domingo, 2 de diciembre de 2007

Feménica

Winston Morales Chavarro

Feménica
Lo femenino, como lo masculino, son gradaciones de género.

Lo femenino es fuerza exterior-interior.

Lo masculino busca lo femenino, lo femenino lo vigoroso.

Allí, en esa unión de los “opuestos”, un aparente equilibrio.

Sucede que muchas veces, cuando la noche es pesada como párpado de cíclope, se invierte la búsqueda y lo opuesto se convierte en analogía.

Lo antípoda deja de interesarse en el género, para buscar su par, su común.

Allí es cuando el género no existe y triunfan las fuerzas: masculinas o femeninas, para encontrarse y fundirse en ellas mismas.

Lo femenino gotea en cada mujer. Igual que la belleza, lo femenino se constituye en una supraestructura que desciende sobre cuerpos y almas.


Por eso, lo femenino está en todas y cada una de ellas, sin querer decir que una sea el todo, pero sin negar que el todo esté en cada una.

Creo que todas las mujeres están en una. Cuando uno besa, acaricia, ama y posee a una sola –no importa que sea la menos bella- las está amando, como género, a todas.

Cuando uno ultraja, la ofensa, la ignominia, será para todas.

No es necesario –eso ya lo he comprobado-, que las bocas se afanen por transmutar.

La mujer es dinámica, mutable.

Hoy no es la de ayer; la de hoy no será mañana.

Lo femenino está en todas y como fuerza, como energía, como descarga, vive en permanente rotación, traslación por un eje que nunca será el mismo.

Esta mujer que amo –y acaso conozco, acaso retengo- es todas las noches otra.


Esa ilusión de Don Juan –que realmente buscaba a la mujer y no a lo femenino- está ataviada de dolor e impotencia.

Siempre estará esa energía en nuestras manos cuando una sola esté a nuestra merced.

El hombre tiene la edad de la mujer que acaricia, diría alguien.

Me atrevo a algo distinto: el hombre tiene la edad de todas las mujeres.

Alquímica

Alquímica

Winston Morales Chavarro

Hay que eliminar al sujeto, al individuo que subyace en nosotros.

Debemos, por naturaleza propia, liberar la parte volátil o aérea. Es menester, a partir del dolor y la desidia, eliminar el yo para lograr el usted, el aquel, el vosotros.

Sólo el dolor provoca ese estadio.

Únicamente a través del sufrimiento, obtendremos el lavado metafísico del que inexorablemente resultará el color blanco, la ablución que tanto requiere nuestra alma.

El fuego debe activarse, hasta lograr la obtención del color rojo. Ese fuego interior que reposa en nuestros huesos, apagado, muerto, debe encenderse, arder, quemarnos.

Que nuestros cuerpos físico, vital, astral, mental, con los de la voluntad, la conciencia y el íntimo sean uno solo, alejados del Yo, del sujeto pensante.

Entonces seremos como el Ave Fénix; fluirá de los escombros nuestra conciencia, nuestro cuerpo consciente, el polvo que no volverá al polvo.

Cronológica




Winston Morales Chavarro


Sólo hay una forma de asumir el tiempo; lo que creemos es el tiempo.

El lapso de horas, estación de minutos humanos, lo que concebimos de esas temporalidades físicas, exactas, definidas, se perciben, a través de los sentidos, de una forma lineal, ascendente.

No es posible un tiempo sin tiempo –en la mente del hombre- un tiempo lleno de curvas, desprendido del hombre.

El tiempo es, siempre es, nunca será, tampoco fue.

El tiempo es.

Está por encima de consideraciones, limitaciones, demarcaciones.

Existe, más allá de todo, vibra, se mueve, gravita.

El tiempo terrestre es un tiempo aburrido, siempre en contraste con una física cuántica, relativista.

El tiempo es regresivo, siempre hacia atrás. Cosecho luego siembro, debería de haber promulgado Descartes.

La siembra, sus semillas, dependen de lo recogido, de lo almacenado.

El tiempo, viejo como la muerte, anciano en el tobogán de la memoria, siempre hacia atrás, en regreso.

La música, aquellas canciones de Joao Gilberto, son primero en la memoria, reverberaciones acústicas de un cuerpo mental.

Luego viene la mano, la guitarra, el pulso, el sonido. El tiempo fue.

Agujeros blancos

AGUJEROS BLANCOS


Winston Morales Chavarro

La tierra, el agua, el aire y el fuego están llenos de agujeros blancos. El hoyo blanco, igual que el agujero negro, absorbe, como en un embudo, las ondas, la energía (eléctrica y no), las partículas, los cúmulos (orgánicos y no orgánicos), el polvo.
El viento, su aliado mayor, entra y sale de la boca (la del agujero), conectándose con dimensiones supraterrestres y humanas, físicas y no físicas, temporales y atemporales.
Esas bocas blancas, llenas de una intensidad de luz apenas intuida, se hace no visible (no invisible) al ojo humano. El hombre, en su infinita ceguera, sólo da crédito a lo que pasa por los sentidos, a lo que es percibido y codificado por los sentidos.
Los agujeros blancos cumplen un papel de equilibrio sobre la tierra. La presencia de ellos permite el indisoluble repiqueo de una danza cósmica, en donde los átomos y las partículas que circulan por la arena, el mar, el aire, las rocas, las hojas, la vegetación, se vuelven moléculas -lo que son-, regresando a su estado primigenio.
En esa comunión fundamental, donde la danza gira al compás de diez mil rayos cósmicos, el agujero blanco se abre –siempre permanece abierto- absorbiendo –del mismo modo que un sifón absorbe el agua- el viento, el aire, la expiración del mundo, el pálpito de lo no visible.
Las colisiones son infinitas. El viento besa al fuego, el fuego abraza al agua, el agua humedece la tierra. Allí la perfección, la destrucción y creación de lo perdurable. En esa danza interminable, donde la muerte sigue a la vida (y viceversa) en una pulsación rítmica de tonalidades perfectas, el pneuma fundamental trasciende, pulsa el mundo, lo hace perenne.