La contaminación ambiental, las pruebas nucleares, el exterminio de algunas especies, el holocausto judío, la guerra en Irak, el jugar a los dados con el universo -para la física cuántica todo está vivamente interconectado- .

El hombre juega a ser Dios y en ese juego, donde trata a la naturaleza como objeto y no como sujeto, negándole su función de madre pensante, reflexiva, extirpa de ella (como si fuera un aborto) las bondades del petróleo, explota los recursos desmedidamente, le quita la tierra, la de ellos, a los indígenas del Cauca, destruye la capa de ozono, hace prácticas submarinas, causantes, tal vez, de los 22 huracanes que van registrados en la temporada última.

La Tierra, el planeta Tierra, como organismo vivo y pensante, en medio de sus intentos de equilibrio y ordenamiento, tal como lo hace el cuerpo humano cuando padece insuficiencias cardiacas o sufre desequilibrios en el sistema nervioso, trata de acomodarse, de autorregularse, de allí los temblores, los terremotos, los maremotos, el calentamiento global; ya ni siquiera en Cartagena es posible determinar el clima por simple observación.





Lo más apremiante, hablando de nuestra Colombia, es preguntarnos si las ciudades del país están preparadas para un terremoto, para inundaciones futuras, para incendios, para escasez -como en la Península de Yucatán- de agua, de suministro eléctrico.

Nuestra ventaja -y también desventaja- es estar cerca y lejos del mar. Sin embargo, cuando se rompe el cielo, cuando llueve con la furia de Poseidón y Eolo juntos, como ha ocurrido en los últimos días, Colombia se inunda, parece un río, se vuelve navegable. ¿Está Colombia preparada para El Efecto Mariposa, para el aleteo de un cucarrón?