jueves, 11 de octubre de 2007

La búsqueda de lo cifrado

(1)


La búsqueda de lo cifrado


Más allá del Cosmos, del Tiempo, del Espacio,
en todo cuanto se mueve y cambia, se encuentra
la Realidad Substancial, La Verdad Fundamental.

El Kibalion




Sin ser cabalmente filosofía –en el sentido exacto de la palabra o la percepción masculina de las cosas- la poesía es inherente a todo saber filosófico. Su principio o unidad mental subyace en los terrenos de un saber trascendental, una búsqueda de absoluto que por eso mismo la convierte en el género que más se aproxima a la conquista de la verdad o a lo que creemos de ella.

La poesía es el ejercicio que permite un develamiento de lo “real”, no necesariamente “la realidad” del “aquí” y del “ahora”, pues ella puede significar la apertura de una puerta “otra”, donde no tiene unidad la verdad de las apariencias, de los sentidos, de lo tangible, sino aquella cuyo único o mejor lenguaje está cifrado en lo “invisible”.

Al estar marcado por la estría trágica de la palabra, el poeta –cualquiera sea su instrumento de crear o buscar arte- se ve, de manera inexorable, conectado al cordón de lo divino –no desde lo religioso, aunque muchas veces suceda de esta manera-, lo que significa un comenzar a ver las cosas desde los espejos de lo improbable, las aguas de lo inexplicable, la orilla inescrutable del saber oculto o hermético.

Eso fue, es y será la poesía. Desde la noche de los tiempos la poesía ha significado el tratar de aproximarse, el allegarse, el abordar, el rodear, la trasgresión de formas aparentes, la contemplación de un sujeto todo. Desde esa lógica los escritores buscan otro proceso de raciocino, un razonar que se escape –de allí que su realidad sea la fuga permanente- de lo homogéneo, de la universalización de un pensamiento ordinario, máxime en estos días cuando la materia parece negar, anular y omitir otra realidad que no sea la suya.


Ciencia y filosofía



Antes de categorizar el mundo y antes de sistematizarlo, la poesía era la única ciencia y también la única religión. Podemos afirmar que la poética estaba inmersa en saberes tan antiguos como la astrología y la alquimia, madres de la astronomía y la química modernas.

La poesía nace como una forma de explicar el mundo, como una manera de interpelar al otro, así este otro sea invisible –la poética significaba una comunión con fuerzas extraterrenas y extracorporales-, un apelar a la escritura para narrar no sólo las cosas de la lógica humana, sino aquellas que escapaban a toda explicación racional o simbólica.

En este orden de ideas, la poesía se instaura como un mecanismo pre-científico –en esa necesidad de descubrir y develar el cosmos-, una filosofía trascendental, una religión que no acudía a representaciones simbólicas, sino que, por el contrario, se ocupaba de lo “intangible”, de lo “inamovible”, de lo “inmaterial”, de todo lo que no estaba expuesto a los estragos del tiempo, el espacio y la muerte.

Desde ese locus puede entenderse porqué la poesía antecede a la ciencia y a la filosofía en muchas consideraciones de orden natural o artificial, porqué la poesía se anticipa a teorías de carácter mecánico o termodinámico, a postulados de origen físico, a explicaciones de origen ideológico, a elucidaciones religiosas.

Fenómenos que no podían abordarse desde lo pre-científico fueron contemplados desde el discurrir de un pensamiento poético. La muerte, por ejemplo, comenzó a revestirse de un lenguaje que la superaba, la sobrepasaba, la cercaba; cantarla era una forma de negarla, era una manera de mantenerla lejos. Lo mismo ocurrió con la vida, el dolor, el amor. Ninguna ciencia, ninguna filosofía, ninguna religión se aproxima de manera tan substancial como lo hace la palabra, la escritura poética.

Allí nace el ocultismo o saber trascendental.

La necesidad de descifrar un mundo que está más allá de los sentidos contribuye en gran medida a la formulación de un pensamiento que permita la resolución de cientos de preguntas que escapan a la lógica imperante, pero, sobre todo, a la necesidad de comunión con un algo supremo –de donde proviene el hombre- y al regresar a una tierra de la que se había salido desde muy temprana edad. En consecuencia, El ocultismo se constituye en un lenguaje “otro”, lenguaje que va, por su naturaleza propia, incorporado a la lengua del espíritu y a las expresiones de lo sub (lo subterráneo, lo submental, la subescritura, la subjetivad-objetiva). Allí la búsqueda de lo cifrado, el lenguaje obscuro e inaudible de un todo metafísico que ha sido acallado por el ruido nauseabundo de las cosas:

Correspondencias

La naturaleza es un templo en que los vivos pilares
Dejan en ocasiones escapar confusas palabras;
El hombre pasa a través de los bosques de símbolos,
Que le observan con mirada familiar.

Como largos ecos que a lo lejos se confunden
En una tenebrosa y profunda unidad
Vasta como la noche y como la claridad,
Los perfumes, los colores y los sonidos, se contestan.

Hay perfumes frescos como carne infantil,
Dulces como oboes, verdes como praderas,
-Y otros, corrompidos, ricos y triunfantes.

Teniendo la expansión de las cosas infinitas,
Como el ámbar, el musgo, el benjuí y el incienso,
Que cantan los transportes del espíritu y los sentidos.


Charles Baudelaire
Spleen e ideal, IV


Tal como lo afirma Baudelaire, la naturaleza posee ese lenguaje cifrado, esa comunicación extraterrena, ese halo subterráneo. El poeta es una especie de receptor, un embudo humano por donde entran las cosas del universo y establecen una comunicación abierta con el cuerpo del hombre.

Cada elemento del macrocosmos está conectado de manera inexplicable –para los ojos de lo racional- con cada partícula del microcosmos (lo humano). El vate es una especie de traductor, de conciliador, de olfateador de esencias, substancias, átomos, corpúsculos que no pueden ser husmeados por la totalidad de los seres (excepto los animales). Y esto no quiere decir que el poeta sea una especie de semidiós (¿la sola escritura no le da esta categoría?), esto comprueba que ese razonar en extremo el mundo ha sesgado el principio suprasensorial que nos componía y que hemos reducido nuestros órganos físicos y mentales, a las taras de la lógica y lo cotidiano.

La correlación entre lo natural –principio fundamental de todas las especies- y los átomos de los seres terrestres, constituía un maridaje entre ecosistema-poesía, poética-creencia, elementos que no podían desprenderse, mutilarse, inmolarse. El hombre que se situaba por encima de un espacio concreto, de un piso razonado era capaz de interpretar el mundo, de leer sus simbologías, sus señales, sus ideogramas, y a partir de esas lecturas inventar el mundo, reinventar su religiosidad, sus dioses, sus presencias.

El lenguaje que venía de las piedras, de los cristales, de los minerales, de los entes aéreos eran captados en su totalidad por un oído extrasensorial, por un olfato extraespacial que perseguía la comprensión de un infinito –en concomitancia con lo finito-, el vinculo entre lo “real” y lo que poseía otras apariencias. De tal modo que la naturaleza es uno de los primeros libros, la anatomía de donde procede otras consideraciones como la metafísica, el esoterismo, la filosofía hermética, abrazadas, todas ellas, en el estro literario.

martes, 2 de octubre de 2007

César Dávila Andrade: El Rosacrucismo como trasiego





(5)


César Dávila Andrade:
El rosacrucismo como trasiego.



El género está en todo:
Todo tiene sus principios masculinos
Y femeninos; el género se manifiesta
En todos los planos.


El Kybalion


El mejor argumento para hablar de un conocimiento a priori en la poesía es, sin lugar a dudas, la obra del poeta ecuatoriano César Dávila Andrade.

Buscar una aproximación a las preferencias davilianas para explicar lo del conocimiento anterior es necesario toda vez que uno suele sorprenderse al encontrarse con una poética madura, sugerente y, ante todo, posmoderna.

¿De qué manera explicar reflexiones de esta naturaleza cuando el poeta no supera los diez y siete años?:

...la vida es vapor. Se ha hecho el vacío en mi cerebro...

Es el conocimiento a priori, la intuición filosófica lo que generara en el creador latinoamericano una literatura de estas características; el disolverse en una fuerza y en una corriente de pensamiento, el anular su yo individual para dialogar desde un yo ecuménico, contemplativo, suprapersonal.

Sus orígenes pueden explicarse desde muchas vertientes y orillas: la memoria universal del espacio y el tiempo, la fuerza ancestral de lo andino, la filosofía trascendental de lo Quéchua. Estas tres corrientes pueden arrojar una respuesta –si acaso la hay- para asimilar ese portento que posee en su maderamen literario el gran Dávila Andrade.



La consecución de La Gran Obra


De la misma manera en que no pueden explicarse los locus enunciativos-figurativos de José Antonio Ramos Sucre en Venezuela y Carlos Obregón en Colombia, así sucede con Dávila Andrade en el Ecuador.

Pese a la proximidad que fundaron otros poetas con la filosofía trascendental –Jorge Carrera Andrade y Alfredo Gangotena, por ejemplo- Dávila Andrade parece ser el discípulo amado, el hijo coronado, el arquitecto único de esa gran Catedral Salvaje, la misma que representa la lucha entre materia y espíritu, la luz y las sombras:


En esta altura, sólo se conservan los diagramas del caos,
en soñolientos reinos, sin calor ni sonido!
Aquí, todo vuelve al corpúsculo o al trueno!
Dios mismo, es sólo una repercusión, cada vez más distante,
En la fuga de los círculos!
Su mansión chorrea en el ojo que ha cesado de arder
Y que empujan las moscas quereseras! (Catedral Salvaje, Pág. 49)



Una Catedral Salvaje que puede emparentarse –simbólicamente hablando- a una Divina Comedia, a un Paraíso perdido, a un Asno de Oro; Dávila Andrade, en muchos de sus poemas, establece una lucha continua, una batalla contra la muerte, o a favor de la muerte, una fricción permanente con la materia, lo físico, el tiempo, lo cotidiano.

Un poema fechado en 1934 (La Vida es vapor) nos advierte - pese a que muchos críticos hablan de un Dávila Andrade habitado o influido por un Jorge Carrera Andrade – de la originalidad sin precedentes del vate ecuatoriano, la elección a voluntad de El Gran Todo en Polvo, la metamorfosis de un poeta tocado por el surrealismo y las vanguardias. Un escritor que se reincorpora de la materia ordinaria para instalarse en una poética atemporal, extrafísica, suprapersonal que va transformando no sólo su palabra sino también su cuerpo físico, su pensamiento racional:


Persona, por favor, de calcio, de líneas
De betún y buril, persona. Los hombros así,
Bajo los hombros, como si colgaran para la carga
O la sombra.
Persona toda tú. En nombre del padre. Persona.
Más cal sobre más piedra... (Persona)


El ejercicio alquímico no es sólo literario. El poeta conoce el tiempo de exposición, sabe de aquellos elementales, de aquellos líquidos en la cucúrbita, de su contacto con el fuego, con el azufre.

