martes, 4 de septiembre de 2007

El autorretrato como espejo




Winston Morales Chavarro

El hombre siempre ha sentido la necesidad de mirarse a los ojos. Esa necesidad se remonta a Narciso, quien en un fuego de deseo y de concupiscencia interior quedó prendido –enamorado, mejor- de su propio reflejo.
Dicen los más avezados que uno busca en el otro la extensión de lo que somos; cada hombre busca en una mujer –y viceversa- lo que es él en ella, la parte masculina de ella, eso que nos complementa como unidad y como conjunto.
Desde la noche de los tiempos, las distintas mitologías nos hablan de un ser humano completo, circular, integrado con el cosmos y su naturaleza. La griega, por ejemplo, nos relata la presencia de un ser compacto, no dividido. A partir de la furia de cierto dios, este ser fue fragmentado en macho y hembra, separado de su unidad, de su complementariedad. De allí que siempre se anhele la búsqueda de esa “media naranja”, así sea en lo simbólico, lo cultural, lo religioso.
El hombre como especie, como ser “racional”, olvida que la integridad no está afuera sino adentro; como es arriba es abajo, como es en el interior es en el exterior. Micro y macrocosmos. La alquimia nos habla de estas verdades, de ese matrimonio entre el ser cercenado.
Cuenta la leyenda que Nerval, el gran poeta francés, observándose a sí mismo en una pintura, luego de auscultar con detalle los pormenores de su rostro, esas estrías pequeñas que se esconden detrás del olvido y la muerte, se atrevió a afirmar: “Él es el otro”. Nerval sabía que nunca somos los mismos, que el ser humano es ese río del que nos hablara Heráclito, siempre en permanente flujo, dinámico, mutable, y que el principio de incertidumbre es aplicable incluso en nosotros mismos, quienes introducimos esa variable de indeterminación en lo que observamos, no importa que lo observado sea nuestro propio “reflejo”, o lo que creemos es ese reflejo, espejo de nuestra fisonomía.
Pero además de ser otros en nosotros, somos el otro en los demás, la posibilidad de encarnar en la piel y en los húmeros del tú, de él, de vosotros, de ellos, de este, del de allá o del de acá.
El autorretrato es un recurso para contemplarnos afuera, mirar con otra dirección esa perspectiva externa que nos posibilite la integridad con el yo, con el mí, que no necesariamente vienen a ser lo mismo. El tiempo, que no es circular ni progresivo –creo que el tiempo es regresivo; el universo ya no se expande, se contrae- queda estacionado en el autorretrato, se colapsa, se inmoviliza. Más igual al Retrato de Dorian Gray, somos uno y otros en el tiempo, cruz y cara, los dos lados de todas las cosas, las dos caras de la misma moneda.
Los pintores de todas las épocas –como presintiendo la historia del mundo- se han autorretratado, han exorcizado muchos de sus demonios –también de sus ángeles-, a partir del esbozo de lo que fueron, han sido, pudieron llegar a ser, con la idea fundamental de retornar a la unidad, a la complementariedad de un ser mayestático, omnipotente. Por eso, es natural ver autorretratos en Goya –los más numerosos-, en Picasso, en Van Gogh, en Velásquez, incluso nuestro Botero. Pese a esto, nunca será el mismo Goya, jamás el mismo Van Gogh.




