domingo, 23 de septiembre de 2007

Carlos Obregón: Suicidio o búsqueda de absoluto

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Carlos Obregón:
Suicidio o búsqueda de absoluto


Nada reposa;
todo se mueve,
todo vibra.

El Kybalion.




¿De dónde viene Carlos Obregón, de que extraño país, de qué rara geografía? Esas parecen ser las preguntas más comunes cuando uno afronta por primera vez la obra poética de un artista de semejantes naturalezas. Y no es que uno desconfíe de sus textos, de su creación, de su búsqueda o de sus atmósferas literarias; la duda es el producto de una fruta obvia y natural si se recuerda y consiente que su origen es casi excepcional, inexplicable, y que no encuentra ninguna lógica teniendo en cuenta su locus enunciativo: Bogotá, 21 de febrero de 1929.

Esa duda es más entendible cuando uno descubre que la poética colombiana de ese tiempo insistía en un esteticismo muy próximo al romanticismo, al modernismo o al realismo social, producto este último de la revolución cubana. Sin embargo, ¿por qué ese alejamiento del poeta Obregón a la palabra de escritores ya reconocidos como Luis Carlos López, León de Greiff, Porfirio Barba Jacob o Luis Vidales? Da la impresión de que la primera obsesión del poeta suicida es precisamente desprenderse de esa retórica ya frecuente en otros poetas del país y lograr, más bien, una proximidad –no tan estrecha- con los poetas y los movimientos de vanguardia en la América hispánica. Ni siquiera en los novísimos ni tampoco en Piedra y cielo (Eduardo Carranza, Jorge Rojas, Arturo Camacho Ramírez) en quienes no se observan grandes rupturas –como las que existen en Vicente Huidobro, César Vallejo, Octavio Paz e incluso en Pablo Neruda- logramos estacionar al poeta Obregón, lo que nos sugiere la presencia de un expatriado, un exiliado voluntario de la literatura que se escribía desde ese lugar de enunciación llamado Colombia.

De Carlos Obregón podemos pensar lo mismo que intuimos de José Antonio Ramos Sucre en Venezuela; César Dávila Andrade y David Ledesma en Ecuador, y Jaime Sáenz en Bolivia. Los cinco –aunque David Ledesma no hace pieza en este estudio- parecen formar parte de esos extraños hombres que no pueden categorizarse, “subordinarse” o situarse dentro de las normas que rigen la temporalidad, la espacialidad, lo racional y la instrumentalización de occidente. Ellos, todos, se constituyen en una especie de puente que une lo normal con lo paranormal, la materia con el espíritu, la razón con lo que carece de toda lógica.

Y en ese sentido uno puede celebrar la presencia de Carlos Obregón Borrero (al igual que la de los otros poetas andinos), pues su poesía es una poesía que no está escrita para hombres de los años 50’s -su primer texto publicado data de 1952- sino para generaciones de un tiempo futuro, abiertas a los cambios sociales, a los intersticios de un espacio sin redondez ni quiebres que cierren los paralelismos de un universo ecuménico.

De ese Universo es Carlos Obregón.




Un maridaje con lo absoluto



Hay unas constantes impostergables en todos los poemas de Carlos Obregón: El universo, el fuego, la muerte, el tiempo. De esas constantes hemos podido adivinar una permanente preocupación del poeta. Esa preocupación traspasa toda su obra, se incrusta en su escritura, merodea su propuesta literaria: el Uno o lo absoluto.

Sin embargo, esta ansiedad o requerimiento no es exclusiva del gran poeta colombiano. Si bien es cierto que hallamos esa misma constante en Ramos Sucre, Dávila Andrade y Jaime Sáenz, debemos referir que es un elemento que se repite en grandes poetas de todos los tiempos: Nerval, Goethe, Milosz, Rimbaud, Gautier, Yeats, etc, etc, etc.

La tarea fundamental de estos “posesos” consiste en recordarnos el origen de nuestros vates continentales y afirmarnos -en el sentido exacto de la palabra- que ninguno de ellos busca, persigue o ambiciona la ubicación en un tiempo, escuela, rótulo o referente ideológico. Estos creadores se instauran como los vasos comunicantes que expresan al mundo otras realidades, otras estructuras, otros olores, distintos escenarios, grandes verdades detrás de lo pequeño y lo habitual.

Es como si su sino literario consistiera en ponerse en comunicación con el cosmos, con extrañas presencias, con raras creaturas. Carlos Obregón sigue esa línea, entiende esa verdad, trasiega de una orilla a otra. Todo esto lo comprobamos en la madurez que va decantándose en su escritura, esa certeza con la que empieza a asumir la supuesta realidad, el mundo limitado de los sentidos, las nociones estrechas de la lógica humana, para pasar, en cambio, al conocimiento esotérico y a consideraciones de orden sobrenatural:
No todo es la profunda penumbra que nos niega.
Enfilada en la espada nocturna
Como oración oscura que emerge del olvido,
Algo desciende, escarba la nostalgia:
Otra vida, quizás, otra ruta que guíe
Las naves en la noche. (Distancia destruida. Poema X, Pág. 13)

Leyendo su biografía se encuentra uno con la terrible o hermosa sorpresa de que Carlos Obregón fue un hombre que cambió de grandes escenarios y cartografías. Y cuando hablo de grandes escenarios no sólo me estoy refiriendo a escenarios de orden físico sino también de orden espiritual y mental. El hecho de cambiar ciudad por ciudad, trabajo por trabajo y propuesta literaria por propuesta literaria, nos arroja la convicción de que era un hombre que vivía en permanente fricción con su yo, en constante ruptura con su pensamiento, en una ascensión de la que no podía sustraerse.

De otro lado, esa imposibilidad de fundar una relación amorosa estable nos ratifica que el poeta anda en una indeleble fuga de su yo material, terrestre, convencional y que lo rebasa para hallar ese TODO que lo aflige y que lo llama, ese TODO en el que quisiera fundirse y del cual solamente se accede en un estado de revelación y de audiencia:
El hombre es este instante, exilio sin voz para su noche, noche en la noche de su viaje,
Algo que trasciende el espacio del cuerpo
Para ser el poderío sin origen de un salmo
Que se escucha en lo alto de las torres. (Distancia destruida. Poema XI, Pág. 15)

Carlos Obregón niega su tiempo, su materia, su territorio y esto se debe quizás a las lecturas por las que ha trasegado, a su carácter –no todo son lecturas-, a su formación individual, a su origen –mental y no geográfico-, a su visión y a su audiencia –siendo esa particularidad sonora supraespacial y extratemporal-.

Esa negación lo lleva a zafarse de una escuela concreta en Colombia y de no pertenecer a un colectivo literario: Carlos Obregón prefiere cultivar algodón, opta por retirarse de la academia –donde trabajó algún tiempo-, designa sus pasos a un territorio no fijo y a un cuerpo –femenino- no fijo. El poeta vaga por una geografía terrestre y asciende a lo que prefigura como estado, como materia, como tiempo.


Cronos engullendo a uno de sus hijos

Como esas negaciones a las que he hecho referencia, existen otras afirmaciones a la inversa que quisiera enlazar en el escrito y que no puedo pasar por alto u omitir. Una de esas afirmaciones –desde otra óptica y perspectiva- es la del Tiempo. El poeta colombiano niega el tiempo corriente y afirma un tiempo “otro”, donde tiene cabida la órbita del flujo, del reflujo, de lo circular, lo regresivo, lo progresivo –no lo vinculado a pasado, presente-. Obregón presiente ser uno de los tantos hijos de Cronos, sabe que Saturno lo devora, pero sabe también que a partir de ese viaje involuntario, o a esa “muerte” involuntaria, se entrega a la sapiencia de un tiempo perfecto, elástico, perenne, infinito, universal:
...memoria alta y sumergida en la dura presencia
Que intangiblemente asalta
Lo que en nosotros vive y viaja hacia el silencio. (Distancia destruida. Poema XIV, Pág. 18)

El poeta define su tiempo individual y lo conecta con un tiempo colectivo-universal. En su permanencia terrestre como hijo de Cronos asume, en repetidas ocasiones, el papel de Zeus –Júpiter para los romanos- y destruye, como todo hijo, a su padre. Ese asesinato le da la posibilidad de inventar o formar un nuevo tiempo, un nuevo fin y un nuevo principio. A través de la escritura (todo poeta es un pequeño dios), funda la intuición, lo no visto, lo no escuchado, la no escritura, la sonoridad de los OBJETOS mudos. Al descubrir que la realidad, como el lenguaje, son muy limitados, comienza a expresar el concepto oculto de las cosas, la idea universal que gravita por el éter y el espacio extrafísico de ésta y otra dimensión.

Podríamos pensar que todo esto se sucede en el poeta de manera involuntaria y no premeditada. No obstante, ¿quién nos garantiza que el poeta no poseyera la facultad de crear su propia geografía, su propio tiempo, su propio territorio? El hecho de no tener un antecedente –como tampoco lo tiene Ramos Sucre, Dávila Andrade y Jaime Sáenz- no significa que no sea figura excepcional en la creación.