Estos poemas lo convierten en un creador excepcional –muy distante a Escudero y a Carrera- sin el dichoso piso de la tradición, sin la lógica y el canon de lo establecido:


Del Gran Todo en polvo, el sol y el ananá
Y el sentido que se oprime
Contra la pared del astro medianero y
La esperanza como un aprendizaje
De la nariz en hilo del infierno,
Nada sabemos. Estamos pintados dentro de la oscuridad
Por manos contrarias a las nuestras
Para reconocernos, más allá.
Y llenos de infinitos granos de roca, dormimos
Sobre las rocas que nos
Vigilan desde el cielo... (El Gran Todo en polvo)




Del hermetismo a la filosofía indostánica


Dávila Andrade, al igual que Hesiodo, Newton, Ronsard y Yeats, asumió su responsabilidad con las ciencias obscuras. Y lo asumió no sólo como una revelación literaria o filosófica sino como una experiencia de vida, conectado con un principio esotérico, filtrado con una practica abstrusa.

Su contacto con el hermetismo, con la alquimia, con el rosacrucismo fue tan radical y directo como el mismo hecho de crear arte y filosofía, desde esa orilla, desde ese costado de la realidad y el símbolo.

Su matrimonio con la filosofía trascendental - matrimonio que rara vez acepta rupturas- pudo haber sido inspirado al través de otros noviazgos felices (Rimbaud, Verlaine, Baudelaire, Mallarmé, Coleridge, Nerval, Holderlin, Novalis), noviazgos que no necesariamente terminan bien (desde la percepción racional de las cosas), pues vale la pena recordar la locura de Nerval, Nietszche, Holderlin y Novalis, o la muerte prematura de Baudelaire y Rimbaud.

Esa cercanía a las Ciencias Obscuras habría de marcar de manera determinante la obra del poeta ecuatoriano al punto que sus poemas –desde mi inopia y mis caprichos literarios–, cuando están revestidos de ese carácter oscuro, poseen un valor estético incalculable:


A veces Uno (nótese la mayúscula) quisiera hacerse un nudo
A lo largo del esqueleto único
En la parte más larga, más muda, más blanca,
Aquella que se enredó trágicamente
En los cuernos de las Obras!
Y, no puede. ¡No alcanza!
Hacerse un nudo.
Uno solo. (El nudo)

Dávila Andrade aborda el esoterismo y la alquimia desde un laboratorio literario. Su conocimiento del abecedario metafísico es evidente y puede asegurarse que el poeta –a través de la literatura- da el salto que muchas veces no puede hacerse desde lo material.

Pese a que Juan Liscano1 en un bello texto aproximativo a la vida y obra del poeta afirme que Dávila Andrade buscó el suicidio como escapatoria a un “estado depresivo incompatible con las enseñanzas que buscaba...” considero que el poeta andino, como muchos otros vates de occidente, cifró la Gran Obra en el arte de la expiración y el fallecimiento.



Es muy posible que el poeta –al igual que David Ledesma y Ángel Medardo Silva, en el Ecuador- situara en el suicidio y en la muerte el acceso a esas realidades que buscaba a través de su literatura.

Podemos afirmar que Dávila Andrade no halló en la muerte un pretexto, una fuga, un intersticio por donde escapar. Esa degustación, esa delectación, esa preocupación de siempre –la misma de Jaime Sáenz- significaba tocar, bordear, sumergirse en las aguas inquietantes de un absoluto, de un río metafísico por el que se accede a todos los ángulos del mundo extraterreno:

Si uno bebe, si bebe
Nuevamente, si bebe hasta caer por tierra, debe levantarse y continuar bebiendo hasta completar el dragón.

El creador pensaba desde la muerte, se situaba en ella, poetizaba desde ese lugar. Su conocimiento “abstruso” pudo haberle brindado una salida o una entrada al reino custodiado por Aqueronte. Ese DRAGÓN del que hace alusión representa la fuerza interior que nos habita, pero que de igual modo puede salir del cuerpo, de nuestro propio cuerpo, para establecer un diálogo con la oscuridad y el mundo de lo “silencioso”. De seguro que el poeta pagó muchas veces su viaje al Gran Más Allá –así sea de manera figurada o simbólica- y en uno de esos periplos prefirió el no-regreso, el no–retorno, la desaparición definitiva.


Además, el DRAGÓN representa el fuego, la sabiduría, la fuerza interior. Ese DRAGÓN sólo es posible a través del desdoblamiento alquímico, de la transformación materia - espíritu, de la resurrección después de la muerte y la exhumación. Una vez que el hombre es enterrado –como lo cuenta también Carlos Castaneda- resucita de su carne, de sus cenizas para reincorporarse en un aspecto “otro” – ¿no es la historia de Jesús?- y purificarse en la muerte y en el viaje metafísico:


...Ahora voy hacia ti, sin mi cadáver.
Llevo mi origen de profunda altura
Bajo el que, extraño, padeció mi cuerpo.
Dejo en el fondo de los bellos días
Mis sienes con sus rosas de delirio,
Mi lengua de escorpiones sumergidos,
Mis ojos hechos para ver la nada... (Espacio me has vencido, Pág. 29)


Al igual que en Carlos Obregón, hallamos en Dávila Andrade la preocupación por destruir y derribar los espacios, las distancias. Con la destrucción de lo físico los ojos del poeta son capaces de contemplar la nada, la oquedad, el vacío. Pero esto sólo es posible con la crucifixión del cuerpo, con el acabose de la materia, de allí que el poeta hable de emprender ese viaje sin su cadáver, sin su concha de crustáceo, sin la escafandra del argonauta.

Su conocimiento pasa y trasciende las escuelas y las lecturas convencionales; Dávila Andrade conocía el hermetismo, la filosofía indostánica, el zen, el tao, la cábala, la numerología, la magia, la astrología. Todo eso está cifrado en su escritura, se levanta como un recurso estético, como una propuesta literaria, como una resistencia contra las poéticas en boga en América latina, las mismas que después nos arrojan lo real maravilloso y el realismo mágico, cuando poetas como Ramos Sucre y Dávila Andrade, desde mucho antes, habían trasegado por estos territorios.

La magia y el misterio de los Prerrománticos y Románticos alemanes pueden detectarse en la obra de estos genios locales, poetas malditos –a su manera- que rompieron con todas las estructuras hasta ese tiempo impuestas, ¿no es Ramos Sucre un antecedente de todas las vanguardias? ¿Cómo explicar a Carlos Obregón en la poética almibarada de Colombia?

El poeta ecuatoriano está atravesado por ese saber teosófico, por esa pansofía. Su literatura pasa por todas esas corrientes de pensamiento, por esas estructuras mentales, lo que se da no sólo de manera literaria, sino también de manera mental, física, filosófica, corporal. El poeta se iba, se diluía en un tiempo al margen, de un tiempo sub, de un reloj sin manecillas, sin curvas. El creador inventaba un reino, habitaba otro reino, se situaba en ese reino, territorio al que tenía acceso gracias a la magia, la numerología, el tarot, la lectura oscura, el rosacrucismo:



Vengo desde mi propio centro, oh errantes días.
Desde la infinita soledad de un dios perdido.
Desde mi última noche entre la sangre.
Circundante demencia buscó mi alma en la carne
Y una imposible fuga hasta caer cautivo.
Tú eres la sal de mis tejidos: ¡fuego!
Llama dorada y negra del sol en el pantano. (Origen, Pág. 38)

No hay ninguna bibliografía que nos demuestre –sólo se sabe que estuvo en un movimiento rosacruz- si César Dávila Andrade practicó la alquimia, la magia o el esoterismo. Sin embargo, y de acuerdo a mis lecturas, me atrevo a aseverar que el poeta tenía pleno conocimiento de un universo esotérico, conocimiento que lo llevaba a crear con propiedad universos referenciales y obscuros. No sé si ahondó en ese saber. De lo que sí estoy convencido es que su poesía está “ataviada”, por un saber trascendental y que quizás pasarán muchos años antes de que alguien logre develarla al margen de la mirada simple de la crítica. La poesía, y ese es uno de sus misterios y de sus atributos, puede abordarse desde muchas lógicas, múltiples lecturas. En esa línea se sostiene la lectura del poeta ecuatoriano: desde la lectura plana, normal, y desde la lectura con lupa, con microscopio, sin el magnetófono de la poesía cotidiana y conversacional.

Es una poesía para pocos, escasísimos lectores, una poética para hombres de un saber diferente, de un razonar diferente, de un actuar diferente. Y de eso tenía pleno convencimiento el poeta. Dávila se pensaba un hombre “raro”, un hombre “desigual”, un individuo condenado a la exclusión, a la desaparición, a lo invisible:


...Dime sinceramente qué piensas de este hijo.
Te salió tan extraño.
Renunció todo aquello que los otros ansiaban,
Y se hundió en sí, tanto, que quizás no es el mismo...

...Tú dirás: “Esas cosas que tienen...”
No sé qué me ha pasado, tal vez esté enfermo.
Tal vez los libros raros...




El contacto con los elementales



Tú eres la sal de mis tejidos: ¡fuego!
Llama dorada y negra del sol en el pantano
.

César Dávila Andrade nos habla desde un abecedario propio de la destreza alquímica. Las palabras sal, fuego, llama dorada, tierra negra, sol, tienen una connotación muy especial para los adeptos de las ciencias obscuras.

A su vez, notamos en la casi totalidad de sus poemas una proximidad estrecha con los elementos de la naturaleza. Es más, podríamos agregar al éter (además del aire, el fuego, el agua y la tierra) como una presencia espiritual, más que poética, como una visita viva, más que figurativa, como un cuerpo habitante, antes que un inquilino. Los elementales (como presencias vivas) lo persiguen, lo coadyuvan.

Éstos, como seres espirituales que son, hacen mella en la obra y en la vida del poeta ecuatoriano. Uno puede sentir la voz de ellos en su poesía, uno puede ver sus formas, palpar su fisonomía, oler sus esencias, sus perfumes. La poesía, la buena poesía, está delineada por unas fuerzas no siempre visibles, por unos ecos no siempre audibles, por unas formas muy pocas veces tangibles. El poeta, como olfateador de esas presencias, las atrapa, las moldea, las diseña, les da forma.