El autorretrato en el Huila



Los autorretratos no han sido muy frecuentes en el Huila. Esto quizás se deba a otros ordenamientos mentales, otros factores corporales, distintas tendencias filosóficas. La pintura contemporánea tiene otras características. Digamos que Freud y el psicoanálisis aceleraron ciertos elementos pictóricos de la plástica del siglo XX –pese a que Goya, Velásquez y muchos otros sean muy anteriores a las posturas freudianas-. Lo mismo sucede con la Física Cuántica, de Max Planck, la Teoría de la Relatividad, de Albert Einstein, el Principio de Incertidumbre, de Werner Karl Heisenberg. Estos fenómenos físicos, científicos, sociales y culturales influyen considerablemente en el imaginario de todos los hombres, no sólo los artistas. De allí que el fragmento, la partícula, los quanta, la incertidumbre, la mecánica ondulatoria atraviesen la mente del hombre posmoderno hasta hacerlo capaz de concebirse a sí mismo como un fragmento, una indeterminación, una variable, un electrón –que para todos es el mismo-. Esto también se palpa en el cine, en la filmografía de Lars Von Trier (Dinamarca, 1956), en los textos de Guillermo Arriaga (México, 1958); en la creatividad de Alejandro González Iñárritu (México, 1964) en los trailer de Quentin Tarantino (Estados Unidos, 1963).
La plástica en el Huila, hoy por hoy, está en otras orillas, otros filamentos, distintas partículas. Y no por desarticulada del resto de manifestaciones humanas del globo terráqueo. El arte en el Huila es joven, casi un niño. Más esta inocencia no es sinónimo de poca factura, lo que sucede es que la pintura en el Huila no registra más de doscientos años –el Departamento sólo tiene cien-, la pintura que ha podido hacerse en Pitalito, Garzón, Neiva, Algeciras, cunas de nuestros más significativos artistas, salta las huellas de un arte universal –no por irreverente sino por un no-lugar; no existía el Huila, no existía Neiva, existía un territorio, más no un mapa-, para instalarse en otras vertientes y tendencias más contemporáneas: el regionalismo, el nuevo realismo, el expresionismo abstracto, la abstracción, el neoexpresionismo, la fotografía digital, el video, las instalaciones.
La plástica que se hace en el Huila ha tenido que autocrearse, partiendo incluso de escuelas europeas, hasta llegar a la hiperrealidad y la simulación de la que nos habla Jean Baudrillard. Entonces los medios de comunicación, su objeto creado, infunden entre nuestros artistas, nuestros creadores huilenses, la desmaterialización de un Departamento y su desterritorialización (¡ay! de aquellos osados que aún hablan de identidad, neivanidad, huilensidad y opitud).
La mejor definición para enmarcar el arte huilense contemporáneo –sin querer agotar las posibilidades ni emitir un rótulo equívoco- sería el neobarroco o barroco latinoamericano (neobarroso), que se conecta no sólo con lo expuesto por Jean Baudrillard, sino que adquiere su mayor énfasis en las investigaciones y críticas culturales (desde la antropología social) de intelectuales como Severo Sarduy, quien introduce el término, Omar Calabrese, autor del libro La era neobarroca, 1989; Néstor Perlongher; Paul Virilio, autor de Estética de la desaparición; Benito Pelegrin, Ética y estética del Barroco; Guy Scarpetta, Eloge du cosmopolitisme; Christine Buci-Glucksmann, La raison baroque. De Baudelaire a Benjamin e De l’esthétique baroque; Francisco Jarauta, Fragmento y totalidad: los límites del clasicismo, y Andrés Sánchez Robayna, Tres estudios sobre Góngora.
El ritmo y la repetición, el límite y el exceso, el detalle y el fragmento, la inestabilidad y la metamorfosis, el desorden y el caos, el nodo y el laberinto, la complejidad y la disolución, la distorsión y la perversión, propios del Neobarroco-Neobarroso latinoamericano, están presentes en nuestra plástica regional, que hace mucho tiempo dejo de ser local, huilense –salvo porque es concebida por hombres nacidos en el Departamento del Huila- para volverse andina, latinoamericana, posmoderna, barrosa, evanescente.