Muchos son los autores que se levantan de una nada artística –sin poseer herencia congénita o cultural- y fundan un nuevo paradigma para sus naciones –sin afirmar con esto que pertenezcan a X o Y país, pues los supongo seres universales-, trazando una nueva lógica en la percepción del mundo y sus estructuras filosóficas.

De esa camada son ellos, de esa lista anómala, esquiva, pequeña son estos autores andinos y latinoamericanos, terrestres y supraterrestres. Carlos Obregón Borrero es uno de esos pocos anómalos, uno de esos hijos que ha combatido al padre con todo los furores del mundo, con toda la bravura de un guerrero:
No la detención del TIEMPO (las mayúsculas son mías) o del recuerdo
Sino la música en la sangre,
El resurgir perenne de las miradas
Como signos tutelares
Empinados desde el alma.
Las cosas son el tacto. (Distancia destruida. Poema XV, Pág. 19)

¿De qué manera podría explicarse esa reiteración del tiempo “otro?” ¿Es acaso el pánico que provoca en un simple mortal las fauces de ese dios que todo lo engulle? ¿Es mero miedo al Temps o es la convicción absoluta de que detrás de sus fauces existe otra lectura, otro diafragma, otro músculo, otra fisura? Creo que el poeta sabía de sobra eso, conocía esa suprageografía donde el tiempo se comporta de manera real, donde sus curvaturas, sus giros, sus piruetas, sus relojes no acometen de la misma manera como lo hacen en los planos terrestres-racionales, y que el tiempo no atesta a la luz, a los cuantos energéticos, a las vibraciones del TODO.

En esa vertiente posible el poeta Obregón canta y funda un Temps que le sea más familiar, menos monstruoso –para los ojos de lo que perece-, más dadivoso con la materia, estético, poético si se quiere. Su percepción, por lo tanto, no posee limitaciones, separaciones, segmentaciones de orden “real”. El tiempo es uno solo: lineal –hacia atrás o hacia adelante-; circular –sin punto medio-; espiral –sin principio ni fin-; triangular –sin ángulos ni biseles-, pero siempre él mismo: integro, absoluto, lleno de vacío, de oquedad, de resonancias:

Algo es el silencio y ya nadie podría soportar
La misma densidad que bruma
Perdida entre las puertas de la noche.
El más amplio destino está en el viento
Y el sueño son las rutas, los barcos que transitan
Entre las islas y su historia. La distancia destruida
Y los ojos abiertos hacia otra esperanza,
Peregrinaje austero de los primeros viajes,
Solicitud de las playas que esperan el retorno de un cuerpo.
Los pasos se hacen tiempo, murmullo entre las hojas.
Viaja: hoy comienza el abismo de tu propia nostalgia.
(Distancia destruida. Poema XVI, Pág. 20)

Este poema, como otros textos suyos, sugiere la destrucción de la distancia -de allí el nombre del libro-. Sin embargo, ¿qué es esto sino la anulación del espacio y por esto mismo del tiempo? ¿De qué otra forma medir las horas sino en el recorrido que hacen ellas de un lugar a otro, de una distancia a otra? El poeta persigue esto, insiste en esto: destruir el tiempo demoliendo los espacios, los lugares, los trayectos.

En este orden de imágenes y representaciones podemos pensar en ese No-lugar, en esa nada absoluta –donde está el todo- de la que también nos habla Ramos Sucre. Esa ubicación permite una mirada gran angular, un olfato gran angular, un tacto gran angular. Si existe una destrucción del espacio y del tiempo, ¿qué queda entonces? ¿Es posible pensar en la materia en un lugar donde no existe la forma y el fondo, donde el tiempo se vuelve oblicuo y se desintegra? ¿Es factible que el tiempo se desintegre? ¿No es esa otra forma de tiempo –distinto al que percibimos-, otra forma de materia –sin peso ni sustancia- una gravedad -sin centro de atracción-?

¿Es el espíritu del hombre el que nos habla, es su energía, son sus moléculas, sus quanta? ¿Desde qué sitio nos hablaba –habla- Obregón Borrero? ¿Qué pensarían –piensan- aquellos hombres que esperaban de él una literatura “comprometida”, “histórica”, “política”, teniendo en cuenta que en Colombia se estaban sucediendo cruentas batallas, graves conflictos políticos, innúmeros cruces de balas entre hombres de uno y otro partido, y muchos de los artistas cifraban su arte en la especificidad de un tiempo concreto? Como es arriba, es abajo, pensaría el poeta:
¿Dónde está el espacio, cumbre sideral
Sumergida sin luz en la noche infinita?
¿Dónde está el tiempo hecho cuerpo de piedra,
la presencia inviolada,
el último contacto de la lanza nocturna?
Siempre, altas rocas, amigas presentidas
Fugazmente en los sueños,
Siempre los ríos del mundo fluyen indestructibles
Desde la clara aurora hasta los lentos mares
Y como espadas abren caminos silenciosos
Entre bosques aún más densos que el verbo despojado.
Así, en procesión inacabable,
Con la distancia perdida en su vital promesa
Se alejan las palabras del hombre hasta el abismo
Humildemente ungidas por el corazón del silencio
Como antiguas raíces entregadas ciegamente
a la eterna lucha del fuego y de la tierra.... (Distancia destruida. Poema XIX, Pág. 23)





Días de Monje



Otro de los grandes aciertos del poeta bogotano es el reconocimiento de su otro. Carlos Obregón se explora en la diferencia –también en la desigualdad- de un hombre que le supera a través de la palabra y la escritura. El poeta se mira en el espejo, en las aguas translúcidas de un río originario. Su otro lo mira de frente, se desprende de sí para fundirse en una distancia a través de la cual puede contemplar el mundo, el espacio, los relojes, los caminos.

Este acierto es topografía habitual en muchos poetas: desde Nerval -él es el otro- hasta Rimbaud -yo soy el otro- se plantea ese principio de otredad en la poética de diversos creadores. Como una verdad instaurada en alguien diferente -más allá de su propia poesía y de su propia búsqueda- el poeta Obregón define a su otro como un hombre posible en su palabra, en su creación, en su discurso metafísico y oculto. Y lo anterior no es solamente el reconocimiento de otro sujeto, otro individuo, otro símbolo, lo anterior también revela la existencia de un “otro” en nuestra piel, en nuestros más íntimos deseos, en las lógicas ajenas de “otro” rostro emparentado en las líneas oscuras de nuestra propia fisonomía:
...tus pasos extranjero, son conciencia que anuncia,
Después de las fronteras, las islas solitarias
Que vigila un santuario ungido en el silencio
De los ritos. ¡Ah! ribera que la luz descubre
En el filo del mundo, con justicia hoy canta
Un pueblo su esperanza y en los bosques vibra
El murmullo ecuestre del viento desatado. (Distancia destruida. Poema XXII, Pág. 29)

Ese otro está emparentado con una sustancia mayestática que podríamos definir como Dios, una sustancia y esencia en donde se traduce la fuerza de la naturaleza o de lo superior, la energía y la luz que cubren a todo hombre y toda mujer.

Es esa misma sustancia, esa misma vibración lo que incita a un encuentro con lo oculto, con lo metafísico, con lo paranormal. Esa realidad puede traducirse en silencio, en un cuerpo akásico, en un aura extraterrena. El creador siente ese llamando y se funde en ese principio, despojándose de sus ropas, de sus apariencias, de sus limitaciones físicas. Al no hacerlo de manera física –sí de manera mental: la idea y la forma se elevan a otros terrenos-, el artista acude a la creación, a la propuesta literaria, a la escritura. El acto creativo es una forma de catarsis, de metempsicosis, de vuelo auditivo y visual. De allí su ruptura con el hoy, con el supuesto presente, con la aparente realidad, aquella tan vociferada por los teóricos, tan decantada por los medios de comunicación.

De tal forma que Carlos Obregón, como muchos otros artistas del pasado y del presente, se sumerge en las aguas sibilinas de un río que habla –la historia “otra”- para descifrar el lenguaje de un ser que él intuye, un ser que lo habita pero que sólo escucha en los planos de la escritura y la visión alquímica:
A veces,
Al caer la noche,
Temo entrar con mi cuerpo
En tu vasto silencio... (Días de Monje, Poema 1, Pág. 69)

Ese otro es el mismo poeta, es su mismo cuerpo etéreo, mental, gaseoso, es su misma sustancia corporal elevada a la convicción, a la sana convicción de un ser que se ubica en una dimensión extrasensorial, alejada del atavío de la razón y lo obvio:
Entre densas volutas
He visto manos
De vigorosos ángeles.
Y también he visto
Que tu rostro es de fuego (Días de Monje, Poema II, Pág. 70)


Y ya no existir: ser

Carlos Obregón Borrero –caso que se repite en los otros poetas andinos- sabe que la única vía que conduce a la consecución de lo absoluto es la muerte. En su poesía se plasma, se dibuja, se bosqueja esa rara cartografía, ese raro arabesco que nos habla de la otra orilla, de la muerte como único camino, como principio del fin, como el acceder a las cosas del ser superior, donde subyace el lenguaje secreto, el número, la cifra oculta, el pentagrama que es capaz de traducirse sin ejecutar un solo instrumento.