Es eso lo que da vida a la poesía y lo que permite una atmósfera especial en ella. La poesía está constituida por dos cuerpos: el visible y el invisible. El cuerpo que nace de la escritura física, la del poeta, y de la escritura metafísica, la de los elementales. Son esos elementales la materia viva, el sello, la impronta del poema y del poeta. De allí que podamos encontrar en unos la fuerza del fuego, por encima de todo, y en otros, la fuerza del aire, del agua o la tierra:



...Aquí, el relámpago tirado contra las rocas,
tiene una vértebra confusa que llega hasta las vestiduras más aisladas!
La CUCÚRBITA (las mayúsculas son mías) duerme su séptimo semen!
Los árboles suspiran en un lecho que vuela! (Catedral Salvaje, Pág. 50)


Además de la presencia del fuego hallamos en este fragmento del poema el ejercicio de la combustión, práctica que permite el cocimiento de la materia, la búsqueda de la Gran Obra, la obtención de la Piedra Filosofal. ¿De qué semen nos habla el poeta? ¿Acaso se refiere al semen del padre, al semen cósmico, a la esencia universal? Sin lugar a dudas esto tiene una gran significación –cubierta con un polvillo amarillo- que puede constituirse en un código secreto próximo a ser develado. ¿Quién conoce la cucúrbita? ¿No es a través de ella que se cocinan los ingredientes para la consecución de la Gran Obra?

A mi modo de ver la Catedral Salvaje sugiere el viaje metafísico. Puede que aparentemente represente la gran afición que el poeta sentía por su tierra, por su naturaleza, por su origen mestizo, por lo quechua. Sin embargo, ¿cómo desconocer lo que se cifra en él, cómo negar la presencia de un saber trascendental y el contacto de una lógica “otra?”:


Oh cuerpo transmutado por la asfixia,
Ante ti se presenta la CUARTA comarca de las cosas!
El mundo meteórico recibe las almas en su velo
Convertido en palacio por el huracán y el acertijo. (Pág. 50)


El cuerpo se transmuta, ¿de qué manera, a través de qué prácticas? La poesía puede representar la cucúrbita, puede ser ese laboratorio donde tiene origen el cocimiento del alma. Luego de ese sueño metafísico, de esa revelación, de esa audiencia el poeta puede acceder a la CUARTA comarca de la que habla, la misma que fue visitada por Pitágoras, Platón, Blake o Apuleyo.

Puede que la poesía se haya convertido en su único instrumento –¿quién niega que desde el movimiento Rosacruz haya experimentado este tipo de destrezas?-, y es a través de la escritura que el poeta cuencano accede a ese mundo de figuraciones y de revelaciones. ¿No es el sueño otro camino?

A su vez, es muy factible que en medio de su ostracismo el poeta haya formado parte de una sociedad secreta –además de lo rosacruz- y que en su estadía en Caracas haya entrado en contacto con otro tipo de literatura y otro tipo de revelación. De otra parte, la revelación suele darse de manera no pública, y no siempre de manera despierta, lo que nos sugiere el contacto de los elementales en un estado de vigilia o reposo onírico:


...Hoy atravieso el entusiasmo acústico de los torbellinos
Que ruedan como embudos de cuarzo, entre las cumbres!
En los humeantes conos de azufre,
Oigo el puntiagudo galope de los machos cabríos... (Pág. 52)


Tengo la impresión, la sesgada impresión, de que ese entusiasmo acústico de los torbellinos hace alusión a la figura que toman en la cucúrbita los elementales una vez están allí mezclados, pegados, adheridos, y el adepto revuelve con inusitado afán las sustancias, los olores, las esencias. Luego, esa sola sustancia universal pasa por el embudo, revuelto con el azufre, lo que provoca el galope de ciertos elementos, el macho cabrío que puede representar al adepto, al iniciado, al poeta.

La Catedral Salvaje puede emparentarse –de hecho son hermanas- con los nueve círculos de la Divina Comedia o con el descenso de Eneas a los infiernos. La Catedral Salvaje es la renunciación, la anulación de un sujeto individual, la supresión de un espacio y un tiempo, la conversión de un ser y un individuo a una lógica suprahumana.

En ese poema –todo un maderamen de creación- Dávila Andrade entra en contacto con todos los elementos del mundo. Allí confluyen el agua, la tierra, el fuego, el aire y el éter. No obstante, hay que admitir que el poeta ecuatoriano guarda una fuerte relación con uno de ellos (¿el fuego?) y que esa relación conserva una absoluta conexión con su muerte, con la manera de acercarse a ella, con la manera de abordarla.

De allí que no esté de acuerdo con lo que afirma el poeta Juan Liscano en el texto arriba señalado; no es la muerte el desmoronamiento físico, no es la muerte el anulamiento físico, no es la muerte la desaparición definitiva de un tiempo humano, racional, objetivo, fijo. La muerte –que está conectada con un elemental- es también el embudo, la cucúrbita, la olla, el laboratorio:


...Mira: (Las mayúsculas son mías)
esa es la COMARCA que dí a su invencible necesidad
de MUERTE y de firmeza!
Cuando oigas sonar los NEGROS cañaverales de mi furia,
Ésa es su tierra!
Cuando veas manar de la CUMBRE miel furiosa de LAVA y lámparas de piedra,
Esa es su tierra!
Cuando el caballo toque tres noches, a la puerta del HERRERO hechizado,
Esa es la tierra!
Cuando las campanas caigan en el pasto y se pudran sin que nadie las alce,
Esa es la tierra!
Aquí la LEY, los DIÁMETROS, los ELEMENTOS, se CONTAMINAN de perversidad!
El aceite penetra en sombríos laberintos para cuidar al MONSTRUO venidero! (Pág. 53)



Abecedario Alquímico


Es fácil hallar en la poética de César Dávila Andrade un saber extraterreno. Es fácil encontrarse uno con un referente esotérico, con un vocabulario no lógico – no necesariamente surreal -. Su poesía, además de estar poblada de elementales, está revestida con la piel de un oficiante, con la capa del mago. Es factible, muy factible, que el poeta haya entablado una comunicación con sus mayores y que en ese diálogo haya encontrado la palabra precisa, elaborada, obscura.

¿Hasta qué punto no reconocer un vínculo entre Dávila Andrade y Cristian Rosenkrautz? ¿Hasta qué punto negar una conversación entre el poeta cuencano y Giordano Bruno o Cornelio Agrippa? Su poesía, su búsqueda, sus teorías así lo constatan:



Sobre la piedra ardiente, transmútalos. ¡Horno Salvaje!
En tu infinita borrachera seca, que mata y glorifica.


Siempre la transmutación, el cambio, el efecto de larva a mariposa, de huevo a pollo, de feto a hombre. No todo está acabado, parece recordarnos el poeta, no todo tiene su última línea, su curva definitiva. La materia debe transmutarse. El Mercurio – el Cuerpo -, debe pasar a convertirse en Oro – la Luz -.

¿Qué fue la muerte para el poeta ecuatoriano? ¿Qué significado tiene el viaje metafísico? Dávila siempre persiguió eso: la conversión, la metempsicosis, el florecimiento. Y ese florecimiento sólo es posible cuando la carne se expone, cuando la materia se ve tocada por la candela, por el fuego que todo lo transforma, lo purifica:



Yo, que juzgué a la juventud del Hombre, (la mayúscula es de él) alzo esta noche mi cadáver hacia los dioses!
Y, mientras cae el rocío sobre el mundo,
Atravieso la hoguera de la resurrección. (Pág. 57)


Creo que Dávila Andrade pagó en vida –su sufrimiento así lo constata- la entrada al mundo de sus mayores. Lo imagino recostado sobre la hierba, riéndose de todas las tonterías que de él sospechamos, codeándose con Ramos Sucre, Carlos Obregón, Roger Bacon, Pico della Mirándola. Lo imagino en su altura, en su mirada mayestática, en su ojo de pescado, en su olfato gran angular. Y fue ese sufrimiento – ¿no es el sufrimiento una manera de crecer y madurar?- lo que lo condujo a su camino de estrellas, a su laberinto de ovellones, a las piedras crepusculares del conocimiento órfico:



Pero, jamás logró tranquilidad, porque, o bien el INDIO OSCURO (Él mismo)
Subía y miraba la ventana; o bien, el asesino BLANCO (Su Otro) le gritaba:
-ANATEMA! (La mayúscula es mía)
Y tenía que abrir la casa (¿el cuerpo?) y presentar las secretas ropas
Arrugadas por aquella parte atada al cerdo (¿La razón, el conocimiento visto desde occidente?) de la tierra:
Y esos dientes sin fondo, que sudan al ser vistos! (El habitante, Pág. 58)

Aquí se evidencia la permanente fricción entre los hombres que componen al poeta, sus múltiples yo, sus identidades espirituales y filosóficas. ¿Por qué el Indio oscuro se enfrenta con el asesino blanco? ¿Es el saber intuitivo el que lucha con la lógica? ¿Lo irracional y lo racional se repelen, se anulan? La ventana se abre, muestra el mundo, la Comarca “otra”. El poeta expone su ropaje verdadero, pero reconoce que hay un cerdo que lo condena a lo terrestre y que la única manera de liberarse de él es a través del viaje suprafísico:



Estaba poblado de visiones y, en su afán, repetía manualmente
Los ademanes de los forasteros. (¿Sus mayores?)
Así, sus manos de ardilla religiosa labraron millares de estatuillas
Para las viejas vírgenes de los claustros,
Devoradas por sus blancas fermentaciones.


El saber órfico, la metafísica, el esoterismo son los caminos que proponen otras realidades, otros racionamientos, otros imaginarios. La partícula que es el hombre debe integrarse a su todo, a su primer número, a la primera nota del pentagrama formado por las esferas y su música desigual.

El poeta sabe que al igual que en el símbolo evocado por Goethe - La Serpiente Verde - el hombre es un ser que muere y nace, muere y vuelve a nacer, nace para crecer y madura al margen de los océanos físicos. Esa es la “realidad” del adepto, la meta del iniciado, el símbolo de los magos: la serpiente engullendo infinitamente su cola. La muerte, la resurrección, la muerte, el florecimiento, la resurrección, el fallecimiento:



Ouroboros

Sólo el instante delata al tiempo puro
Y luego se aniquila en la deglución de la clepsidra.
Multitudes de bocas, gritan altísimas palabras:
“¡Madre, Muerte, Coño!”.
Esas almas se desarrollan siempre idénticas a sí mismas,
A pesar de sus reverberantes borracheras.

Yo sé de alguien que te ama con sus dos pechos, Ouroboros.
Los coros de la Noche, redondos, se miran en ti,
BOCA CON COLA. (Las mayúsculas son mías)

Circundo por el eterno de Amor y de Nieve,
Yaces, medido por la incesante rueda.
Hembra y varón en un lecho redondo,
Se muerden, por turno, la entrada del corazón.