¿Qué hace regional a una expresión humana como lo es la pintura? Si se apelan a óleos, telas, combustibles, colores y técnicas que son universales, ¿qué la hacen local? Lo más seguro sería decir, como en el caso del boom latinoamericano o el barroco de Sor Juana Inés de la Cruz y José Lezama Lima, que lo latino está presente en ciertos lenguajes, contextos, atmósferas, usos, costumbres, alimentos. Pero en el caso del siglo XXI, donde esa hiperrealidad esbozada por Jean Baudrillard es cada vez más fuerte, más opresiva, menos incluyente, y donde la simulación de la nueva realidad se confunde con las máscaras y el travestismo del poscolonialismo cultural, ¿qué puede garantizar la existencia de un sujeto huilense? ¿Qué la presencia-existencia de un arte nacido en el Huila? El huilense dejó de ser sustancia –acaso nunca lo ha sido- para convertirse en amalgama, caos, equilibrio, heterogeneidad, ruptura, quiebre, unidad de lo disperso. Todos esos discursos (acaso silencios) determinan un nuevo control de las libertades humanas, para asistir a la corporeidad de lo que Baudrillard llamaría “Las estrategias fatales”, en donde el hombre, por naturaleza, es un animal insatisfecho, incompleto, dividido, y desconoce los motivos de su aflicción; el hombre moderno es feliz y desdichado, ignora los motores que lo inducen a ello, desconoce su territorio, su totalidad, su raíz, sus estrenos, su espina dorsal, su principio.
Si en algún tiempo el deseo de complementariedad se debió a lo que ayer llamaríamos la salida del útero, el abandono, el éxodo, hoy por hoy, cuando andamos en el ritmo vertiginoso de lo “post”, nuestros conceptos mentales, nuestros planos espaciales y temporales, estarían definidos por estrías no visibles (o invisibles) como lo caótico, el exceso, la exacerbación, el fragmento, la inestabilidad, el laberinto y la disolución, propios del mundo contemporáneo (de lo post), elementos que marcan inexorablemente nuestros rumbos, nuestros miedos, nuestras soledades, nuestras impresiones. De allí, ahora, el deseo de unidad, el regresar al origen, a un supuesto equilibrio que tal vez no sea sino otra utopía; a lo mejor el hombre nunca ha conocido la paz, a lo mejor todo no sea sino el producto de un sueño enfermo, de la parálisis cognitiva de un optimista.
No obstante, el sueño, una de nuestras mayores virtudes y defectos (casi nuestra peor enfermedad, al menos desde lo cotidiano, desde la vigilia) nos obliga a buscar esa unidad, ese regreso, ese volver, ese difuminarse, ese desmoronarse en ondas, ese volver a la partícula primaria. Entonces somos evanescentes –como las identidades-, queremos reconocernos, entablar conversaciones concretas con el lenguaje que nos resulta esquivo. Pero lo hacemos hacia fuera, buscamos afuera, en lo externo, en la exacerbación que provocan los medios, la publicidad, la era virtual, la simulación de la hiperrealidad, la religión, la política, las guerras del tercer milenio: las de orden ideológico.
El arte será siempre un camino, una lámpara. La pintura, como espejo, la literatura, como reflejo, serán rutas seguras en la compresión o en el intento de comprensión para hallar una luz, una linterna. El mundo de lo post crea certezas, respuestas, satisfacciones fingidas, creadas. En ese marco se sitúan las tradiciones, ciertas costumbres. El arte siempre apelará a la duda, a la pregunta, al interrogante.
El autorretrato nos permite mirar en otra dirección, no importa que el camino sea nuestro propio “reflejo”, no importa que la luz sean nuestras propias llamaradas. Hay que tener fe y la fe se expresa asumiendo nuestros propios defectos, las limitaciones de la mortalidad, la perfección de lo que perece. Lo perfecto no es de humanos y un autorretrato es la mejor manera de decir lo humanos que somos.
Estos autorretratos nos muestran –deben mostrarnos- no sólo lo que nuestros cultores son por dentro, sino por fuera, en el otro, en los demás. Tal como son ellos, así es nuestra ciudad, las múltiples ciudades que habitan a Neiva, nuestras historias –la oficial y la individual, la personal, la subterránea-, el inconsciente colectivo de una región poblada de cientos de regiones, un Departamento que por accidente se llamó Departamento del Huila. El autorretrato será siempre un espejo.