La no-existencia de la materia –de este tipo de materia- supone la aparición en escena de otro tipo de materia, una materia que puede leerse en lo intangible, en “lo invisible”, en lo callado. Carlos Obregón ha diseñado su muerte, su fuga, su escapatoria desde muchos años atrás; el suicidio se elabora, no es un acto accidental, arbitrario, repentino. El poeta ha invocado a la muerte a través de su escritura, a través de una poética que es ante todo el tributo a Perséfone, la moneda de entrada a los territorios de Plutón:
Y ya no existir: ser.
Como la estrella en su distancia.
Como la roca participa. Como el ángel.
Porque sólo queda este hontanar pleno y vibrante
Cuando EL CUERPO SE ALEJA CON EL VIENTO (Las mayúsculas son mías)
Y SE SUMERGE en el rito solar que lo ha integrado. (Peregrinaje: Elohim, Poema III, Pág. 85)

Pero la muerte no es sólo la expiración, el fallecimiento. Ella significa el anular lo físico, la polifonía aberrante del hombre –racional en extremo-, el omitir la realidad que nos viene de los sentidos. En ese orden de ideas Obregón Borrero se aleja del canto de las sirenas, del barullo de los pájaros del bosque de la cotidianidad que quieren engañar a los oyentes, a los humildes transeúntes que buscan el resurgimiento, la resurrección, el encuentro.

En esa necesidad apremiante de absoluto los poetas estudiados parecen corroborar que la lucha es más compleja de lo que esperaban, que la fuga no es tan sencilla, que el cambio mental y espiritual no basta, que el mundo es por demás esquivo a sus transformaciones, que el resto de los mortales se niegan a aceptar una vida similar (en cuya percepción otras sean las prioridades), que el sistema omite a ese tipo de enajenados, que el camino más fácil engulle a la romería, que la realidad que atraviesa al hombre –casi siempre una imposición cultural, ideológica, política y religiosa- le exige ciertos comportamientos homogéneos, posibles de manejar, de persuadir, de orientar hacia la masa del mundo.

Entonces la escritura es una resistencia –siempre lo ha sido-, se constituye en una propuesta “otra”, en una puerta, en un escenario. La poética no fustiga, no persigue –como lo hacen todas las teorías-, no busca “lavar cerebros”, no intenta ganar, como lo he dicho, adeptos y sacerdotes que oficien su “gran verdad”.

En la escritura subyace lo que nos negamos a conocer y recorrer. Otras posturas, otras verdades, otras realidades, otros tiempos, distintos espacios:
Entonces liberados de toda lejanía podremos saludar
El advenimiento del fervor vegetal
Que con el verano descubre los vestigios ciegos
De una ciudad sumergida en el sueño del río
O la muchedumbre de esbeltas voces
Que ascienden por los árboles hasta tocar las nubes
Como una inmensa llamarada verde que se agita
Desde el fondo más secreto de la memoria del mundo...
... la libertad de un viaje sin origen... (Distancia destruida, Poema XXIV, Pág. 32).

La muerte es acceder a la vida auténtica –esa es la percepción del escritor- a la verdad de las cosas ocultas. A través de ella se promueve el viaje, el camino emprendido por Orfeo en busca del amor. Y ese amor lo representa una mujer –lo que guarda una estrecha relación con Dante-. En ese sentido ratificamos nuestro pleno convencimiento de la muerte como un Ente que posee cuerpo, estructura, geografía.

Carlos Obregón sostiene la idea de que el ya no existir es la única forma de SER:
En qué fulgor, hacia qué morada
Llena de verde tiempo avanza,
Socava en soledad el ojo, el río, el viento?
Cada Dios surge como largo recuerdo
De lo que nunca ha sido,
Aviva el ser hacia el abismo,
Desgarra la mirada bajo la luz del siglo.
¿Quién, qué cuerpo trashumante,
qué nave de exilio te busca, te redime?
Solo contra la noche el ungido se yergue
Como un árbol de fuego
Y lo que aún perdura atestigua y me salva
En su alto silencio. (Peregrinaje: Elohim, Poema II, Pág. 84)


Vocabulario metafísico

Carlos Obregón Borrero es un poeta de alturas excepcionales. Sus afirmaciones esotéricas y ocultas dan fe de eso. Su creación es un estadio sin precedentes en la poética nacional, un estado al que muy pocos han tenido acceso. Y eso puede explicarse desde muchas lógicas: la distancia de todos los creadores con lo metafísico, la hegemonía de ciertas poéticas, la noción de “realidad” de las clases dominantes y subalternas, las políticas imperantes en la geografía colombiana.

Pese a ese desierto esotérico, Obregón se impone a esa literatura un tanto homogénea; transgrede las posturas imperantes, las estéticas más usadas. Su vocabulario metafísico puede entregarnos un balance que termine de consagrarlo:

Lo que veo es muy sencillo, pero lo que no veo es aún más sencillo (Pág. 75)

Entraré en tu silencio y te adoraré en diferentes lugares de la noche. (Pág. 80)

¿Qué río, qué tiempo oscuro fluye donde tú mismo eres y te hallas? (Pág. 83)

¿Quién, qué cuerpo trashumante, qué nave de exilio te busca, te redime? (Pág. 84)

Y luego perdurar. Lejos la piel, los ecos, los péndulos del tiempo. Primicia dura del viaje, viento antiguo en la altura del día como proa que cava entre la ausencia, como lanza guerrera del silencio. (Pág. 91)

Una llama profunda hincaba su fulgor contra los ojos. El tiempo estaba entre filos de luz y estrellas desplomadas y un viento sin origen hendía el mundo. Polvo y esparto. Muros blancos. Trigo. (Pág. 97)

Miro tu tiempo horizontal y puro vencido levemente bajo el ala del viento, miro tu ser con ojos encendidos y despojado avanzo hacia el fondo perpetuo donde todo es hallazgo, donde todo renace en proezas azules de un espacio sonoro. (Pág. 99)

El fuego del hogar quema las horas, el alma mira el fuego y escucha resonar una campana que adentro anuncia un viaje hacia el olvido. (Pág. 105)

Solía irse del cuerpo cuando amaba y entrar de siglo en siglo en cada hora. El mundo le cabía entre las manos, alto el viento en la orilla del silencio. Polvo estéril soplaba entre las flores. (Pág. 107)

Esa consagración sólo es posible a través de su obra. Obregón no persiguió el reconocimiento, el aplauso, la venia. Era y Es un poeta en la complejidad de la palabra, en la acepción del oficio. El hecho significativo de su suicidio demuestra que sus búsquedas eran otras, que sus afanes y angustias se confinaban en otros resortes.

Una búsqueda sin geografía, una bandera sin territorio fijo, un himno sin comarca. Una poesía ubicada en un lugar del ser, en un espacio del espíritu, del Todo mayestático. Poesía escrita y diseñada para un hombre del ahora perenne, del Ya eterno, del Tiempo cósmico en donde no existen los ayeres ni los mañanas, donde no tiene cabida la apariencia de lo real y el verbo frágil de lo cotidiano.
BIBLIOGRAFÍA





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Jaime Sáenz: Revelación esotérica o delirium tremens.


(6)


Jaime Sáenz:
Revelación esotérica o delirium tremens.



Todo es dual: todo tiene polos; todo su par
De opuestos; los semejantes y desemejantes
Son los mismos; los opuestos son idénticos en
Naturaleza difiriendo sólo en grado; los extremos
Se tocan; todas las verdades son semiverdades;
Todas las paradojas pueden reconciliarse.

El Kybalion


Todos los libros del mundo –por lo menos los libros Obscuros- hablan de la gran influencia de la sabiduría egipcia en las culturas de occidente. Se dice que todos los intelectuales, incluyendo los profetas y patriarcas hebreos, bebieron de las fuentes de la tradición y la mitología del Nilo.

Hay quienes afirman que desde Orfeo –conocedor de los misterios de Osiris -, pasando por Homero, autor de la Iliada y la Odisea, hasta llegar a Tales, Solón, Pitágoras, Jámblico, Demócrito de Abdera, Platón, Eudoxio de Cnido, Plutarco, Plotino, etc, etc, etc, se sumergieron en el imaginario y en la arquitectura del saber hermético o del conocimiento egipcio.

Después irrumpieron los sabios e iluminados de la Edad Media - muchos de ellos tachados de brujos- y los adeptos e iniciados del renacimiento italiano, alemán y francés.

Los narradores y poetas no serán la excepción; jamás permanecieron ajenos a ese saber trascendental que representa la mitología y la iconografía de Oriente. Varios son los que sostienen la presencia de intelectuales modernos como Joseph de Maistre, William Blake, Fabre D’Olivet, Friedrich De Hardenberg, Pierre-Simon Ballanche, Honorato de Balzac, Edgar Allan Poe, Franz Kafka y un largo etcétera, en las escuelas oscuras del globo terráqueo.