Día fijo, siempre fuera del Tiempo,
¿En dónde gira tu Ángel de rapiña?
Hemos rodado ya mucho, por tu átomo oscuro,
Pero nuestra alma ha relampagueado.
A tu pequeño Lunes, a tu sórdido Martes de cera,
Les hemos revestido de estaciones y aniversario,
Pero, han recibido, fríos, la dádiva de los Angeles.
Por un solo poro de la Eternidad hemos mirado tus Domingos,
Y aún quedaba espacio para un día roto.

Oh, Tiempo,
Recuérdanos el derrumbamiento de nuestros vestidos
A los pies de esa lámpara llamada Amor,
Cuando sólo nuestro espíritu quedaba en la Gran Afuera
Y veía correr nuestras chinches,
Como a nuestras hermanas bajo sus quitasoles.
Estivales muchachas yacentes más allá del sueño.

Sólo tú, movimiento, duermes para poder mirar el Tiempo.
Allá en el día eterno, no sucede nada (Pág. 84)
Amplia
1 Juan Liscano, El Solitario de la Gran Obra. Revista Zona Franca, Caracas - Año III - Número 45 – Mayo de 1967, Pág. 6

viernes, 28 de septiembre de 2007

Ramos Sucre: Estética y metafísica

(3)


Ramos Sucre: estética y metafísica

El Universo es una creación mental,
Sostenida en la mente del todo.

El Kybalión



Ramos Sucre, el gran Ramos Sucre, no tiene un locus exacto de ubicación. Muchos quieren estacionarlo o equipararlo con el romanticismo, el modernismo e incluso el surrealismo. No obstante, su literatura, su voz, su estro escapa a todo rótulo y a toda categoría. El poeta se estaciona en un supratiempo y un sutraespacio que no tienen vínculos con las jerarquizaciones literarias. Además, vive con dureza una especie de metempsicosis que lo lleva a transformarse en todos los hombres y todos los tiempos, en todos los objetos y todos los elementos, en todas las causas y todos los efectos.

El poeta venezolano posee la llave para entrar en una atmósfera “otra”, en donde todas las épocas confluyen, se encuentran, se mezclan y se enlazan. Su transubstanciación lo lleva a incorporarse en el cuerpo metafísico de un hombre total, aquel que es capaz de traducir la voz de un hombre ecuménico, el mismo que tiene el rostro de todos los relojes y el cuerpo de todas las máscaras:
Yo había perdido la gracia del emperador de China. No podía dirigirme a los ciudadanos sin advertirles de modo explícito mi degradación. Un rival me acusó de haberme sustraído a la visita de mis padres cuando pulsaron el tímpano colocado a la puerta de mi audiencia. Mis criados me negaron a los dos ancianos, caducos y desdentados, y los despidieron a palos. (El Mandarín, Pág. 372)



El poeta dialoga con personajes aparentemente inexistentes, etéreos, gaseosos, con formas individuales que parecen o aparenten otro tiempo, otro escenario, otra estratosfera. A través de la palabra, Ramos Sucre es capaz de violentar las limitaciones de carácter mental, geográfico, temporal. Da la sensación de que el poeta conoce ese principio hermético que sustenta que el universo es mental y que todo se sostiene en la mente del todo. Su poesía es una poesía que halla sus estructuras en la linealidad de un tiempo que no posee presente, pasado, futuro. Es mas, podemos aseverar con certeza que estamos enfrente de una poesía que adquiere dimensión con el paso de los años y que comienza a cifrarse en generaciones futuras y no pasadas, fenómeno que se repite en poetas tan descollantes como Blake, Novalis, Holderlin, Nerval o Baudelaire.

Ramos Sucre parece pertenecer a otro tipo de sociedad (¿sociedad secreta o poética?) y es en ese tiempo y en ese espacio en donde funda su reino (la literatura), instala su bandera (la poesía) recrea su lenguaje (el poema), marca su territorio (la visión o la imaginación), crea sus habitantes (los personajes, la arquitectura, las deidades, la historia, el mito) para entregarlos a un lector cuyo entendimiento se eleve a consideraciones de carácter trascendental, desprovisto del exceso de la lógica o el razonar masculino.



La Metafísica y su camino de diamantes


La poesía de Ramos Sucre es una poesía que habla en primera persona, emana de un ser individual que puede representar un ser colectivo, es una voz que se sujeta a un todo poético, de donde emerge la voz reflexiva de un todo poético. En la poesía del aeda venezolano cobra un importe especial la palabra Yo, lo que nos sugiere un vínculo especial con un precipicio esotérico, un principio bíblico, una apertura alquímica:
Yo era el senescal de la reina del festín. Habíamos constituido una sociedad jocunda y de breve existencia. (Ramos Sucre, El malcasado, Pág. 508)

Toda su obra está habitada por la presencia de lo “incorpóreo”, de lo “inmaterial”, de lo “invisible”. Su estética parece traducirse en un elemento extrafísico que escapa a las formas de lo concreto, de lo material, de lo presente. De allí que pueda decirse y reafirmarse que Ramos Sucre pertenece a otro reino, a otra sociedad, a otro razonar; el raciocinio o la lógica en la que trasegaron poetas latinoamericanos como Dávila Andrade, Carlos Obregón y Jaime Sáenz.

Además de la presencia literaria de lo distinto, es común observar en la poesía de Ramos Sucre la permanencia de otros mundos. Es como si en él se revelara esa sentencia de Paul Eluard: Hay otros mundos pero están en éste. Ramos Sucre descubre esos mundos, entra en ellos, los recorre, se pierde en ellos, divaga por ellos:
Una mano desconocida había depositado, antes de mi deserción, una corona de flores lívidas en la mesa de su oratorio. Esa corona, ceñida a la frente de la muerta, bajó también al reino de las sombras. (El malcasado, Pág. 508).

¿Qué es lo que posibilita esa visión en Ramos Sucre? ¿Cómo adquiere el poeta esa facultad de mirar lo incorpóreo? Sin lugar a dudas que la respuesta subyace en la consecución de un sentido extraterreno, en la apropiación de un sentido suprasensorial que permite al poeta la visualización de otras presencias, otras formas, otras estructuras, muchas amalgamas, otros resortes.

Su olfato poético le permite transplantarse en un tiempo absoluto (¿el Aleph planteado por Borges?) en donde puede presenciar las cosas que han ocurrido, van a ocurrir o están ocurriendo. En ese plano confluyen cientos de ciudades, cientos de historias, miles de cartografías que Ramos Sucre engulle para plasmar en el papel una vez ha regresado a su cuerpo material, a su estado inicial, a su manía literaria.

Da la impresión de que el poeta está conectado con una memoria que no es propiamente la suya y que le permite divagar por una dimensión desconocida, una dimensión que se abre al creador por vía de la imaginación y la intuición filosófica, una geografía a la que acceden los artistas más adelantados y confeccionados:
Yo rastreaba los dudosos vestigios de una fortaleza edificada, tres mil años antes, para dividir el suelo de dos continentes. (La ciudad de las puertas de hierro, Pág. 510).

¿Es Ramos Sucre un olfateador de resonancias? ¿Se apropia el poeta de esas reverberaciones acústicas de manera consciente o es un proceso subconsciente el que le alimenta?

En una carta dirigida a su hermano Lorenzo el poeta le aconseja ciertas lecturas: La Iliada, La Odisea, Plutarco y Virgilio, El Edda o sea la mitología escandinava, La Divina Comedia, Orlando Furioso por Ariosto, Don Quijote en español, el Fausto de Goethe, el Telémaco, las Mil y unas Noches... (Carta fechada el 24 de marzo de 1921).

Estos gustos literarios demuestran su apego y proximidad a textos fundamentales de todos los tiempos.

Sin embargo, ¿es posible que tales libros le hablen a todas las almas? ¿Acaso es falso que no todos los individuos están diseñados para tales lecturas y que no toda lectura se revela de igual manera a todos los hombres? Esa concomitancia secreta entre estos libros y el espíritu del aeda venezolano se resuelve y se manifiesta en su temperamento, en su carácter poético, en su pluma, en su prosa. Lo anterior nos arroja la hipótesis de que Ramos Sucre habla con sus iguales, se acerca a sus almas gemelas, a sus hermanos esotéricos. Ramos Sucre se vitaliza, se robustece en el mundo literario de un Milton, un Dante, un Plutarco, pero, sobre todo, a raíz de la mitología escandinava –la que quizás le hablaba desde un locus común o cercano-, la mitología egipcia, la griega, la hebrea, la mitología hermética u obscura.

Es casi un regresar al suelo transitado, una especie de tierra prometida, una búsqueda del tiempo aparentemente perdido. Ese lenguaje abstruso, esa figuración de lo incomprendido le lleva a relegarse de su “contexto”, de su “historia”, de aquel tiempo, como él decía, inventado por relojeros.


Poesía y desterritorialización


La memoria arcana que habla al poeta lo lleva a situarse en una especie de No-lugar, un precipicio que abarca el conocimiento absoluto (Ramos Sucre estudió latín, alemán, inglés, francés, sueco, holandés, historia, literatura, filosofía, geología, geografía, derecho, matemáticas) y lo estaciona en un universo total, cosmología poética en donde no entran las glorias mundanas o las romerías, y donde lo único que apremia es el dolor, el retiro, la oquedad.

Al ubicar o fundar otro territorio, no propiamente físico, Ramos Sucre establece una especie de desterritorialización voluntaria, pues es indudable que se extrae de una realidad “presente” para ubicarse en una “realidad” pasada o eterna, donde lo único que cuenta es la configuración de un ente universal y perenne. El poeta se declara, a través de su escritura, en un ser que lucha por elevar su conciencia humana, un hombre que combate el animal que todos llevamos dentro. Su escritura muestra una permanente fricción entre la materia y el espíritu, entre el conocimiento absoluto y la lógica de la contemporaneidad:
Yo rodeaba la vega de la ciudad inmemorial en solicitud de maravillas. Había recibido de un jardinero la quimérica flor azul.
Un anciano se acercó a dirigir mis pasos. Me precedía con una espada en la mano y portaba en un dedo la amatista pontificial. El anciano había ahuyentado a Atila de su carrera, apareciéndole en sueños. (La Procesión, Pág. 320)

Este saber abstruso le obliga a un ejercicio de liberación. La escritura en Ramos Sucre no es muestra de intelecto, de pose, de apariencia filosófica. Su poesía es el reflejo de lo que el hombre es; su prosa poética nos desnuda a un alma en constante ascenso-movimiento hacia lo divino, lo total, la unidad, la nada, el todo. Ramos Sucre sufre y eso lo constatamos en sus cartas, en sus primeros indicios de suicidio, en su descontento y en su avidez. El árbol del saber provoca todas estas crisis; sólo los idiotas son felices, diría alguien por allí; lo que confirma que el único estado de felicidad para el aeda latinoamericano es la escritura, la disciplina literaria.