Villavicencio, 15 de abril de 2007.
Caudal Oriental.
7:15 p.m.

sábado, 1 de septiembre de 2007

César Vallejo: Espergesia o la herejía como elemento poético.


A Luis Rafael Gálvez, poeta.


Winston Morales Chavarro



Muchos lo califican de patético, otros de trágico, no menos, de exageradamente dramático. Sin embargo, César Vallejo constituye, desde mi visión muy personal, una de las mejores voces que ha dado la lengua española.

Su ubicación puede plantearse de dos maneras. Por un lado desde la vanguardia, escuela, movimiento o rótulo en el que muchos quieren estacionarlo. De otro lado, desde o a raíz de su poesía visceral, incisiva, un tanto corrosiva, aguda y punzante.

Su locus primero obedece a que se instaura como uno de los poetas más distinguidos de las vanguardias americanas. Al lado de Octavio Paz, Vicente Huidobro, Pablo Neruda, Nicolás Guillén, entre otros, César Vallejo consolida para el mundo lo que sería la poesía del siglo XX.

Su locus segundo puede explicarse desde la percepción de un lector acostumbrado a una retórica simple, un poco barroca, almibarada o en demasía ligera. La poesía de Vallejo es ruptura ante todo, una búsqueda tan honda que por eso mismo se aleja del aplauso, la venia, la admiración de lo escueto: es una escritura que rompe paradigmas, quiebra sedimentos –sobre todo mentales y espirituales- de cruentos movimientos telúricos. Esa puede ser una explicación para que cientos de lectores lo encuentren aburrido, pesimista o traumático, ¿hay algo más traumático que la vida de un hombre? ¿Cómo cantarle al alba después de que su madre ha muerto y el hogar se desmorona como “piedra sobre piedra”?

En la poesía, como en todas las artes, queremos hallar, desde la contemporaneidad, escenas bucólicas que nos lleven a “los años mejores”, si es que alguna vez existieron –desde perspectivas de fuga- o pretendemos hacer existir. Una poesía de sabores, olores, contra la que no poseo ninguna afrenta, que nos regocije como lo hacen los libros de receta o esas narrativas de “ciencia ficción” escritas por las máquinas de hacer dinero, Paolo Coehlo o Carlos Cuauhtemoc Sánchez, narradores que hallaron la piedra filosofal desde lo mercantil y bursátil, y no desde el dolor y el fuego como lo hizo el poeta peruano:

Hay un vacío en mi aire metafísico que nadie ha de palpar;el claustro de un silencio que habló a flor de fuego.

Es lógico admitir que César Vallejo es un poeta supremamente mustio, ¿qué lo impulsa a no serlo? ¿Debemos juzgarlo por no ser divertido o radiante, por no causar esperanzas –debemos confiarnos a ellas?- por estar en permanente fuga con Dios o con lo que concebimos de él?:

Yo nací un día que Dios estuvo enfermo.


La poesía es la historia del espíritu, es el pálpito de un cuerpo interno –en contravía a la narrativa-, la voz de demonios y espectros que subyacen en el subsuelo de un hombre en combustión. ¿Cómo pretender que Vallejo sea ajeno a su cruz, a sus calvarios, a sus caminatas por el monte de sus olivos?

César Vallejo es, reitero, un intelectual de escrituras funestas, sombrías. En él hallo más verdad y más sabiduría que en todos los libros de superación personal que se siguen comercializando como si fueran la gran panacea o el terreno prometido por la tradición religiosa.



Espergesia y lo hereje


Yo nací un día que Dios estuvo enfermo,grave.

La permanente reiteración de un Dios enfermo nos lleva a plantearnos muchas preguntas, ¿es César Vallejo un ateo? La respuesta puede abarcarse desde muchas direcciones. Sin embargo, pretendo imaginar que el poeta hace alusión o plantea la posibilidad de un Dios imperfecto; no lo niega, ni lo anula, lo cuestiona, lo refuta. Su arribo al mundo natal lo lleva a plantearse la posibilidad de un universo en permanente fricción, en donde los equilibrios o las armonías entre los opuestos nunca serán posibles.
Su incursión en el marxismo –del que después se aleja-, la muerte de su madre, sus amigos, sus mayores, las guerras, lo llevan a asumir una interiorización escrita con sangre, interiorización que él entrega después en su escritura y que se constituye en una médula problemática para sus contemporáneos, al punto de recibir críticas tan injustas como estas: ¿Ud. cree señor Vallejo que colocar una imbecilidad encima de otra es hacer poesía?. (Clemente Palma)
No obstante, Vallejo continúa su camino y cuestiona, en gran parte de su poética, “lo otro”, aquello que concebimos como la divina providencia o el halo paradisíaco de lo monacal:

Todos saben que vivo,que soy malo; y no sabendel diciembre de ese enero.
Pues yo nací un díaque Dios estuvo enfermo.