A pesar del gran intervalo de tiempo que podemos hallar entre uno y otro escritor –ubicados tanto en el pasado remoto como en el pasado presente- es común observar en cada uno de ellos ciertos elementos que los identifican y los hermanan. Ni siquiera por el hecho de pertenecer a escuelas distintas -temporal y geográficamente hablando- los encontramos ajenos o al margen de un saber atemporal, definitivo, perenne.

De allí la proximidad entre creadores del romanticismo alemán, los prerrománticos ingleses, el surrealismo francés o las vanguardias americanas; esa filosofía persiste, se instala, fustiga el diario acontecer, el loco correr de unos días que forman la historia, pero que como un pensamiento absoluto o una idea reveladora del saber ecuménico se proyecta en el río de un universo que no posee presente, pasado o futuro. Por eso siempre esa escritura –así no sean muchos sus oficiantes -, siempre esa necesidad, esa búsqueda, ese ahondar en las cosas que carecen de presencias y fisonomías.

Las mismas extrañezas, los mismos sinos, son los que confraternizan a los cuatro poetas de este estadio, de esta summa narrativa. Atravesados por una filosofía trascendental es sencillo descubrir, debajo del matiz que tapiza sus arquitecturas, una constante fuga de la “realidad” y la consecución de una poética muy cercana a la Ciencia Oculta, el Hermetismo, la Magia, el Ocultismo, el Esoterismo.

Conocedores de esa corriente, definieron con destreza las tres grandes divisiones de las Ciencias Ocultas (Teurgia, Magia y Alquimia), manejando a la perfección ese discurso no sólo literario, sino también mental, ideológico y físico.

En ese terreno ellos se mezclan, se encuentran, se entrecruzan, y de ese territorio es también el último – quizás el primero -, pues es bien sabido que en las poéticas del Ocultismo, como en el Ocultismo mismo, no hay categorizaciones ni verdades absolutas o fijas.




La Muerte por el Tacto

Entre las cosas que igualan e identifican a los creadores de este universo esotérico-andino, se encuentran las preocupaciones que hemos tratado de conciliar a lo largo de esta escritura abstrusa: la percepción del tiempo, el espacio como territorio que se destruye, la muerte como escenario cargado de luz, el suicidio como camino y principio.

La poética de Jaime Sáenz bordea esas preocupaciones. La muerte, por ejemplo - su más clara y justa obsesión, su grafía, su territorio -, está presente en la mayoría de sus poemas. Sus escritos son textos que nos hablan con una particularidad que asombra, una particularidad que sin duda está demarcada por la muerte de sus mayores, por la ausencia de su hijo (a quien pierde a los tres días de nacido) por la expiración de amigos tan significativos como Alberto Ufenast Vargas o Franz Tamayo, por la ruptura intempestiva de su matrimonio y la consecuente ausencia de su pequeña hija (Jourlaine), con quien no tiene contacto sino después de veinte años (a través de una carta escrita en alemán).

Todo eso, sin lugar a dudas, marcaría la obra de Sáenz, definiría sus líneas, sus cartografías, sus lámparas:
Mientras viva, el hombre no podrá comprender el mundo; el hombre ignora que mientras no deje de vivir no será sabio.
Tiene aprensión por todo cuanto linda con lo sabio; en cuanto no puede comprender, ya desconfía.
No comprende otra cosa que no sea el vivir. (Recorrer esta distancia, Pág. 259)

Sáenz Guzmán estuvo marcado por la muerte, por esa misma idea que pende en la mente y en la creación de los “otros” malditos. Sin embargo, ¿por qué no llevar a feliz término la empresa, el asunto aquel de abordarla, de conocerla? Se sabe que el creador boliviano protagonizó un intento de suicidio –al parecer por el abandono de su esposa Erika- en el año de 1950, lo que constata que, al igual que los otros poetas latinoamericanos, sentía una especial delectación por el tema. No obstante, ¿abandonó después la “fatídica” trama? Lo que sí está bastante claro es que la idea como tal nunca fue diluida, suprimida, borrada; el poeta accede a la muerte, a su espacio cargado de luz a través del estro poético, a través de su literatura, su narrativa:
Y yo digo que uno debería procurar estar muerto.
Cueste lo que cueste, antes de morir. Uno tendría que hacer todo lo posible por estar muerto.
Las aguas te lo dicen –el fuego, el aire y la luz, con claro lenguaje.
Estar muerto.
El amor te lo dice, el mundo y las cosas todas, estar muerto.
La oscuridad nada dice. Es todo mutismo. (Pág. 259)

En este poema reforzamos la teoría de los elementales como presencia viva en la poética de los cuatro creadores. Es más, Jaime Sáenz afirma que los elementales nos hablan con claro lenguaje –el problema es escucharlos y traducirlos -, que sus palabras - contrario a “la oscuridad que nada nos dice” -, se constituyen en luminarias, teas de fuego y de agua, las cuales manan una grafía “otra”, un fonema de sombras que se ubica muy cerca del olfato fundamental, del oído esencial.


Recorrer esta distancia

Uno se sorprende al encontrar puntos comunes en los grandes poetas de todos los tiempos –algo que no se sustenta con el sofisma de la condición humana -, y al observar cómo sus caligrafías y mapas mentales parecen estar diseñados por las mismas revelaciones. Ya habíamos hecho alusión al asunto del tiempo y del espacio en la poesía de Carlos Obregón y César Dávila Andrade. Ahora, y haciendo un recorrido por su universo metafísico, encontramos el mismo símbolo literario en la creación del poeta boliviano.

Sin embargo, ¿cuál es esa distancia para el poeta paceño? Sin duda se trata de la distancia que hay entre la vida y la muerte, el recorrido o el trayecto, la carretera que debe transitarse una vez se inicia el Gran Viaje. Y eso está claro en sus poemas; el poeta no hace alusión a la distancia física que se relaciona con el espacio y el tiempo terrestre, sino que hace alusión a una distancia suprafísica, el trayecto “invisible” entre lo palpable y lo intocado.

Jaime Sáenz intuía que para recorrer esa “Distancia” debía ubicarse en un no-lugar, en un espacio extraterreno –¿el poético?-, que le permitiera asumir esa lógica más allá del bien y del mal, separado de ambigüedades y polarizaciones; el vate debe asumirse como un todo, como el número que se conecta con el gran guarismo universal, separado de una sustancia corpórea, hecho aire, éter, polvo:
En realidad, el otro lado de la noche es un dominio sumamente extraño,
Y es el alcohol quien lo ha creado.
Nadie puede pasar al otro lado de la noche;
El otro lado de la noche es una región prohibida, y sólo podrán entrar en ella los sentenciados.
¿En qué consiste el otro lado de la noche? (La Noche, Pág. 15-16)

Sáenz Guzmán - quien nunca finiquitó su idea primaria de suicidio -, sabía, sin embargo, que uno de los canales para recorrer ese trayecto, esa curvatura era el alcohol, la bebida, el elixir de anís creado por los mortales con el ánimo de acercarse al “Hombre” y a sus concomitancias diabólicas. A través del alcohol –Jaime Sáenz “sufrió” en dos oportunidades de deliriums tremens- era capaz de acceder a su dimensión extraterrena, era presa de su “otro”, de su doble, de su Yo onírico o akásico, sombra que observaba al mundo desde una perspectiva lejana, retirada, musical: ...Entonces ocurre una cosa muy rara:
En determinado momento, tú empiezas a mirar el otro lado de la noche,
Y muy pronto llegas a comprender que éste se halla ya dentro de ti.
Mas esto, por supuesto, es algo que sólo se da en los grandes bebedores.
Es privativo de los bebedores que, por haber bebido y bebido sin piedad, han estado muchas veces a un pelo de la MUERTE (La mayúscula es mía) es cosa que sólo ocurre con los bebedores que han enloquecido a causa del alcohol. (La Noche, Pág. 15-16)

Esto del alcohol no es exclusivo del poeta paceño. Al parecer fue una constante en los otros “iluminados” americanos. Es mas, sabido es de esa constante en poetas y creadores de todas las geografías y todos los tiempos terrestres. Es probable que Jaime Sáenz, a través del alcohol –como Dávila Andrade, Carlos Obregón y Ramos Sucre -, haya entablado una estrecha relación con su otro, con ese doble Yo al que ya hemos hecho alusión; doble Yo que fue abordado y comprendido por creadores como Nerval o Scéve.

Esa transubstanciación –o ese irse sobre sí- era un ejercicio tan usual como mirarse de cara al espejo. El espejo es un mapa, una lámpara, una brújula. Jaime Sáenz acudía a ese recurso, instrumento que algunos han acertado en calificar “conciencia en sí mismo”. Esa conciencia en sí mismo era como salirse de sus ropas, como abandonar su escafandra para mirarse desnudo, para apreciarse desde arriba, desde una altura meridiana que favoreciera el ojo suprasensorial:
Yo no estoy existiendo
Otro existe en lugar de mí pero dentro de mí
Y es como lo mirara diez veces
Cada una de las diez veces que lo miro.
Estoy cada vez más enfermo que todo, más enfermo que un colibrí. Los días, las lunas y las moscas aparecen forjados en la colina pálida que recorre
- deja que esa espada esté en mis sueños
esté en mis pobres sueños de ángel solitario y jubiloso... (Muerte por el tacto, Pág. 111 y 113)



La noche y su música obscura




Las 150 pulsaciones por minuto que presentó Jaime Sáenz en uno de sus delirium tremens, lo llevaría a tener una impresión muy particular sobre la muerte y su espejo de sombras: La Noche.