Todo lo anterior refuerza mi hipótesis sobre la desterritorialización del vate. Ramos Sucre carga sus bártulos y su cruz y va por los rincones de un mundo al que no todos tenemos acceso. Por intuición filosófica el poeta trasciende la normatividad de un mundo presente-vulgar para instalarse en las coordenadas de un continente mitológico, divino, etéreo, cuyos planos fueron diseñados por las manos del gran creador. Ramos Sucre lucha por una armonía y un equilibrio entre la materia, el intelecto y el espíritu, razón por la cual el sufrimiento es uno de sus mejores lenguajes:
Yo me había internado en la selva de las sombras sedantes, en donde se holgaba, según la tradición, el dios ecuestre del crepúsculo. (El Alumno de Tersites, Pág. 540)

La poesía de Ramos Sucre constata una permanente fuga, un aislarse de lo “real” y aparente para sumergirse en el río de la historia, el río cuyas aguas son claras y por eso mismo fidedignas, y cuya corriente está delineada por la memoria de un prisma humano de donde emana la voz del pasado, de lo vivido, de lo que sigue viviendo, de lo que gravita indefiniblemente por la atmósfera y el estro literario:
Yo recataba mi niñez en un jardín soñoliento, violetas de la iglesia, jazmines de la alhambra. Yo vivía rodeado de visiones y unas vírgenes serenas me restablecían del estupor de un mal infinito. (Victoria, Pág. 209)


Santidad a través de las ciencias oscuras.

José Antonio Ramos Sucre fue un visionario. Además de poseer el don, el escaso don de la palabra, poseía la visión de todo iniciado. En una carta a su hermano Lorenzo, argumenta: Creo en la potencia de mi facultad lírica. Sé muy bien que he creado una obra inmortal y que siquiera el triste consuelo de la gloria me recompensará de tantos dolores. (Apartes de una carta fechada el 25 de octubre de 1929, a pocos meses de su suicidio).

Esta carta demuestra el convencimiento del creador, la certeza de que su búsqueda –no sólo literaria- era la adecuada y que su flecha apuntaba a un blanco inexcusable.

Ramos Sucre conoce el camino del exceso mental para acceder a otros niveles síquicos. Su certeza también estriba en la búsqueda de la santidad –no la del monje ni la del papa- a través de las ciencias oscuras. La mayor preocupación del poeta venezolano es lograr la gran obra –la del trabajo alquímico- a través de la literatura órfica y el saber teosófico.

Sólo a partir de una transformación espiritual –propósito de todo metafísico- era factible la consecución de la gran obra, de la tabla esmeraldina. Ramos Sucre sabe que la transformación del mercurio en oro es sólo una alegoría y que en últimas lo que los grandes alquimistas buscan es la transformación de la materia en espíritu. De allí su preocupación, su coherencia, su consecuencia. El poeta sabe que las peroratas son para los oficiantes, para los sordos –parlantes de los radicalismos ideológicos:
Yo vivía perplejo descubriendo las ideas y los hábitos del mago furtivo. Yo establecía su parentesco y semejanza con los músicos irlandeses, juntados en la corte por una invitación honorable de Carlomagno. (El valle del éxtasis, Pág. 211)

José Antonio Ramos Sucre conoce el lugar donde se funden las presencias, conoce el valor simbólico de la tierra negra, del Yo Soy, de la serpiente verde, de la tabla esmeralda. A su vez, conoce las cartografías finamente diseñadas por Hermes Trismegisto (padre de todas las religiones y todas las filosofías), Ramón Llull (Filósofo y místico catalán) Pico de la Mirándola (neoplatónico renacentista), Francesco Giorgi (Monje cabalista), Cornelio Agripa (filósofo y mago), Rogerio Bacon (filósofo aristotélico), Trithemius (Iniciado en las ciencias secretas), Paracelso (Antroposofista, místico y mago) Cagliostro (avezado en las palabras, las yerbas y las piedras), Saint-Germain (virtuoso en las ciencias Ocultas) etc, etc, etc. De allí que se acerque de manera concienzuda al misticismo, a la filosofía, a la ciencia, al arte, a la Cábala y a la filosofía hermética. La única manera de resolver sus interrogantes más profundos es acercándose a la vida de prohombres como los arriba mencionados y recapitular su plano físico en el conocimiento del espíritu y las doctrinas “oscuras”. A través de ese camino busca la salvación, la resolución de sus conflictos internos y externos, los que purifica y metamorfosea a partir de la escritura y el ejercicio literario:
Yo visité la ciudad de la penumbra y de los colores ateridos y el enfado y la melancolía sobrevinieron a entorpecer mi voluntad... Yo salí a recrear la vista por calles y plazas y pregunté el nombre de las estatuas vestidas de hiedra. Prelados y caballeros, desde los zócalos soberbios, infundían la nostalgia de los siglos armados de una república episcopal. (La Cañoneas, Pág. 346)


La muerte, su escritura, su círculo

Existe un sino trágico en los cuatro poetas andinos: La muerte. Si es verdad que el único que no lleva a feliz término su propósito –porque la muerte es un propósito, pienso- es el poeta boliviano Jaime Sáenz, también es cierto que no podemos omitir sus intentos de suicidio y la permanencia de ese Ente maravilloso entre sus versos.

Tanto Ramos Sucre, como Carlos Obregón, César Dávila Andrade y Jaime Sáenz la tributan, la coronan, la ovacionan. Los poetas de todos los tiempos de igual modo la festejan, le cantan. La muerte es para ellos un territorio, un elemento literario, un recurso estilístico. Todos los artistas, los grandes artistas, han trasegado por su territorio de sombras (¿o de luz?): Homero (el descenso de Odiseo al submundo), Virgilio (el encuentro de Eneas con Anquises, el descendimiento a los infiernos), Dante Alighieri (conversación de Charles Martel con Dante, El paraíso), Ronsard (Himno de los daimones), Milton (El Paraíso perdido), Goethe (El Fausto).

De este modo, Ramos Sucre no podía ser la excepción; su poética es un canto permanente a Perséfone (diosa griega) o Proserpina (su equivalente en la mitología romana). La muerte para el gran creador venezolano no es solo una idea infausta, la vaga idea extendida por una religión represiva cuyo máximo interés es el desarrollo, a través de ella, del miedo y la conversión. La muerte para el poeta posee un cuerpo –casi siempre literario-, una seducción poética, un hechizo metafísico, una fascinación esotérica. Al aproximarse a ella, a su territorio de ánimas volantes, se presenta una especie de conversión espiritual, de ascenso hacia lo absoluto:
Cuando la muerte acuda finalmente a mi ruego y sus avisos me hayan habilitado para el viaje solitario, yo invocaré un ser primaveral, con el fin de solicitar la asistencia de la armonía de origen supremo, y un solaz infinito reposará mi semblante... (Omega, Pág. 364)

La muerte está representada en lo femenino, ciclo que comienza y que termina, que empieza y que acaba, espiral que no muere, que no bosqueja su último trazo. La muerte es la única posibilidad –eso lo sabe Ramos Sucre- el fin de la sonrisa absoluta de la que adolece la vida. Para el poeta la muerte es una forma corpórea, una presencia, una vibración, un movimiento hacia otros espacios.

¿Pánico a ella? ¿Miedo a ella? Estos interrogantes nos llevan tal vez a la contradicción como respuesta. Es muy factible que se le cante con tal de mantenérsele retirada, como también no deja de ser cierto que constituya un resorte por el que se entra a otra lógica, a un nuevo racionamiento sobre la vida, a una nueva percepción del espacio y su tiempo. En esa búsqueda frontal de la verdad, la muerte suele ser el camino más apropiado, el único camino, el sendero de las respuestas, las prácticas, las visiones y las experiencias. Cantarle a la muerte, escribirle a la muerte, tratar de descifrarla es, en resumidas cuentas, una manera de apropiarse de la historia, del presente, de una cronología que está muy vinculada a la expiración y a todo lo que fenece.

La muerte es el rostro del tiempo, es la cara de un eco de horas que van quedando inscritas en un éter que los poetas intuyen. Ese éter se reincorpora de lo gaseoso y comienza a poseer una configuración material: todo lo que “expira”, todo lo que “acaba”, todo lo que se transforma (la materia no se destruye) toma un matiz revelador en la escritura del vate. En la muerte, por supuesto, no existe la percepción del tiempo terrestre, la idea racional de un espacio real, la certeza de un órgano tangible y específico. La muerte crece en el poeta, se desarrolla de modo muy particular a través y a partir de su angustia literaria:
He seguido los pasos de una mujer pensativa. Me sedujeron los ojos negros y la extraña blancura de la tez.
Una enfermedad me había desinteresado de la vida. Recorrí una serie de calles desempedradas y sumidas en la oscuridad. Yo me abandonaba al peligro de una manera indolente...
He presenciado el desfile y la reunión de unas figuras ambiguas. Todas mostraban el rostro de la mujer pensativa y me rodearon, formando un coro de amenazas y de lamentos... (El Extravío, Pág. 398)


De otro lado, la muerte significa un develamiento del todo, la voz secreta del todo, la omnipresencia del todo. En ese camino de estrellas, en esa noche absolutamente obscura (donde se encuentra la totalidad de la luz) el poeta es capaz de fundirse con su lenguaje interior, aquel lenguaje que contiene la búsqueda de la verdad, la verdad como una señal particular del ser trascendental e interior.

La muerte se constituye, pues, en un entreacto, en la escena que conduce a otras escenas, el intermedio de la obra en donde se pasa a otra sala, a otros ambientes. Esos ambientes son quizás los puntos de partida y de llegada, el NO-Lugar donde se recupera la memoria absoluta, aquella que nos habla de todos nuestros nacimientos y todos nuestros fines.