Parece ser que el error más grande del Cristo consistió en “hacer” –algo que no lo hace del todo apóstata- a un hombre con todas las deficiencias del mundo; Vallejo era enfermizo, vivía con el ceño fruncido, había soportado todos los dolores del cuerpo y la carne. De allí que evoque a la muerte, a la que poetiza, a la que le canta: esto significa una negación de manera directa.
Su herejía se ve reducida a una queja permanente de lo que es el acontecer cotidiano. Si este Dios existe, ¿por qué el hombre está tan mal diseñado? -Parece preguntarse a diario el poeta- ¿por qué la iniquidad, las guerras, los holocaustos? De allí su permanente fricción con un padre superior hecho a imagen y semejanza de su hijo; el poeta nunca cuestiona al mundo ni a su naturaleza, critica las obras y los procederes de un hombre nacido “del barro y del polvo”




El texto en el poeta.


Hay un vacío en mi aire metafísico que nadie ha de palpar;el claustro de un silencio que habló a flor de fuego.
Yo nací un día que Dios estuvo enfermo.

Vallejo no niega la metafísica, los submundos, los planos alternativos de punto y encuentro, simplemente reconoce un vacío en la fibra más íntima de su ser y en sus esencias primarias: casi un sino edénico, con el que se carga desde el origen, desde las épocas primarias del hombre, una especie de destierro permanente, en donde sus versos se ven atravesados por un constante “Obscuro sinsabor de féretro”.
El poema Espergesia es una especie de espejo en donde Vallejo no sólo se mira sino que se refleja. La imagen es más un reflejo que una mirada. Allí está traducido el poeta, allí está narrado Vallejo. El poeta habla a través de la poesía y esa voz es la misma que colinda con lo pulsional destructivo, tanático, por el maremagno interior, por lo oscuro y sin rostro (S. Yurkievich):
Todos saben que vivoque mastico… Y no sabenpor qué en mi verso chirrían,oscuro sinsabor de féretro,luyidos vientosdesenroscados de la Esfingepreguntona del Desierto.



El autor y su época


César Vallejo, como la gran mayoría de los poetas, es un hombre de su época. En él están presentes todas las contradicciones del mundo moderno (contradicciones en el mundo, no en su escritura) y en ella subyacen los conflictos morales, las injusticias sociales, la siempre viva pregunta del poeta: ¿Es importante la escritura?
No obstante, el aeda peruano pertenece también a un tiempo y a un espacio que no poseen delimitaciones lógicas. Su escritura es una escritura que puede ubicarse en presentes, pasados y futuros inmediatos, jamás pierde vigencia porque es una poética que está revestida de cosas universales: la caída, el viaje, el dolor, el sufrimiento, la soledad, las ruinas humanas, la condición de un hombre y su relación con Dios.
Al igual que otros poetas de las vanguardias, Vallejo no sólo evoluciona en su escritura sino también en sus consideraciones de tipo espiritual, filosófico y metafísico. El poeta conoce la orfandad del hombre y es esa misma orfandad la que tiene su arraigo en la escritura:


Todos saben que vivo,que soy malo; y no saben del diciembre de ese enero.
Pues yo nací un día que Dios estuvo enfermo.