Al igual que creadores como Allan Poe, Marcel Proust o William Faulkner, Jaime Sáenz hallaba en la noche ese gran laberinto que se abría unos minutos antes del fallecimiento. La noche significaba no sólo el acabose del día sino la apertura de cientos de pórticos y trinquetes, intersticios por donde se hallaba la luz, la luna, las estrellas, el viento nocturno, la música del silencio. En ese estadio, en ese escenario de sombras, el poeta suele entrar en un trance absoluto de observación –sin la perorata del cable, la radio, el Internet- y en un estado interminable de audiencia que ofrece todas las voces y los murmullos propios del silencio.

No terminaríamos de referenciar ese número de hombres cercanos a la noche. Son muchos los músicos, pintores, poetas que comprenden que el mejor lienzo y la mejor pintura se palpa en la oscuridad de las cosas; Jaime Sáenz ha sido llamado por Elías Blanco2 el ángel solitario y jubiloso de la noche (nombre extraído de unas líneas de su propia poesía: Muerte por el tacto), lo que nos arroja la certeza de ese gozo del poeta boliviano por la oscuridad, gozo que experimentaron artistas de naturalezas análogas como es el caso de Coleridge, Ronsard, Lautréamont o el belga Maurice Maeterlinck.

La noche es la pila sensitiva de todos los creadores. Desde los Románticos, pasando por los surrealistas, la noche ha cumplido un papel básico en el vuelo maldito de muchos videntes.

La noche es para el poeta paceño el lugar común de encuentro, el lugar donde se establece conexión con el alcohol y sus pócimas reveladoras. Aquí creemos recordar esa bella sentencia de Baudelaire: Hay que estar siempre ebríos, esa es la cuestión.

Ante la afirmación de un padre literario, ¿qué más le queda a uno de sus hijos?

Pero la noche no es sólo la terminación del día, no es el estado donde el hombre duerme, sueña, entra en plática con su espejo. La noche constituye para Sáenz un espacio, un lugar geográfico, un estadio espiritual:
La experiencia más dolorosa, la más triste y aterradora
que imaginarse pueda,
es sin duda la experiencia del alcohol.
Y está al alcance de cualquier mortal.
Abre muchas puertas.
Es un verdadero camino de conocimiento, quizá el más
humano, aunque peligroso en extremo.
Y tan atroz y temible se muestra, en un recorrido de
espanto y miseria, que uno quisiera quedarse muerto allá.
Pues el retorno del otro lado de la noche es en realidad un
milagro, y únicamente los predestinados lo logran.
A tu retorno, el mundo te mira con malos ojos;
eres un extraño, eres un intruso, y sientes en lo hondo
que el mundo no quiere que lo contemples;
lo que quiere es que te vayas y desaparezcas -lo que
quiere es que ya no estés aquí. Y como al fin y al cabo el
mundo eres tú, imagínate, tendrás que tener mucha
fuerza, mucha humildad, mucho gobierno, para
enfrentarte contigo mismo
-vale decir, con el mundo. (La noche, Poema 4, Pág. 15-16)


La noche es revelación esotérica, conjuro, brújula, triángulo para mirar sus ángulos y sus propios vacíos. Se intuye que Jaime Sáenz era una especie de ave nocturna, un ángel jubiloso que se paseaba por la oscuridad y negaba para sí las narraciones que pudiera arrojarle la voz del sol o del amanecer. El poeta era hijo de Sélene, antes que de Apolo. Esa cercanía a Hécate lo conduciría inexorablemente a los brazos de Dionisos, a los territorios del vino y las transformaciones particulares de la noche. El poeta boliviano posee una proximidad más estrecha con las sombras que con la luz, por lo menos a lo que concebimos de ella; su poesía es obscura como la noche, hermética y profunda como todo lo que está determinado por la luna, por su figura mitológica, por sus atributos astrológicos:
Llegada la hora en que el astro se apague,
quedarán mis ojos en los aires que contigo fulguraban
Silenciosamente y como una luz
reposa en mi camino
la transparencia del olvido.
Tu aliento me devuelve a la espera y a la tristeza de la tierra,
no te apartes del caer de la tarde
- no me dejes descubrir sino detrás de ti
lo que tengo todavía que morir. (Como una luz)

La noche representa lo femenino, tiene cuerpo, rostro, fisonomía. Para el poeta boliviano todo contiene forma, estructura, materia. La noche no es una abstracción –como tampoco lo es la muerte- e intuye que encima de ella, como supraestructura que es, está su connotación corporal, su imagen mental, su simbología humana. Esa noche lo atrapa, extiende sus manos de luz, su cabellera de olores y espectros. La noche es el canal, la vía por donde vienen las ánimas literarias, los demonios, los efectos del alcohol.


Salir de uno

¿De qué manera visitar a los hombres y a las mujeres que me habitan? Esa parece ser la consigna de uno de los tantos libros del poeta boliviano. No obstante, esa insinuación está decantada en muchos de sus textos cuando el poeta reconoce la visita de un océano “invisible” que le puebla y que se niega a violentar. Salir de uno, parece ser la cuestión –el ser o el no ser, de Shakespeare- para que el otro viva, para que el otro resucite y tome plena voz en medio del silencio de la carne. Salir de uno, abandonar las ropas, guardar silencio.

La muerte del poeta como sujeto individual es necesaria. El ego debe desmoronarse, desaparecer para que perviva la voz de un todo, el eco de una voz antiquísima que clama por ser escuchada. De ese lugar viene esta poesía, una poesía que no habla de emociones propias, de abandonos, de egos individuales. Una poesía que está en la piel de un sujeto colectivo, un sujeto histórico –siendo la línea de esta historia indefinible -, un hombre que NO habla por los otros, NI representa a los otros, sino que simplemente es:


Estoy separado de mí por la distancia en que yo me encuentro;el muerto está separado de la muerte por una gran distancia.Pienso recorrer esta distancia descansando en algún lugar.De espaldas en la morada del deseo,sin moverme de mi sitio – frente a la puerta cerrada,con una luz de invierno a mi lado.
En los rincones de mi cuarto, en los alrededores de la silla.Con la indecisa memoria que se desprende del vacío- en la superficie del tumbado,el muerto deberá comunicarse con la muerte.
Contemplando los huesos sobre la tabla, contando las oscuridades con mis dedos a partir de ti.Mirando que se estén las cosas, yo deseo.Y me encuentro recorriendo una gran distancia.
(Recorrer esta distancia, Fragmento, Pág. 259)

El poeta Jaime Sáenz parece adivinar que los “Otros” están en Él, y que Él es el otro. En la medida en que reconocemos la diferencia - también como desigualdad – aceptamos a los otros como una forma más de nuestro propio cuerpo. Los defectos de los demás son nuestros propios defectos, los aciertos de los demás son nuestros propios aciertos, los atributos de los demás son nuestros propios atributos. Todo esto obedece a la ley natural de la existencia: El Uno está en el todo y, como tal, cada partícula forma parte de ese organismo suprafísico. De allí que el dolor de los demás sea nuestro propio dolor, la sonrisa de los demás una línea en nuestras bocas. El poeta se vuelve un hombre integrado a la sociedad – así sea desde su propia desterritorialización -, y poetiza a un hombre universal, un hombre sin máscaras, sin ropas, sin apellidos. Un hombre que puede situarse en el hoy o en el ayer menos inmediato.

Esos parecen ser los argumentos de toda sociedad secreta: la equidad, el equilibrio, el ascenso espiritual. Aquí parece cumplirse esa bella sentencia de Rimbaud: Sólo con una ardiente paciencia conquistaremos la espléndida ciudad que dará luz, justicia y dignidad a todos los hombres. Jaime Sáenz, desde su obra, luchaba por eso, gritaba el vocabulario que debía ser común a todos, la palabra que hablara por todos y que no planteara la necesidad de las diferencias y las desigualdades.