La expiración, el acabose de las cosas puede tener una estrecha relación con el olvido, ¿qué es el olvido sino la muerte de un recuerdo, de una vivencia? En ese sentido el olvido guarda grandes relaciones con lo que fenece. Se muere diariamente, se recapitula la página en blanco de la existencia a través del tiempo recobrado, de lo que logra evocarse. Lo demás está “aparentemente” muerto, subyace en el río del olvido, en las aguas fragorosas de las sombras. La memoria nos mantiene vivos, la reconstrucción de la historia –de nuestra historia- nos hace dueños de la vida y de sus discursos literarios. ¿No seremos acaso el recuerdo de algún Daimon? ¿La idea sostenida en el espacio por algún dios antiquísimo y suprahumano? ¿Es el olvido de ese dios lo que nos lleva al fallecimiento? Acaso la muerte sea el desaparecer –por un minuto- de las corrientes subterráneas e invisibles de un pensamiento extraterreno, lo que nos lleva, en el tiempo formal, a ausentarnos por muchas “horas” del territorio de los “vivos”. Esa es quizás una de las razones más poderosas para que Ramos Sucre se apropie de su memoria individual, de la memoria colectiva de la que forma parte, memoria que, sin embargo –como en el Efecto Mariposa- puede retocar, recrear, interceder, modificar y alterar:
Un relicario de bronce guardaba, más de mil años, los despojos de una virgen cristiana arrojada al Tíber. Yo había reconstruido algunos episodios de su jornada en este mundo por medio de las noticias breves, lineales, de una crónica devota... ...Yo me restablecí de un afecto desvariado asumiendo una actitud contemplativa, esforzándome en dibujar la figura ideal de la santa. Yo me perdí adrede en la soledad de unos montes bruñidos y me abandonaba sobre un reguero de piedras. Una golondrina desertaba de los suyos en el mes de sombras de la cuaresma y creaba delante de mí, enredándose en mis cabello, la vista de la vía desierta y de la iglesia del relicario en la Roma pontifical. (El Jardinero de las espinas, Pág. 356)


Vocabulario esotérico


Ramos Sucre cifra su lenguaje en una atmósfera obscura, en un lenguaje que debe desmontarse y desarticularse hasta que quede totalmente desnudo. De esa desnudez surgirá, sin lugar a dudas, una idea auténtica, una verdad relativa, una consideración trascendental que bordeará los predios de lo absoluto y lo hermético:
Yo quisiera estar entre vacías tinieblas, porque el mundo lastima cruelmente mis destinos y la vida me aflige. (Preludio, Pág. 33)

El poeta aspira al silencio del todo, a la nada de la no-escritura, de la no –palabra, de la no-razón para que éstas le ofrezcan las esencias originales de lo callado y mudo, aquello que lo aleje del barullo escatológico de la cotidianidad humana:
Yo había pasado la mitad de la noche a la vista de las frías constelaciones y vine a recogerme y a dormir en una sopeña a la manera de Orfeo. (Bajo el velamen de púrpura, Pág. 523)

Esta relación del poeta con la cosmología interna y externa (el poeta como microcosmos) lo lleva a una transubstanciación en donde asume la visión de un individuo no material, etéreo, capaz de contemplar las estrellas desde su naturaleza inorgánica, no material, no sustancial –desde la óptica de lo físico- y amparado en una nueva estructura de espacio, cuerpo, tiempo y mente. Esa es una consideración plenamente esotérica y metafísica.

Sus recursos literarios, su estilo, sus sobrias metáforas, su propuesta atmosférica plantean siempre la existencia de un plano que no se sujeta a coordenadas terrestres o a lo expresamente humano:
Su mente padece la visión de los jinetes del exterminio, descrita en las páginas del Apocalipsis y en un comentario de estampas negras. (Los Herejes, Pág. 212).
Parece que Ramos Sucre evocara siempre un trance al que suele tener acceso, ya sea por vía literaria-intuitiva, ya por vía imaginativa-filosófica. De todos modos, siempre resulta esclarecedora su poesía en el sentido en que propone una realidad posible, otra, que el poeta conoce, moldea, maneja y trueca. Es una verdad maleable, una tela que se dobla de acuerdo a los pliegues trazados por el propio poeta venezolano:
Yo adivinaba los acentos claros del alba, salía de mi retiro y pisaba con reverencia y temor la escalinata roída por la intemperie. (Lucía, Pág. 215).

En otros poemas parece existir un poeta-oído, un hombre cuya oreja se extiende a consideraciones de carácter extrageográfico e intemporal. Es como si el poeta sumergiera su aparato auditivo en la resonancia universal de un silencio acústico, una nada sonora, una música muda que es sólo audible desde un no-lugar poético, desde una cartografía sonora o un mundo constituido por puros sonidos, por el trazo musical de un resorte “involuntario” y perenne:
Yo visitaba la selva acústica, asilo de la inocencia, y me divertía con la vislumbre fugitiva, con el desvarío de la luz... ...Yo frisaba apenas con la adolescencia y salía a mi voluntad de los límites del mundo real. (Antífona, Pág. 218).

Antífona, por ejemplo, nos sugiere y plantea la facultad que posee su creador de abandonar los límites del mundo y trascender esa otra dimensión POSIBLE, dimensión que nos dibuja y bosqueja a través de su niñez y su adolescencia. Pero, ¿de qué niñez y de qué adolescencia nos habla Ramos Sucre? ¿De la suya, de la de su otro, de la de sus otros, de la de un ser que FUE y con el que se descubre? Es muy factible que ese asilo de la inocencia del que habla en el poema no sea sino su escritura y la metamorfosis que vive a través de ella. El asilo lo recibe a diario, es su segunda o primera morada, es el lugar de encuentro con sus múltiples voces, fantasmas y temporalidades:
Mi viaje se verificaba en un mismo tiempo (La Salva, Pág. 219)

Ese lenguaje, esa palabra, esa idea, ese concepto no se reducen a la noción de escritura, como una cosa mecánica, sino que se eleva a la revelación, al trance, a la visión, a la percepción de lo “invisible” o a lo que se esconde de los ojos. La poesía del aeda venezolano es el habla de la videncia y de la audiencia, a través suyo –si puede llamársele receptor- nos cuentan sus cosas las Salamandras y las sílfides, secretos reservados para este tipo de prohombres, de visionarios, de superoyentes:
Aleja de tal modo las insinuaciones del amor y de los afectos humanos para seguir mereciendo el socorro de la Salamandra y de la república volante de las Sílfides. (El Rebelde, Pág. 225)

Esa renunciación a la que se somete Ramos Sucre, ese desprenderse, ese anularse como hombre material, ese negarse como un individuo físico, ávido de los afectos del sexo y del género, ese omitirse como ego, como sujeto individual para asumir su estructura colectiva, holista, ecuménica lo llevan a trascender el espacio y el tiempo, a tomar las voz de los otros, a traducirse en una polifonía de ondas y de figuras, de cuerpos, de esqueletos, de disposiciones mentales, de reverberaciones humanas:


El Peregrino de la fe


Yo gustaba de perderme en la isla pobre, ajena del camino usual. Descansaba en los cementerios inundados de flores silvestres, en el ámbito de las iglesias de madera.
Mi pensamiento se desvanecía a la vista del cielo de ámbar y de una serranía azul.
Yo rompía al azar la flora voluble de los prados. El iris mágico de una columna de agua aturdía la serie de mis caballos imprudentes.
El sol fortuito invertía las horas de la vigilia y del sueño, presidiendo el fausto de una latitud excéntrica.
Los ríos verdes ocupaban un cauce de cenizas. Merecían el privilegio de llevar al océano el ataúd de una virgen desconsolada.
Yo recliné la cabeza en una piedra, compadeciendo la frente proscrita de Jesús, y dormí en una colina sobria, en donde crecía una maleza perfumada, cerca del blando tapiz del mar.
Yo disfruté, en el curso de la noche plácida, las visiones reservadas a Parsifal y recibí, antes del alba, el mandamiento de alejarme en silencio.
Un prócer de la corte celeste, favorecido con el semblante y la sabiduría de un San Jerónimo, me esperaba a breve distancia en el barco del pasaje y lo dirigió con la voz. (Pág. 226)

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domingo, 23 de septiembre de 2007

Carlos Obregón: Suicidio o búsqueda de absoluto

(4)


Carlos Obregón:
Suicidio o búsqueda de absoluto


Nada reposa;
todo se mueve,
todo vibra.

El Kybalion.




¿De dónde viene Carlos Obregón, de que extraño país, de qué rara geografía? Esas parecen ser las preguntas más comunes cuando uno afronta por primera vez la obra poética de un artista de semejantes naturalezas. Y no es que uno desconfíe de sus textos, de su creación, de su búsqueda o de sus atmósferas literarias; la duda es el producto de una fruta obvia y natural si se recuerda y consiente que su origen es casi excepcional, inexplicable, y que no encuentra ninguna lógica teniendo en cuenta su locus enunciativo: Bogotá, 21 de febrero de 1929.

Esa duda es más entendible cuando uno descubre que la poética colombiana de ese tiempo insistía en un esteticismo muy próximo al romanticismo, al modernismo o al realismo social, producto este último de la revolución cubana. Sin embargo, ¿por qué ese alejamiento del poeta Obregón a la palabra de escritores ya reconocidos como Luis Carlos López, León de Greiff, Porfirio Barba Jacob o Luis Vidales? Da la impresión de que la primera obsesión del poeta suicida es precisamente desprenderse de esa retórica ya frecuente en otros poetas del país y lograr, más bien, una proximidad –no tan estrecha- con los poetas y los movimientos de vanguardia en la América hispánica. Ni siquiera en los novísimos ni tampoco en Piedra y cielo (Eduardo Carranza, Jorge Rojas, Arturo Camacho Ramírez) en quienes no se observan grandes rupturas –como las que existen en Vicente Huidobro, César Vallejo, Octavio Paz e incluso en Pablo Neruda- logramos estacionar al poeta Obregón, lo que nos sugiere la presencia de un expatriado, un exiliado voluntario de la literatura que se escribía desde ese lugar de enunciación llamado Colombia.

De Carlos Obregón podemos pensar lo mismo que intuimos de José Antonio Ramos Sucre en Venezuela; César Dávila Andrade y David Ledesma en Ecuador, y Jaime Sáenz en Bolivia. Los cinco –aunque David Ledesma no hace pieza en este estudio- parecen formar parte de esos extraños hombres que no pueden categorizarse, “subordinarse” o situarse dentro de las normas que rigen la temporalidad, la espacialidad, lo racional y la instrumentalización de occidente. Ellos, todos, se constituyen en una especie de puente que une lo normal con lo paranormal, la materia con el espíritu, la razón con lo que carece de toda lógica.

Y en ese sentido uno puede celebrar la presencia de Carlos Obregón Borrero (al igual que la de los otros poetas andinos), pues su poesía es una poesía que no está escrita para hombres de los años 50’s -su primer texto publicado data de 1952- sino para generaciones de un tiempo futuro, abiertas a los cambios sociales, a los intersticios de un espacio sin redondez ni quiebres que cierren los paralelismos de un universo ecuménico.

De ese Universo es Carlos Obregón.




Un maridaje con lo absoluto



Hay unas constantes impostergables en todos los poemas de Carlos Obregón: El universo, el fuego, la muerte, el tiempo. De esas constantes hemos podido adivinar una permanente preocupación del poeta. Esa preocupación traspasa toda su obra, se incrusta en su escritura, merodea su propuesta literaria: el Uno o lo absoluto.

Sin embargo, esta ansiedad o requerimiento no es exclusiva del gran poeta colombiano. Si bien es cierto que hallamos esa misma constante en Ramos Sucre, Dávila Andrade y Jaime Sáenz, debemos referir que es un elemento que se repite en grandes poetas de todos los tiempos: Nerval, Goethe, Milosz, Rimbaud, Gautier, Yeats, etc, etc, etc.