De otro lado, en su estro literario se evidencia el divorcio con Dios –mejor con la iglesia- y su permanente querella con una realidad anterior en donde la moral, la ética, las leyes, las reglas y las conductas eran paradigmas para el ser humano. Vallejo reniega de la verdad absoluta y la relativiza, adoptando, por filosofía y no provocación, una mirada más subjetiva-objetiva, retirándose de convicciones eternas y dominantes; propone una ruptura en el maridaje que existe entre el hombre y su tradición judeocristiana, de allí el aislamiento que emprende con otros poetas, lo que lo lleva a rechazar un sinnúmero de homenajes o manutenciones ofrecidas por ciertos gobiernos como el ruso.
Vallejo se considera un poeta integro y en esto tiene fricciones con Neruda: No comparte los honores, no persigue la famosa posteridad, los cargos diplomáticos le fastidian; no solo la gloria divina sino también la humana le resultan “tísicas”. Para el poeta nada es más contundente o pesado que aquella gran cadena que se lleva en los hombros. Esa es la sombra, la cruz, el gólgota personal al que se está condenado.

Todos saben… Y no saben que la Luz es tísica, y la Sombra gorda…



Plano temático


Vallejo significa rupturas en muchos de los sedimentos poéticos que se habían hecho hasta entonces. De un lado está la destrucción de ciertas lógicas estructurales. De otro lado, relativiza –como ya lo he dicho- los dualismos y sus fuerzas antagónicas.

Hermano, escucha, escucha…
Bueno. Y que no me vaya sin llevar diciembres,sin dejar eneros.

Los silencios y lo dicho -o lo no dicho- son preponderantes para el gran escritor. La palabra como un instrumento social y político es fundamental en Vallejo. No es únicamente un recurso estilístico u ornamental; ella debe resignificarse en el sentido en que tenga no sólo una carga semántica. La poética debe ser también canal de información, de difusión filosófica, de lucha interna, de grito, de rasgadura de ropas.
La autoconciencia del escritor lo lleva a convertirse en un hombre que se concatena con sus entornos, las realidades humanas son abordadas desde su escritura y desde ese plano intelectual y creativo recrea, transforma, propone una memoria nueva para el hombre y para las artes.
Esa fue –y es- la lucha de Vallejo y es eso mismo lo que ha significado el que muchos lectores lo califiquen de escritor desolado, tanático, monstruosamente pesimista. Un mundo solitario que el poeta lleva en su escritura es el que se establece a lo largo de sus consideraciones poéticas-literarias. Los héroes ya no existen y Vallejo lo sabe. Para él, todos los dioses han muerto. Sólo el hombre va por el mundo arrastrando pesados grilletes y esforzándose por desprenderse de sus cadenas más atroces: lo anodino y pueril:


Y no saben que el Misterio sintetiza…que él es la joroba musical y triste que a distancia denuncia el paso meridiano de las lindes a las Lindes.
Yo nací un día que Dios estuvo enfermo,grave.





BIBLIOGRAFÍA

Jakobson, Roman. Lingüística y poética. Editorial Cátedra, Madrid 1988

Le Guern, Michel. La metáfora y la metonimia, Editorial Cátedra, Madrid, 1990.

Lezama Lima, José. Imagen y posibilidad. Editorial Letras cubanas, Instituto Cubano del Libro, la Habana, Cuba, 1992.

Lienhard, Martín. “De mestizaje, heterogeneidades, hibridismos y otras quimeras” II Seminario de Crítica literaria latinoamericana. La literatura colonial: discursos alternativos y lecturas disidentes. (Lima, 13 de marzo de 1992. coord. Antonio Cornejo Polar).

Paz, Octavio. La Otra Voz, Poesía y fin de siglo. Seix Barral

Schwartz, Jorge. Las Vanguardias latinoamericanas, textos programáticos y críticos, Editorial Cátedra, Madrid, 1991.

Vallejo, César. Trilce. Editorial Oveja Negra, Bogotá, 1985.

Vallejo, César. Poemas en prosa; poemas humanos; España, aparta de mí este cáliz. Editorial Cátedra, Letras hispánicas, Madrid, 2000.

Yurkievich, Saúl. La movediza modernidad. Taurus, Madrid, 1996.

Yurkievich, Saúl. Fundadores de la nueva poesía latinoamericana, Vallejo, Huidobro, Borges, Neruda, Paz. Barral Editores, 1971.

El pez que fuma.




El pájaro chupaba con entereza su chicote. Parecía un roble esbelto, una daga soberana sobre la esquina amarilla de El pez que fuma. El corrido se revolvía con el humo inclemente del cigarrillo. El poste afilado recostaba contra la pared tintoreteada su pierna de gacela, presta a la envestida o a la retirada según como pintaran las cosas en la noche.