Por tal motivo, salirse de uno - de lo que creemos es nuestra piel- resulta una práctica inaplazable. El poeta Sáenz parecía cumplir este requerimiento a través del alcohol, la noche, la lectura, el desdoblamiento de sí. A través de estos resortes Sáenz Guzmán entra en conexión con los todos del hombre, dialoga con sus iguales, con sus hermanos, con sus analogías. Esos Todos hablan a través suyo:
...alguien que, al creer ser quien es, me mira, y de tal suerte, como si yo fuera lo que él siendo yo,
Se mira a sí mismo, pero no a mí, desde que en realidad soy yo el que cree que él me mira,
Cuando no me mira, por mirarlo yo;
Es decir, yo soy yo y tú eres tú, y yo te miro y por eso creo que tú me miras, y tú no me miras pero crees que lo haces toda vez que tú me miras, con la diferencia que yo no me miro a mí sino que creo hacerlo por mirarte a ti,
O sea que yo soy yo, y tú no eres tú sino yo;
En una palabra; hay y no hay comunicación; y tú no existes, y no dejo de existir al ocuparme de ti, puesto que salgo porque existas tú
- en conclusión, yo te digo que es éste el tono a emplearse cuando de penetrar en las cuestiones de amor se trata –una cosa oscura... (Muerte por el tacto, Pág. 126)


En este texto podemos apreciar cómo el poeta deja de Ser el Yo para constituirse en el Tú. Ese amor mayestático le permite la supresión de su Yo personal para permitir la existencia no sólo del otro, sino la del aquel, su más lejana mirada, su pensamiento desconocido, la posibilidad de un extraño fuera, muy lejos de sí mismo. Mientras existe el otro, parece decirnos, existo Yo, existe mi ser, se configuran mis formas, mis pesadillas, la milagrosa escritura, que siempre será el espejo, la brújula, el laberinto, la espada.

Pero esto es sólo posible en la piel de un hombre como Jaime Sáenz. Cuando un hombre ha alcanzado esa altura, todas las amalgamas del mundo son posibles, son verdades. Lo mismo puede decirse de Carlos Obregón, César Dávila Andrade y José Antonio Ramos Sucre. Y lo mismo puede decirse de un gigante como Newton, una tea como Einstein, una estrella negra como Roberto Matta, prohombres que sabían de los milagros de la filosofía trascendental, y que el arte y la ciencia, como manifestaciones del ser, sólo eran pretextos, caminos, atajos para llegar al HOMBRE:
Te tocas y no hay música. Te tocas y súbitamente sabes que no hay tú,
Y lo que tocas no sirve más que para saber que no tocas
Lo que tocas no hay.
No es ilusorio porque todavía no has muerto
Por qué no has de hablar en serio
Y ver si pasa algo en el cielo que siempre es nuevo
Si pasa algo en tus manos
Y en la superficie de tu carne. (Muerte por el tacto, Pág. 111 y 113)

El poeta boliviano comprendió que Él como hombre, naturaleza, esencia y atributo se reducía a la figura de la célula, y que es únicamente a través del agrupamiento humano que puede pensarse en un órgano absoluto, un TODO, un aparato íntegro. De tal forma que toda célula debe buscar a su otra, debe integrarse en su otra para saberse parte de la unidad, de la cifra, del número primero.

Toda unidad es necesaria para pensarnos en el equilibrio y en la armonía del Universo; sólo a través de la unidad humana es factible pensar la armonía en la naturaleza, en el espacio. ¿De qué manera explicar la concordancia del sistema nervioso –análogo al sistema solar?-. ¿Cómo negar el equilibrio de las esferas –espejo del cuerpo humano -, la conjunción entre el sol y los planetas –reflejo de las partes del ser?- El hombre –como microcosmos- es el espejo del cosmos, la cara más pequeña del Universo. De allí que el poeta Sáenz sienta la necesidad de ese equilibrio –así sea de manera literaria -, lo inexorable que resulta la armonía para la equidad, el crecimiento y la convivencia humana. ¿No son los desequilibrios sociales los que conducen a los grandes holocaustos? Cuando la naturaleza azota al hombre, ¿no da la sensación de un grito, un reclamo, una interpelación venida de un más allá? Esas tragedias, esos holocaustos son el mero resultado – ¿el principio hermético de la causa y el efecto? -, el final lógico e innegable de la desarmonía y el ruido, el caos propio de la enfermedad humana que es, en últimas, la enfermedad del planeta.

El poeta es en esencia un científico. A partir de la escritura emprende el viaje esotérico por el aparato global, se da a la tarea de conocer esa integridad, esa summa metafísica que le permita establecer una idea precisa o cercana a un mundo equilibrado, equitativo, coherente. La poesía es en esencia eso, es la grafía que busca –o plantea- el equilibrio de los espíritus, es la línea delgada que corrige la tensión de los territorios, la incisión entre carnes y pliegues, la curva que ratifica la cadencia en un suelo infranqueable o accidentado.

Abecedario Oculto

Jaime Sáenz Guzmán, del mismo modo que los “Otros” poetas andinos, poseía un conocimiento del abecedario oculto. Aunque su poesía es menos alquímica que la de Dávila Andrade, hallamos en él grandes pasadizos, estrechas puertas, oscuros portalones. El poeta manejaba a la perfección un abecedario metafísico que lo conectaba, no obstante, con la naturaleza humana, aquella que hemos olvidado, la misma que reposa en el profundo mar de las revelaciones esotéricas.

Su poesía, por tal motivo, puede catalogarse como cercana a la metafísica, al esoterismo, antes que al ejercicio alquímico; Dávila Andrade es el más diestro de los cuatro, lo que no niega la simpatía y el quizás compromiso de los otros tres. De hecho, creo que todos ellos efectuaron un ejercicio hacia la Gran Obra en el sentido que sus textos estuvieron vinculados de por vida con el lenguaje metafórico de la magia, la alquimia y las ciencias ocultas.

Jaime Sáenz así lo constata:

En la espera de ser, estaré siempre. En ti me quedo yo, confiado, y olvido a mí, y me cierro, y me vierto, y amo a todo y renuncio a todo.
Yo me quedo en ti por así es mágico y porque basta un instante para confirmarte por el tacto.



* Me atrae la muerte que yo miro en mi búsqueda de ti



* El hombre ignora que mientras no deje de vivir no será sabio



* Las aguas te lo dicen –el fuego, el aire y la luz, con claro lenguaje.



* En el aislado mundo del que nada fluye, como no sea el perdido encanto, lo que me remite a ti.

* Así se quedará, mientras no sea capaz de incendiar y de matar y mientras se esté sin hacer nada

* Mientras no se levante y haga arder lo que no sirve, no podrá vivir.


* En determinado momento, tú empiezas a mirar el otro lado de la noche, y muy pronto llegas a comprender que éste se halla ya dentro de ti.


* Pues en un autorretrato, la vida no cuenta; sólo cuenta la muerte – y la muerte, en última instancia. Sólo cuenta en términos de espacio: es un allá, y es también un aquí.


* echo de menos la horca en que una vez me viera suspendido para mirarte con totalidad,


* echo de menos los años, las fechas, los días precisos que se llaman hoy, los precisos instantes que se llaman ahora - el mañana que ha sido, el ayer que ha de ser,



* los que iniciados en los triunfos de la naturaleza en las revelaciones de las edades y de las lluvias anuncian las transformaciones del sonido, figura tuya - no sé aún quién eres



Todas estas aseveraciones, sentencias, axiomas nos dan la idea de un Hombre conectado con el infinito, en permanente contacto con sus “Otros”, con esas fuerzas externas de las que hablara Newton: Si he llegado tan lejos es porque iba sobre hombros de gigantes. ¿A qué gigantes se refiere el gran científico inglés? ¿Se refiere, acaso, a los prohombres a los que hemos hecho alusión a lo largo de este manuscrito? Lo mismo podemos decir del poeta Jaime Sáenz, de sus concomitancias con un Hombre que superaba las lógicas y limitaciones humanas, con un hombre que explotaba, al máximo, sus intelectos, sus capacidades sensitivas, sus atributos suprafísicos.

Con esta poesía, y con este hombre, tenemos la certeza de una literatura andina, latinoamericana, universal. La obra de Jaime Sáenz, como la de sus coetáneos “malditos”, esta a la altura de cualquier literatura, de cualquier búsqueda No humana, terrestre o no terrestre, visible e invisible. Una poesía en la que nos sabemos grandes, libres, conectados con un pasado y un presente, conocedores de otras formas, de unas dimensiones no siempre inaccesibles. Una poesía de aliento, de fuego metafísico, de presencias y elementales, atravesada por el decir y el lenguaje de lo no que tiene forma, sonido, estructura.
2 Jaime Sáenz, El ángel solitario y jubiloso de la noche, apuntes para una historia de vida.
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domingo, 16 de septiembre de 2007

El Cuento: narrativa de nocaut


Winston Morales Chavarro


"Los libros no se agotan en el análisis: hay que vivirlos"
(JULIO CORTÁZAR)


El escritor argentino Julio Cortázar (Bruselas, 1914 – París 1984), argüía que un buen cuento es como un golpe de nocaut; el impacto no puede ser superior, el golpe sobre la lona seguro.

¿Qué impresión le queda al lector luego de emprender el viaje por terrenos tan sugerentes como los marcados por Quiroga, Mauppassant o el mismo Cortázar? Sin lugar a dudas muchas, algunas de ellas llenas de cuestionamientos o contradicciones en donde el efecto de la catarsis es infalible, infrenable. La metempsicosis que vive el lector a través de lo leído es similar a aquellas narradas por Ovidio en su espléndido libro Las Metamorfosis (¿un referente del género?)