La tarea fundamental de estos “posesos” consiste en recordarnos el origen de nuestros vates continentales y afirmarnos -en el sentido exacto de la palabra- que ninguno de ellos busca, persigue o ambiciona la ubicación en un tiempo, escuela, rótulo o referente ideológico. Estos creadores se instauran como los vasos comunicantes que expresan al mundo otras realidades, otras estructuras, otros olores, distintos escenarios, grandes verdades detrás de lo pequeño y lo habitual.

Es como si su sino literario consistiera en ponerse en comunicación con el cosmos, con extrañas presencias, con raras creaturas. Carlos Obregón sigue esa línea, entiende esa verdad, trasiega de una orilla a otra. Todo esto lo comprobamos en la madurez que va decantándose en su escritura, esa certeza con la que empieza a asumir la supuesta realidad, el mundo limitado de los sentidos, las nociones estrechas de la lógica humana, para pasar, en cambio, al conocimiento esotérico y a consideraciones de orden sobrenatural:
No todo es la profunda penumbra que nos niega.
Enfilada en la espada nocturna
Como oración oscura que emerge del olvido,
Algo desciende, escarba la nostalgia:
Otra vida, quizás, otra ruta que guíe
Las naves en la noche. (Distancia destruida. Poema X, Pág. 13)

Leyendo su biografía se encuentra uno con la terrible o hermosa sorpresa de que Carlos Obregón fue un hombre que cambió de grandes escenarios y cartografías. Y cuando hablo de grandes escenarios no sólo me estoy refiriendo a escenarios de orden físico sino también de orden espiritual y mental. El hecho de cambiar ciudad por ciudad, trabajo por trabajo y propuesta literaria por propuesta literaria, nos arroja la convicción de que era un hombre que vivía en permanente fricción con su yo, en constante ruptura con su pensamiento, en una ascensión de la que no podía sustraerse.

De otro lado, esa imposibilidad de fundar una relación amorosa estable nos ratifica que el poeta anda en una indeleble fuga de su yo material, terrestre, convencional y que lo rebasa para hallar ese TODO que lo aflige y que lo llama, ese TODO en el que quisiera fundirse y del cual solamente se accede en un estado de revelación y de audiencia:
El hombre es este instante, exilio sin voz para su noche, noche en la noche de su viaje,
Algo que trasciende el espacio del cuerpo
Para ser el poderío sin origen de un salmo
Que se escucha en lo alto de las torres. (Distancia destruida. Poema XI, Pág. 15)

Carlos Obregón niega su tiempo, su materia, su territorio y esto se debe quizás a las lecturas por las que ha trasegado, a su carácter –no todo son lecturas-, a su formación individual, a su origen –mental y no geográfico-, a su visión y a su audiencia –siendo esa particularidad sonora supraespacial y extratemporal-.

Esa negación lo lleva a zafarse de una escuela concreta en Colombia y de no pertenecer a un colectivo literario: Carlos Obregón prefiere cultivar algodón, opta por retirarse de la academia –donde trabajó algún tiempo-, designa sus pasos a un territorio no fijo y a un cuerpo –femenino- no fijo. El poeta vaga por una geografía terrestre y asciende a lo que prefigura como estado, como materia, como tiempo.


Cronos engullendo a uno de sus hijos

Como esas negaciones a las que he hecho referencia, existen otras afirmaciones a la inversa que quisiera enlazar en el escrito y que no puedo pasar por alto u omitir. Una de esas afirmaciones –desde otra óptica y perspectiva- es la del Tiempo. El poeta colombiano niega el tiempo corriente y afirma un tiempo “otro”, donde tiene cabida la órbita del flujo, del reflujo, de lo circular, lo regresivo, lo progresivo –no lo vinculado a pasado, presente-. Obregón presiente ser uno de los tantos hijos de Cronos, sabe que Saturno lo devora, pero sabe también que a partir de ese viaje involuntario, o a esa “muerte” involuntaria, se entrega a la sapiencia de un tiempo perfecto, elástico, perenne, infinito, universal:
...memoria alta y sumergida en la dura presencia
Que intangiblemente asalta
Lo que en nosotros vive y viaja hacia el silencio. (Distancia destruida. Poema XIV, Pág. 18)

El poeta define su tiempo individual y lo conecta con un tiempo colectivo-universal. En su permanencia terrestre como hijo de Cronos asume, en repetidas ocasiones, el papel de Zeus –Júpiter para los romanos- y destruye, como todo hijo, a su padre. Ese asesinato le da la posibilidad de inventar o formar un nuevo tiempo, un nuevo fin y un nuevo principio. A través de la escritura (todo poeta es un pequeño dios), funda la intuición, lo no visto, lo no escuchado, la no escritura, la sonoridad de los OBJETOS mudos. Al descubrir que la realidad, como el lenguaje, son muy limitados, comienza a expresar el concepto oculto de las cosas, la idea universal que gravita por el éter y el espacio extrafísico de ésta y otra dimensión.

Podríamos pensar que todo esto se sucede en el poeta de manera involuntaria y no premeditada. No obstante, ¿quién nos garantiza que el poeta no poseyera la facultad de crear su propia geografía, su propio tiempo, su propio territorio? El hecho de no tener un antecedente –como tampoco lo tiene Ramos Sucre, Dávila Andrade y Jaime Sáenz- no significa que no sea figura excepcional en la creación.

Muchos son los autores que se levantan de una nada artística –sin poseer herencia congénita o cultural- y fundan un nuevo paradigma para sus naciones –sin afirmar con esto que pertenezcan a X o Y país, pues los supongo seres universales-, trazando una nueva lógica en la percepción del mundo y sus estructuras filosóficas.

De esa camada son ellos, de esa lista anómala, esquiva, pequeña son estos autores andinos y latinoamericanos, terrestres y supraterrestres. Carlos Obregón Borrero es uno de esos pocos anómalos, uno de esos hijos que ha combatido al padre con todo los furores del mundo, con toda la bravura de un guerrero:
No la detención del TIEMPO (las mayúsculas son mías) o del recuerdo
Sino la música en la sangre,
El resurgir perenne de las miradas
Como signos tutelares
Empinados desde el alma.
Las cosas son el tacto. (Distancia destruida. Poema XV, Pág. 19)

¿De qué manera podría explicarse esa reiteración del tiempo “otro?” ¿Es acaso el pánico que provoca en un simple mortal las fauces de ese dios que todo lo engulle? ¿Es mero miedo al Temps o es la convicción absoluta de que detrás de sus fauces existe otra lectura, otro diafragma, otro músculo, otra fisura? Creo que el poeta sabía de sobra eso, conocía esa suprageografía donde el tiempo se comporta de manera real, donde sus curvaturas, sus giros, sus piruetas, sus relojes no acometen de la misma manera como lo hacen en los planos terrestres-racionales, y que el tiempo no atesta a la luz, a los cuantos energéticos, a las vibraciones del TODO.

En esa vertiente posible el poeta Obregón canta y funda un Temps que le sea más familiar, menos monstruoso –para los ojos de lo que perece-, más dadivoso con la materia, estético, poético si se quiere. Su percepción, por lo tanto, no posee limitaciones, separaciones, segmentaciones de orden “real”. El tiempo es uno solo: lineal –hacia atrás o hacia adelante-; circular –sin punto medio-; espiral –sin principio ni fin-; triangular –sin ángulos ni biseles-, pero siempre él mismo: integro, absoluto, lleno de vacío, de oquedad, de resonancias:

Algo es el silencio y ya nadie podría soportar
La misma densidad que bruma
Perdida entre las puertas de la noche.
El más amplio destino está en el viento
Y el sueño son las rutas, los barcos que transitan
Entre las islas y su historia. La distancia destruida
Y los ojos abiertos hacia otra esperanza,
Peregrinaje austero de los primeros viajes,
Solicitud de las playas que esperan el retorno de un cuerpo.
Los pasos se hacen tiempo, murmullo entre las hojas.
Viaja: hoy comienza el abismo de tu propia nostalgia.
(Distancia destruida. Poema XVI, Pág. 20)

Este poema, como otros textos suyos, sugiere la destrucción de la distancia -de allí el nombre del libro-. Sin embargo, ¿qué es esto sino la anulación del espacio y por esto mismo del tiempo? ¿De qué otra forma medir las horas sino en el recorrido que hacen ellas de un lugar a otro, de una distancia a otra? El poeta persigue esto, insiste en esto: destruir el tiempo demoliendo los espacios, los lugares, los trayectos.

En este orden de imágenes y representaciones podemos pensar en ese No-lugar, en esa nada absoluta –donde está el todo- de la que también nos habla Ramos Sucre. Esa ubicación permite una mirada gran angular, un olfato gran angular, un tacto gran angular. Si existe una destrucción del espacio y del tiempo, ¿qué queda entonces? ¿Es posible pensar en la materia en un lugar donde no existe la forma y el fondo, donde el tiempo se vuelve oblicuo y se desintegra? ¿Es factible que el tiempo se desintegre? ¿No es esa otra forma de tiempo –distinto al que percibimos-, otra forma de materia –sin peso ni sustancia- una gravedad -sin centro de atracción-?

¿Es el espíritu del hombre el que nos habla, es su energía, son sus moléculas, sus quanta? ¿Desde qué sitio nos hablaba –habla- Obregón Borrero? ¿Qué pensarían –piensan- aquellos hombres que esperaban de él una literatura “comprometida”, “histórica”, “política”, teniendo en cuenta que en Colombia se estaban sucediendo cruentas batallas, graves conflictos políticos, innúmeros cruces de balas entre hombres de uno y otro partido, y muchos de los artistas cifraban su arte en la especificidad de un tiempo concreto? Como es arriba, es abajo, pensaría el poeta:
¿Dónde está el espacio, cumbre sideral
Sumergida sin luz en la noche infinita?
¿Dónde está el tiempo hecho cuerpo de piedra,
la presencia inviolada,
el último contacto de la lanza nocturna?
Siempre, altas rocas, amigas presentidas
Fugazmente en los sueños,
Siempre los ríos del mundo fluyen indestructibles
Desde la clara aurora hasta los lentos mares
Y como espadas abren caminos silenciosos
Entre bosques aún más densos que el verbo despojado.
Así, en procesión inacabable,
Con la distancia perdida en su vital promesa
Se alejan las palabras del hombre hasta el abismo
Humildemente ungidas por el corazón del silencio
Como antiguas raíces entregadas ciegamente
a la eterna lucha del fuego y de la tierra.... (Distancia destruida. Poema XIX, Pág. 23)





Días de Monje



Otro de los grandes aciertos del poeta bogotano es el reconocimiento de su otro. Carlos Obregón se explora en la diferencia –también en la desigualdad- de un hombre que le supera a través de la palabra y la escritura. El poeta se mira en el espejo, en las aguas translúcidas de un río originario. Su otro lo mira de frente, se desprende de sí para fundirse en una distancia a través de la cual puede contemplar el mundo, el espacio, los relojes, los caminos.