El pájaro besuqueaba el cigarrillo como si fuera novia de cuadra. Sus ojos se arremolinaban contra el letrero de neón que descansaba en la pared amarillenta del burdel. “El pez que fuma”, rayaba ostentosa la transparencia como hiriendo con su boca de telaraña la sombra violenta de la ciudad. Neiva tenía 30 grados centígrados, el aire pesado sudaba insectos. Afuera lloviznaba las primeras luces de la tarde.

El pájaro seguía de pie, parecía que una cárcel invisible lo retuviera, lo obligara a permanecer estático sobre el asfalto carcomido de la calle. Muchas noches cuando la putica no salía temprano, el pájaro se paseaba por los alrededores del centro, visitaba El Manolo, hablaba con los emboladores, enmarañaba carteles en las afueras del Teatro Cincuentenario. Alguna vez lo vi entrar: Nasty la pervertida anunciaba la taquillera.

En ocasiones Pajarito, como lo llamaba el portero del Bombillo Rojo, alcanzaba a meter su Cuello de tordo por las ventanas del negocio y veía cuando algún cliente acosaba a la putica contra la puerta, la pared o alguna mesa del salón. Pájaro empuñaba el alma para que el cuerpo no se le saliera y le gritara que lo golpeara, que lo matara, que le dijera en la cara que no fuera hijueputa por meter las manos donde su dinero no alcanzaba, pero como buen ciudadano tragaba su amargura y guardaba su furia en el cajón de la costumbre o el olvido.

A veces la putica salía temprano, casi siempre los lunes. Pájaro se metía en su prisa y se iban por el mismo andén calle abajo hasta llegar a la casa. Ninguno de los dos hablaba. Se metían en la cama y hacían el amor de corrido hasta las tres o cuatro de la madrugada, cuando la putica se quedaba dormida y al Pájaro le parecía estar meciendo azucenas en ese lecho que traía cada noche un perfume diferente, un humor diferente, un quejido diferente. A las once del día Emilia revolvía el café en el chiquero que tenían de cocina. Pájaro se levantaba y ablandaba las rosquillas en el tinto, la putica se quitaba en la letrina las impurezas de la noche anterior. Cuando Pájaro entraba sentía la presencia invisible de cientos de ojos que lo miraban, miles de rostros que se arremolinaban y caían uno a uno como el mugre por las rendijas del lavadero.

A las dos de la tarde Emilia ya estaba en El Pez que fuma. Arreglaba las mesas, limpiaba los ceniceros, lavaba los limpiones y esperaba desde adentro ver a Pajarito parquearse en el poste de al frente, siempre a las cuatro. Ni un minuto más ni un minuto menos.

Muchas pero muchas veces los clientes le proponían a Emilia pasar con ellos la noche en una casa, en un pastal o hasta en el coche. Lógico que esto tenía un costo extra tanto para la Putica como para el negocio. Los clientes asumían todo. Cuando los clientes salían con Emilia a pie, Pájaro los seguía a una distancia prudente. Cuando salían en Coche, Pájaro corría hasta donde le alcanzara el alma y luego se elevaba con su mente hasta el posible lugar de los hechos donde su putica, su encabronada Emilia, se revolcaba inmisericordiosa con algún borracho, algún político o algún escritor.

Hubo una noche en que la putica no volvió a la casa. Pájaro la espero despierto hasta cuando lo abrazó el sueño. A las once anheló ablandar las rosquillas en el café, pero Emilia no había regresado. A las cuatro se parqueó como daga sembrada en el poste, pero no oía la voz de Emilia, ni su risa, ni su perfume, ni aquel: “Son tres mil duros”. Pájaro regresó a la casa, tal vez Emilia habría llegado más tarde y se sentiría mal para aparecerse por el burdel. Estuvo expectante toda la noche, oía lejos los quejidos de la putica, parecían quejidos de verdad. “Había aprendido a quejarse”, pensaba. Dejaba la puerta abierta pero ni siquiera su espíritu entraba o tal vez sí lo hacía, pero como era tan negro no lo veía.