El cuento como cartografía, como mapa, como ruta posee el impacto que no posee la novela. Su brevedad, su factor sorpresa, la elaboración profunda de sus personajes hacen que el lector -en este caso el espectador- se sumerja en la historia y cohabite con la atmósfera del relato, con los imaginarios del narrador, con las concupiscencias de los individuos que por ellos transitan.


El tiempo y el espacio en el cuento son también un factor preponderante en la consecución de esa estética de lo narrado. En la construcción de esa temporalidad voluble, que se difumina o que suele ser atemporal -desde la perspectiva del lector- el texto adquiere cierta elasticidad que juega con la realidad múltiple de quien lo recorre. En este plano, podemos hablar de un sinnúmero de realidades y circunstancias que se suscriben no sólo a las realidades físicas del lector, sino a las realidades metafísicas del texto literario, a las realidades de los personajes, al tiempo del escritor –un tiempo que no termina de definirse-, y, sobre todo, al espacio que se constituye materia, que se configura en un territorio “imaginado” o virtual, el territorio de las palabras y el mundo de lo simbólico.

El cuento como tal, el gran cuento, el del nocaut, el de la caída en la lona, se instaura como una nueva mitología. Es factible hablar de la existencia de Funes, el memorioso, de percibir la respiración de un personaje enigmático y extraterreno como El Horla.

En el comienzo fue el papel en blanco, la idea no manifiesta. Después los personajes fueron levantándose de las supuestas sombras –donde sobreabunda la luz- y restablecieron su iconografía, su lenguaje, su maquinaria literaria. De esta historia, de esta escritura, de esta afirmación humana nacieron ellos (quizás anteceden al escritor, quien los intuye y resucita) y su geografía es un terreno que no posee limitaciones geográficas o filológicas (La patria del escritor es su lengua, Mircea Eliade). Los personajes son allí un mito y como mito se configuran en las percepciones de los lectores, crecen con ellos, determinan, en ciertas circunstancias, sus modelos de pensamiento y proyectos de vida.

Desde ese no lugar es factible saber la existencia de estos hombres, de esas mujeres, de estos escenarios en donde se desarrollan y siguen desarrollando –el eterno retorno- cruentas batallas, escenas de amor, derrotas, luchas e invasiones humanas. El buen lector es el que recorre este territorio, es decir, aquel que no se limita a viajar sobre el papel sino que se reincorpora de este plano concreto para situarse en una autopista no manifiesta (en lo corporal) y quedarse allí como un habitante más del estro literario.

El cuento como creación, algo que también sucede con la novela, la poesía, la pintura, la música y las artes en general, sobrepasa la noción del que crea. Lo creado se instala en una esfera que rebasa al hombre, a la noción inmediata del hombre, de allí que la creación no pertenezca a un individuo sino a un estadio metafísico en donde esa iconografía que pulula por el éter se hace manifiesta a varios ojos –como propia- y a varias manos. El cuento es de quien lo recorre, de quien lo vive, de quien sabe interpretarlo y se sumerge en él como en un océano nuevo, como en un río que nunca termina de franquear la orilla.

Su escritura, una de las más complejas –al lado de la poesía, dicen algunos- contiene una amalgama de recursos y posibilidades que hacen que el género posea una geografía muy propia. De allí que sean muy pocos los que pervivan en este complejo edificio, en esta compleja arquitectura. Muchos hacen crítica sobre el cuento, sin concebir uno, otros hacen grandes antologías y a través de ellas nos presentan a aquellos que han sido considerados como los padres de la corriente. En esa mezquina o esquiva nómina se encuentran escritores como Borges, Rulfo, García Márquez, Poe, Monterroso, Cortázar, Tolstoi, Quiroga, Faulkner, Chejov, entre otros. La lista en verdad no es muy gruesa. No obstante, esa nómina se constituye en un referente obligatorio para vivir los deleites de uno de los géneros más complejos de la literatura.

Una de las mayores dificultades que tiene el narrador a la hora de elaborar un cuento es el asunto de la brevedad. En un espacio limitado el autor debe configurar todo un universo, establecer una atmósfera, diseñar uno o varios personajes, desarrollar una historia y de la manera menos imaginada sellar el cuerpo de lo que ha sido su universo creativo. Este ejercicio significa en sí mismo un desgarramiento muscular, una revelación, un desmembramiento, una secreción literaria.

Una vez acabado el texto éste pertenece al mundo de las ideas y lo simbólico, el creador se desprende de su embrión y va en busca de otro, mientras que el texto comienza a formarse y a configurarse en los planos de una realidad absoluta e ilimitada, una realidad que comienza a absorber los pliegues de muchas circunstancias y motivaciones individuales hasta convertir al espectador en miembro de una gran tribu lectora, la tribu que se hermana en el ejercicio de la lectura y las consideraciones de carácter supraliterario.











La Virgen de los sicarios o la ciudad como no ficción


Winston Morales Chavarro


Cuando Carlos salió del cuarto me acerqué
A la cama, me senté a su lado y me incliné sobre él:
Sus ojos suplicantes se cruzaron con los míos por última vez.
¿Qué me quería decir? ¿Qué lo ayudara a vivir? ¿O que lo ayudara a morir?
A vivir, por supuesto, él nunca quiso morirse.


Fernando Vallejo (El desbarrancadero, Pág. 131)



Medellín: una postal en tiempos de guerra

Medellín la del metro, ciudad de las flores, del Museo Antioquia, de la Plaza Botero, del Festival Internacional de Poesía. Medallo o metrallo, la de las mujeres fastuosas y un tanto sublimes.

Medellín de las avenidas y las grandes edificaciones, del progreso, ciudad de claroscuros y difuminados, ciudad de tangos y burdeles, de parques y bibliotecas, de puertas y ventanas para el mundo. Y las comunas, ¿dónde están las comunas? Dónde la serenata de tiros, el cantabile de las balas, el arpegio de los cuchillos?

Medellín, como la mayoría de nuestras ciudades, es negada a diario, suprimida, dividida por fuerzas antagónicas que se enfrentan y se encuentran en la calle, en las esquinas, en las curvas vertiginosas del metro.

Es la misma ciudad que alberga tantos contrastes como lenguajes, visiones, memorias e identidades. En ella confluyen el poeta, el ama de casa, el vendedor ambulante, el campesino, el empresario. Ciudad heterogénea y en permanente construcción, en lógico ascenso o descenso, en indisoluble fricción con su tradición conservadora y su realidad múltiple y disímil.

Ciudad que se destruye y se reinventa, ciclo que termina, ciclo que comienza. Ciudad-misterio, ciudad-conjuro, ciudad-hechizo, pero también ciudad-miseria, ciudad-violencia, ciudad-bomba.

Espacio recreado por cientos de poetas que la visitan a diario y que escriben sobre su piel sus mejores cartografías, sus ideogramas favoritos. Ciudad híbrida hasta la médula, de grandes penetraciones culturales, desterritorializada e invadida, subalternizada y narrada, hablada, con voz propia, muda.

Sobre sus calles giran los tangos, el bolero, el rock alternativo, el metal. En sus habitaciones se levanta la ranchera, el disparo, el amor, la botella, el vals, la cafetería-bomba donde departen ingenuamente periodistas y transeúntes de la noche.

Ciudad sitiada por el amor y el desafuero, ciudad lluvia, noche, fantasma, augurio.




El escritor: Descifrar una urbe



Fernando Vallejo es uno de los intelectuales más grandes que ha dado el país. Su grandeza no sólo estriba en su capacidad creativa sino en su honestidad y en su claridad para retratar las cosas. Es más, Fernando Vallejo no recrea, no reinventa, no ficciona. Su pluma es un espejo, un escalpelo que disecciona los pliegues y las carnes de un país que esconde sus lipomas, sus tumores, sus excrecencias.

Pese a ser criticado por su prosa incisiva, visceral y poco poética, Fernando Vallejo resultó ganador del Premio Rómulo Gallegos, premio que ha recaído en las manos de Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes, Roberto Bolaño, Mempo Giardinelli y el mismo García Márquez, lo que lo ubica en los primeros peldaños de la creación literaria en América latina.

Sin embargo, no por haber ganado un premio se valida una propuesta literaria y creativa. Fernando Vallejo “ES” desde antes del Rómulo Gallejos. Su obra está escrita desde antes, se defiende sola, narra una época y una historia, retrata una realidad, presenta una cotidianidad desde los ojos de la verdad. En sus novelas, pese a que la mayoría están narradas en primera persona, está la voz del sicario, la voz del hermano Darío, el sufrimiento del hermano Carlos, el suicidio, el sida, las drogas.

El acierto más grande del escritor radica en la narración de una ciudad; al narrarse dicha ciudad (microcosmos) se está esclareciendo la realidad de una nación (macrocosmos). Esa nación se presenta desnuda, se desviste, es mostrada en sus fibras interiores –fibras que no están ocultas, así muchos quieran negarlo-. En sus novelas hay un repaso histórico por la realidad del país: se narra ese proceso de lo rural a lo urbano, las costumbres y tradiciones de una familia –puede ser cualquier familia colombiana- enfrentadas con las nuevas lógicas de la modernidad y la heterogeneidad cultural, las luchas interiores, las transformaciones mentales, los ascensos intelectuales, el desprendimiento, el desmoronamiento de una casa –el país- y la hecatombe de un hogar que se ve transformado por la realidad imperante: la universalización de los imaginarios y las costumbres.