Este acierto es topografía habitual en muchos poetas: desde Nerval -él es el otro- hasta Rimbaud -yo soy el otro- se plantea ese principio de otredad en la poética de diversos creadores. Como una verdad instaurada en alguien diferente -más allá de su propia poesía y de su propia búsqueda- el poeta Obregón define a su otro como un hombre posible en su palabra, en su creación, en su discurso metafísico y oculto. Y lo anterior no es solamente el reconocimiento de otro sujeto, otro individuo, otro símbolo, lo anterior también revela la existencia de un “otro” en nuestra piel, en nuestros más íntimos deseos, en las lógicas ajenas de “otro” rostro emparentado en las líneas oscuras de nuestra propia fisonomía:
...tus pasos extranjero, son conciencia que anuncia,
Después de las fronteras, las islas solitarias
Que vigila un santuario ungido en el silencio
De los ritos. ¡Ah! ribera que la luz descubre
En el filo del mundo, con justicia hoy canta
Un pueblo su esperanza y en los bosques vibra
El murmullo ecuestre del viento desatado. (Distancia destruida. Poema XXII, Pág. 29)

Ese otro está emparentado con una sustancia mayestática que podríamos definir como Dios, una sustancia y esencia en donde se traduce la fuerza de la naturaleza o de lo superior, la energía y la luz que cubren a todo hombre y toda mujer.

Es esa misma sustancia, esa misma vibración lo que incita a un encuentro con lo oculto, con lo metafísico, con lo paranormal. Esa realidad puede traducirse en silencio, en un cuerpo akásico, en un aura extraterrena. El creador siente ese llamando y se funde en ese principio, despojándose de sus ropas, de sus apariencias, de sus limitaciones físicas. Al no hacerlo de manera física –sí de manera mental: la idea y la forma se elevan a otros terrenos-, el artista acude a la creación, a la propuesta literaria, a la escritura. El acto creativo es una forma de catarsis, de metempsicosis, de vuelo auditivo y visual. De allí su ruptura con el hoy, con el supuesto presente, con la aparente realidad, aquella tan vociferada por los teóricos, tan decantada por los medios de comunicación.

De tal forma que Carlos Obregón, como muchos otros artistas del pasado y del presente, se sumerge en las aguas sibilinas de un río que habla –la historia “otra”- para descifrar el lenguaje de un ser que él intuye, un ser que lo habita pero que sólo escucha en los planos de la escritura y la visión alquímica:
A veces,
Al caer la noche,
Temo entrar con mi cuerpo
En tu vasto silencio... (Días de Monje, Poema 1, Pág. 69)

Ese otro es el mismo poeta, es su mismo cuerpo etéreo, mental, gaseoso, es su misma sustancia corporal elevada a la convicción, a la sana convicción de un ser que se ubica en una dimensión extrasensorial, alejada del atavío de la razón y lo obvio:
Entre densas volutas
He visto manos
De vigorosos ángeles.
Y también he visto
Que tu rostro es de fuego (Días de Monje, Poema II, Pág. 70)


Y ya no existir: ser

Carlos Obregón Borrero –caso que se repite en los otros poetas andinos- sabe que la única vía que conduce a la consecución de lo absoluto es la muerte. En su poesía se plasma, se dibuja, se bosqueja esa rara cartografía, ese raro arabesco que nos habla de la otra orilla, de la muerte como único camino, como principio del fin, como el acceder a las cosas del ser superior, donde subyace el lenguaje secreto, el número, la cifra oculta, el pentagrama que es capaz de traducirse sin ejecutar un solo instrumento.

La no-existencia de la materia –de este tipo de materia- supone la aparición en escena de otro tipo de materia, una materia que puede leerse en lo intangible, en “lo invisible”, en lo callado. Carlos Obregón ha diseñado su muerte, su fuga, su escapatoria desde muchos años atrás; el suicidio se elabora, no es un acto accidental, arbitrario, repentino. El poeta ha invocado a la muerte a través de su escritura, a través de una poética que es ante todo el tributo a Perséfone, la moneda de entrada a los territorios de Plutón:
Y ya no existir: ser.
Como la estrella en su distancia.
Como la roca participa. Como el ángel.
Porque sólo queda este hontanar pleno y vibrante
Cuando EL CUERPO SE ALEJA CON EL VIENTO (Las mayúsculas son mías)
Y SE SUMERGE en el rito solar que lo ha integrado. (Peregrinaje: Elohim, Poema III, Pág. 85)

Pero la muerte no es sólo la expiración, el fallecimiento. Ella significa el anular lo físico, la polifonía aberrante del hombre –racional en extremo-, el omitir la realidad que nos viene de los sentidos. En ese orden de ideas Obregón Borrero se aleja del canto de las sirenas, del barullo de los pájaros del bosque de la cotidianidad que quieren engañar a los oyentes, a los humildes transeúntes que buscan el resurgimiento, la resurrección, el encuentro.

En esa necesidad apremiante de absoluto los poetas estudiados parecen corroborar que la lucha es más compleja de lo que esperaban, que la fuga no es tan sencilla, que el cambio mental y espiritual no basta, que el mundo es por demás esquivo a sus transformaciones, que el resto de los mortales se niegan a aceptar una vida similar (en cuya percepción otras sean las prioridades), que el sistema omite a ese tipo de enajenados, que el camino más fácil engulle a la romería, que la realidad que atraviesa al hombre –casi siempre una imposición cultural, ideológica, política y religiosa- le exige ciertos comportamientos homogéneos, posibles de manejar, de persuadir, de orientar hacia la masa del mundo.

Entonces la escritura es una resistencia –siempre lo ha sido-, se constituye en una propuesta “otra”, en una puerta, en un escenario. La poética no fustiga, no persigue –como lo hacen todas las teorías-, no busca “lavar cerebros”, no intenta ganar, como lo he dicho, adeptos y sacerdotes que oficien su “gran verdad”.

En la escritura subyace lo que nos negamos a conocer y recorrer. Otras posturas, otras verdades, otras realidades, otros tiempos, distintos espacios:
Entonces liberados de toda lejanía podremos saludar
El advenimiento del fervor vegetal
Que con el verano descubre los vestigios ciegos
De una ciudad sumergida en el sueño del río
O la muchedumbre de esbeltas voces
Que ascienden por los árboles hasta tocar las nubes
Como una inmensa llamarada verde que se agita
Desde el fondo más secreto de la memoria del mundo...
... la libertad de un viaje sin origen... (Distancia destruida, Poema XXIV, Pág. 32).

La muerte es acceder a la vida auténtica –esa es la percepción del escritor- a la verdad de las cosas ocultas. A través de ella se promueve el viaje, el camino emprendido por Orfeo en busca del amor. Y ese amor lo representa una mujer –lo que guarda una estrecha relación con Dante-. En ese sentido ratificamos nuestro pleno convencimiento de la muerte como un Ente que posee cuerpo, estructura, geografía.

Carlos Obregón sostiene la idea de que el ya no existir es la única forma de SER:
En qué fulgor, hacia qué morada
Llena de verde tiempo avanza,
Socava en soledad el ojo, el río, el viento?
Cada Dios surge como largo recuerdo
De lo que nunca ha sido,
Aviva el ser hacia el abismo,
Desgarra la mirada bajo la luz del siglo.
¿Quién, qué cuerpo trashumante,
qué nave de exilio te busca, te redime?
Solo contra la noche el ungido se yergue
Como un árbol de fuego
Y lo que aún perdura atestigua y me salva
En su alto silencio. (Peregrinaje: Elohim, Poema II, Pág. 84)


Vocabulario metafísico

Carlos Obregón Borrero es un poeta de alturas excepcionales. Sus afirmaciones esotéricas y ocultas dan fe de eso. Su creación es un estadio sin precedentes en la poética nacional, un estado al que muy pocos han tenido acceso. Y eso puede explicarse desde muchas lógicas: la distancia de todos los creadores con lo metafísico, la hegemonía de ciertas poéticas, la noción de “realidad” de las clases dominantes y subalternas, las políticas imperantes en la geografía colombiana.

Pese a ese desierto esotérico, Obregón se impone a esa literatura un tanto homogénea; transgrede las posturas imperantes, las estéticas más usadas. Su vocabulario metafísico puede entregarnos un balance que termine de consagrarlo:

Lo que veo es muy sencillo, pero lo que no veo es aún más sencillo (Pág. 75)

Entraré en tu silencio y te adoraré en diferentes lugares de la noche. (Pág. 80)

¿Qué río, qué tiempo oscuro fluye donde tú mismo eres y te hallas? (Pág. 83)

¿Quién, qué cuerpo trashumante, qué nave de exilio te busca, te redime? (Pág. 84)

Y luego perdurar. Lejos la piel, los ecos, los péndulos del tiempo. Primicia dura del viaje, viento antiguo en la altura del día como proa que cava entre la ausencia, como lanza guerrera del silencio. (Pág. 91)

Una llama profunda hincaba su fulgor contra los ojos. El tiempo estaba entre filos de luz y estrellas desplomadas y un viento sin origen hendía el mundo. Polvo y esparto. Muros blancos. Trigo. (Pág. 97)

Miro tu tiempo horizontal y puro vencido levemente bajo el ala del viento, miro tu ser con ojos encendidos y despojado avanzo hacia el fondo perpetuo donde todo es hallazgo, donde todo renace en proezas azules de un espacio sonoro. (Pág. 99)

El fuego del hogar quema las horas, el alma mira el fuego y escucha resonar una campana que adentro anuncia un viaje hacia el olvido. (Pág. 105)

Solía irse del cuerpo cuando amaba y entrar de siglo en siglo en cada hora. El mundo le cabía entre las manos, alto el viento en la orilla del silencio. Polvo estéril soplaba entre las flores. (Pág. 107)

Esa consagración sólo es posible a través de su obra. Obregón no persiguió el reconocimiento, el aplauso, la venia. Era y Es un poeta en la complejidad de la palabra, en la acepción del oficio. El hecho significativo de su suicidio demuestra que sus búsquedas eran otras, que sus afanes y angustias se confinaban en otros resortes.

Una búsqueda sin geografía, una bandera sin territorio fijo, un himno sin comarca. Una poesía ubicada en un lugar del ser, en un espacio del espíritu, del Todo mayestático. Poesía escrita y diseñada para un hombre del ahora perenne, del Ya eterno, del Tiempo cósmico en donde no existen los ayeres ni los mañanas, donde no tiene cabida la apariencia de lo real y el verbo frágil de lo cotidiano.
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