sábado, 22 de diciembre de 2007

Oceánica

Winston Morales Chavarro


¿Qué es lo que tiene el océano por dentro que lo hace menos denso en el adentro y más volátil en el afuera? Sobre su piel, es decir, la arena, el océano lleva incrustado el Temps de todas las edades.

Sobre sus poros de aceite, agua, azúcar y sal, el mar transporta una historia que sólo es legible por los moluscos y los crustáceos, seres que por su naturaleza calcárea (en el caso de los moluscos) están formados y estructurados por la naturaleza azucarada de las costas.

Su exoesqueleto (en el caso de los crustáceos) ha sido alimentado por ciertas proteínas que sólo proporciona el mar. De allí que estos hermanos mayores (o menores, según sea el caso), conozcan a plenitud el lenguaje y la cronología de su propia especie, esencias a las que pertenecemos (y nos debemos), pero que por culpa de la ceguera negra hemos olvidado (o relegado) a espacios secundarios y remotos.

El mar es nuestro principio, también nuestro fin. Es el espejo del universo, el reflejo cóncavo del cielo cuando éste está a punto de llover.

En el océano podemos descubrir nuestros orígenes y también nuestros cataclismos (los pretéritos y los futuros), aquellos que algún día nos cubrieron y estos, los nuevos, los que nos cubrirán, cuando el océano ascienda por encima de sus propias superficies.

El agua, en exceso azucarada, dulce, es su elemento primario. El exceso de azúcar da una apariencia contraria. Pero el mar sostiene su equilibrio, un equilibrio apenas perceptible por los hombres.

El océano es poco denso en sus adentros; es liviano, dúctil, maleable. En sus afueras es volátil, dinámico, cambiante, se metamorfosea con los días. Sus agujeros blancos -azules a veces-, permiten el ascenso o el descenso.

A través de dichos agujeros, cuando la arena está a mitad de temperatura, entran y escapan las especies, las apenas descubiertas, las que conviven con la tierra desde la noche de los tiempos, antes de que el hombre americano abriera los ojos al sol de los 40 mil años de inocencia.

Por allí también escapan algunos seres racionales, digamos los vertebrados, quienes entrando en un proceso de hibernación (lo que algunos consideran muerte), se sumergen al fondo de los acantilados hasta alcanzar el azul profundo de lo que perece, pero que en esencia se fortalece y resucita. Nada en el mar perece, nada se precipita involuntariamente hacia el abismo.
Sólo quienes comprenden sus cartografías (los crustáceos, los moluscos y algunos vertebrados, entre ellos el hombre) saben que el océano es poco denso por dentro. Se dejan llevar, se dejan llevar, cuando la música aquieta los sonidos.

jueves, 6 de diciembre de 2007

Suprahumano

Winston Morales Chavarro

Poner dirección es un acto occidental. El saber fundamental, trascendental, está desprovisto de lógica, de teoría.

La dirección en la luz no existe. El entendimiento no goza de entendimiento. Sucede.

Poner dirección aquieta la búsqueda. La búsqueda llega a su fin, se fragmenta, se quiebra cuando la dirección aparece.

El resplandor nunca llega de manera directa. Se da, acontece a través de un reflejo, un cristal, un espejo.

Por eso la luz se mira de lado, nunca de frente. Mirar de frente es poner dirección, razonar, redundar en palabras.

La búsqueda transcurre de prisa, a oscuras, en completas “tinieblas” (¿Qué es la oscuridad sino exceso de luz?)

Entonces te toca, llega a ti, sacude los perfumes.

domingo, 2 de diciembre de 2007

Efímera


Winston Morales Chavarro


La belleza gotea en el rostro de cada individuo.

La belleza, como energía, gravita en el éter.

Entonces cada mujer –y cada hombre-, reciben de ella ese goteo, el desmoronamiento de una fuerza que acicala.

A veces la belleza sigue goteando, no se desnuda del todo en un espíritu.

De allí que muchas mujeres –y muchos hombres, aunque me cueste aceptarlo- se embellezcan, hermoseen sus facciones a través de los años, ingratos lustros de la vida que, por lo general, en lugar de dar, quitan.

Hay muchachas –muchachos también, diría mi esposa- cuya belleza, en nuestra noción y perspectiva, tiene su cuarto de hora.

Es como si estuvieran maduros y de repente entraran en un proceso de putrefacción, caída inexorable.

La belleza parece que no volviera a gotear sobre ellos.

Por eso muchos hombres, entre quienes me cuento, se enamoran de la belleza y no de la mujer –del amor, dirán otros-.

Es necesario reconocer eso, evaluarlo.

El hombre busca en todas las mujeres la belleza, como si quisiera recoger en una, la fuente, el manantial principal, el centro y no la circunferencia.

Hay mujeres que llegan a un estado de plenitud, el cual puede durar varios días, meses, incluso décadas.

Otras, en cambio, pueden gozar de ese goteo en fracciones de tiempo, limitado en extremo, me atrevo a escribir.

De hecho, cuando volvemos a verlas, cuando contemplamos sus ojos, no las reconocemos por menos bellas.

Es como si fueran otras, como si el tiempo hubiese sido maligno con su alma.

La belleza es desleal –no infiel-, abandona cierto cuerpo sin ninguna conmiseración, sin previo aviso, sin el mensaje necesario para la despedida y el viaje.

Lumínica

Winston Morales Chavarro


Siempre he soñado con un espacio formado por senos turgentes y no por planetas.


Cuando estaba pequeño, me tiraba sobre el pasto e imaginaba en cada una de las estrellas que veía -100.000 millones, entre ellas al Sol- una buena cantidad de pezones rosáceos, perfectamente delineados, calientes, henchidos de leche y de miel.


Para mí, el universo no era ese gran agujero negro conformado por cúmulo de estrellas, polvo y gas.

Era-es un pezón de donde brota leche, jugo para otros, maná, ubre cósmica y sagrada que da de beber a los hijos de la noche y sus penumbras.


Esa es la impresión que siempre he tenido en virtud al nombre de nuestra galaxia: Vía Láctea, calificativo que todavía me nutre (los romanos la llamaron Camino de Leche).


Quizás ellos, los romanos y por supuesto también los griegos, con ese poder de la imaginación y lo poético, vieron a la galaxia de la misma manera en que ahora la ve un simple mortal: como el cántaro que contiene leche, pan francés, ánfora por escanciar.


Me arrojo feliz sobre la noche. Abro mi boca en espera de que llueva luz de alguna estrella.


Porque la luz es eso: leche, líquido, néctar, ambrosía. ¿Quién no bebe luz, quién no paladea el albor de la belleza, el resplandor de un ángel que pasa a toda prisa?


La luz es eso. Alimento para el alma, música que aflora a los sentidos.