Fernando Vallejo no escribe: deja que la ciudad hable a través suyo, Medellín es otro personaje, la calle es otro personaje, la muerte es otro personaje, el sida es otro personaje. Su novela está plagada de héroes de carne y hueso –más de hueso que de carne-, personajes que viven su propia vida, a riesgo de perder la “otra”, marginados por el sistema, omitidos y suprimidos por las clases hegemónicas del Medellín primoroso y “posmoderno”.

Vallejo posee la virtud de crear una comunión entre lo santo y lo profano, establece una conjunción extraña entre novela, relato, biografía, periodismo, testimonio, historia, poesía y todos los géneros que el lector alcance a sospechar. Su literatura es nueva, se aleja de los costales, de los bultos homogéneos, de la erudición del crítico, del academicismo del docto. Su prosa es bien cuidada, pero no escatima esfuerzos en ponerla al alcance de un público corriente. En ella se desmorona la ideología, se tumban grandes murallones de conciencia, se difumina el paradigma religioso. Vallejo es Vallejo, aunque en su prosa encontremos mucho de Rendón.


La virgen de los sicarios o la realidad ficcionada


Contrario a lo que muchos piensan, la virgen de los sicarios es Medellín y por eso mismo Colombia. Negar la Virgen de los sicarios y prohibir su divulgación cinematográfica es negar y desconocer al país, es tapar al sol con un ojo –nadie tolera el brillo de esta nación violenta y hermosa-.

Desde el inicio del film se ve el movimiento de la urbe, de la mole, del ladrillo desde una vitrina, desde un vidrio. Es como si la realidad se levantara solita y comenzara a hablar a través de sus propios recursos lingüísticos. Las imágenes corren arduamente por entre la colcha de los cristales sugiriendo un movimiento propio, íntimo, personal, autónomo. Parece que el protagonista –y esta es la percepción que tengo- fuera el objeto y no el sujeto a merced de un remolino de sucesos que lo devoran minuto a minuto, como si el espacio temporal de Medellín fuera Cronos y Fernando Vallejo uno de sus hijos. El autor ha llegado a otro mundo, desconoce su realidad, su historia, su lenguaje, la sincronía de un verbo que ha reinventado nuevas lógicas y percepciones: Vallejo es devorado por la boca ávida de una ciudad que lo esperaba desde la década del 70.

De hecho, Fernando es un protagonista secundario en la gran trama de la vida paisa, en la gran pieza dramática que es Medellín, en las protuberancias inexplicables que es ahora el día a día de la capital antioqueña. Muchas veces se nos presenta al margen del movimiento telúrico de la cotidianidad, desprendido de una lógica humana, como un simple voyerista que no puede intervenir en las consideraciones de los otros individuos, en la lengua particular de la ciudad, en sus nuevas representaciones, en los imaginarios urbanos e individuales que se gestan a lo largo del drama amoroso-violento: el encuentro de Vallejo con su yo, con su ciudad y con sus amores.



Vallejo no sólo ha venido a morir –estaba muerto hace 30 años- sino a renacer, a reencontrarse con su memoria –o con lo que queda de ella- a levantarse de un olvido y comenzar a trazar un nuevo mapa para sus manos, sus ojos, sus oídos, su escritura. Allí sufre una metamorfosis (La de Kafka?) y se diluye en su yo personal para fundirse en un yo colectivo. Vallejo deja de ser el hombre, se funde en el plano metafísico de un Ulises en procura de su otra Ítaca -que en este caso viene a ser el presente, el instante, el ya del hoy y no el del ayer-. Su memoria se ve impregnada de otras memorias, de otros acaecimientos, de múltiples olfatos.

En la virgen de los sicarios hay diversas realidades y temporalidades. De un lado nos encontramos con una Colombia semirural, viva en la memoria del “otro” Vallejo, suspendida en un tiempo pretérito que es el del escritor. De otro lado, está la Medellín del ahora, la de Alexis, la del narcotráfico, el sicariato, la muerte, el ruido, la congestión, la lucha por la vida, la belleza, el afecto, la naturaleza, la pobreza, la mezquindad, la mediocridad, el sexo que bien pueden aplicarse a cualquier país latinoamericano. Por último, se nos instala frente a frente la Medellín vista por el ojo y la lente de Barbet Schroeder. Esa Medellín está ataviada de muchos protagonistas: el Vallejo que vuelve sobre sus pasos -niño que muere en su interior y que vive una gran aflicción-, la urbe (modernidad periférica), el paso de aldea a ciudad relativamente desarrollada, la cultura de la violencia, la “pornomiseria” como estética, la muerte como subcultura, la música y la naturaleza como personajes.




La ciudad y ella misma en su idioma


En la virgen de los sicarios la ciudad tiene voz, es una voz estridente, chillona, que molesta a muchos. Con Medellín sucede lo mismo que con aquellos infantes que lloran inagotablemente en procura de la compota o el chupo. El padre llega y suministra a su hijo el alimento y allí cesa el llanto. ¿Por qué tanta gente se ha molestado con el llanto de esta niña que no termina de crecer, que no termina de formarse, de definirse? ¿Por qué tapar con cortinas de humo una verdad que le pertenece a todas las periferias del continente americano, urbes en donde se mezclan todas las posibilidades del caso y donde los antagonismos se funden como una nueva geografía? La letra está tatuada en la piel del continente y las modernidades periféricas ostentan sus cicatrices: allí se entrecruzan las miserias, los arrobamientos, el hambre, las concupiscencias habidas y por haber.

Cifrar en lenguaje “distinto” la contemporaneidad de una ciudad o un país es aborrecerlo? No es mejor cuando le decimos en la cara a un amigo sus errores y defectos en procura de un crecimiento absoluto? Será que presentar a un Brasil violento como el que nos traduce La Ciudad de Dios, Carandiru o Detrás del sol es odiarlo en demasía? Prefiero aquellos amantes que se dicen la verdad sin temor a recriminaciones ni venganzas sexuales a aquellos que se callan todo con tal de continuar su aparente paraíso amoroso. Además, qué aburridos son los paraísos y cuánto las relaciones perfectas. Muchos quieren ver el Brasil de siempre, el Brasil que nos han dibujado las clases dominantes, el del carnaval, el fútbol, las garotas, la bossa nova, Tom Jobim o Joao Gilberto. En eso radica la importancia de este nuevo cine: mostrar todas las posibles caras de la realidad; la realidad, como medusa, posee cientos de serpientes en su rostro.

Medellín es una ciudad que grita, una ciudad que padece, como toda ciudad del área continental, injusticias sociales, cruentas batallas culturales e ideológicas. No obstante, en la virgen de los sicarios la ciudad obtiene su mayoría de edad y es capaz de reclamarle a sus hijos lo que han hecho con ella. En la virgen de los sicarios la ciudad habla, se representa a sí misma, se constituye en un personaje más del entramado cinematográfico. Es más, me atrevo a asegurar que como personaje contiene mayor validez que otros que pasan totalmente desapercibidos (La iglesia, las imágenes religiosas, los sacerdotes?)

En el film se nota la estructura de la ciudad, su andamiaje, sus temporalidades, sus vasos comunicantes, sus lenguajes –tanto simbólicos como físicos-. La criminalidad y la marginalidad de sus habitantes se palpa como la inexorable lógica de toda sociedad en crecimiento, como un resultado más de la cultura de “consumo” y la consolidación de una nueva categoría: Lo desechable. En la urbe de comienzos de siglo todos somos eso, un objeto que perece, que naufraga, que se borra. Lo que no se ajusta al sistema está fuera de él. En la contemporaneidad todos somos exiliados, estamos desterrados de un territorio al que nunca pertenecimos, estamos, como en el libro de Milton, en busca de un paraíso perdido.

Medellín se configura en la memoria visual de sus hijos como un ente vivo y esto causa un profundo escozor en los espectadores. Su voz molesta, su heterogeneidad perturba, sus movimientos subalternos incomodan. Al tocar las fibras de lo real lo lateral se siente aludido y por inercia rechaza. La realidad se diluye a través del juicio ortodoxo. La ciudad se enmudece de nuevo, es víctima de una persecución, padece las injusticias de sus tetrarcas, la omisión de sus sacerdotes, la supresión de sus hijos ilustres (quienes niegan la existencia de otros hijos ilustres: hijos de la muerte y la “bazofia” humana), soporta la gasa que le ponen fielmente en la boca para acallar sus imprecaciones, sus verdades, sus “debilidades” sexuales, sus perturbaciones sicológicas, sus carcomas, sus urticarias, sus fiebres, sus sidas, sus venéreas y demás atributos o, según como se mire, defectos.

Ahí está Medellín y allí muere Medellín. Allí se narra, allí forja sus luchas y en ese mismo sitio espera con paciencia a que vuelvan a suministrarle voz para gritar al mundo sus dolores y sus bríos.