Después de una constante espera, Pájaro logró conseguir trabajo en El pez que fuma, lo nombraron portero. Trabajo que podía cumplir con entereza por su facultad de permanecer parado. Su mirada imprecisa redoblaba las campanas de la Iglesia Colonial. Esculcaba a los clientes por si alguno traía un pedazo de su putica, una hebra de su cabello, un pequeño trozo de perfume, una brizna de aliento o un pedazo de su vestido. ¡Pero no! Ninguno olía a ella, ninguno reía con sus labios, ninguno hablaba con su voz, a ninguno parecía interesarle esa putica.

Pájaro llegaba a eso de las tres de la madrugada a casa. Mantenía los ojos en el techo. Allí su putica se revolcaba con los fantasmas de la alcoba, oía sus quejidos que descendían por su cuerpo y le revolcaban el miembro como una concha marina contra las peñas del cuarto. En el chiquero de su cocina, muchas tazas de café se rebosaban de rosquillas. Rosquillas amarillas, de arequipe, de mermelada, de bocadillo, mientras una fila inclemente de hormigas devoraban el azúcar y los ojos de Pajarito desorbitaban siempre a las cuatro de la tarde, en la esquina amarilla de la muerte, muy cerca al poste de la energía, en las afueras del burdel denominado El Pez que fuma.

Satanás




Winston Morales Chavarro

Siempre he abrigado una delectación especial hacia las obras “obscuras”,”cifradas”, de escritores de la edad media, el renacimiento, el romanticismo, la era victoriana o la modernidad. Esos pasajes “esotéricos”, vorágine por la psique humana, me parecen mucho más reveladores que los episodios de la literatura contemporánea, donde todo aparece resuelto y el esfuerzo mental, la capacidad telúrica, es mínima.
Mi impresión muy personal me empuja a preferir obras como el Retrato de Dorian Gray, de Oscar Wilde, sobre otras como El Príncipe Feliz, o El ruiseñor y la rosa, del mismo autor. Lo mismo puedo decir de Robert Louis Balfour Stevenson. Sin lugar a dudas, El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, supera con creces, desde esa cabeza obscura de la que nos hablara el poeta Antonin Artaud, textos como La Isla del Tesoro (no por la equívoca impresión de ser un libro para jóvenes) o su otra novela, La flecha negra. Pese a esto, Stevenson, en la Isla del Tesoro, algo que se repite en El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, logra establecer un principio de correspondencia entre el bien y el mal, la luz y las sombras, de la misma manera en que lo hace Cervantes con el Quijote; El Quijote representaría el espíritu, Sancho Panza, como su mismo apellido lo acredita, la materia. No obstante, se trazan equilibrios en la obra; Sancho, quien simboliza lo vulgar, lo terreno, padece un proceso de calcinación y de ablución, logrando al final del texto una luminosidad que asombra. El Dr. Jekyll y Mr. Hyde, sobre todo este último, incitan a una valoración de lo real, lo evidente, lo físico, lo humano. Las revelaciones oscuras del libro, su lenguaje cifrado, su infinidad de códigos y acertijos, igual a los pasajes referentes al infierno de La Divina Comedia o del Paraíso Perdido, están más ataviados de luz, de descubrimientos, que el mismo Génesis de la Biblia.
Lo mismo acontece en La Eneida, de Virgilio; El Asno de Oro, de Apuleyo; El matrimonio del cielo y el infierno, de William Blake; La serpiente verde, y Fausto, de Johann Wolfgang von Goethe, las cuales pertenecen a esas fábulas de lo obscuro y lo esotérico, trazadas y levantadas por escritores que tuvieron en su literatura un vínculo muy estrecho con las sociedades secretas (el caso de Milton, Dante y Goethe), o que simplemente encontraron más atractiva su lucha estética enfrentándose a sus propios demonios, fiebres, urticarias y pesadillas (Holderlin, Novalis, Baudelaire, Nietszche, Milosz).
Lo anterior, se extiende a escritores más contemporáneos como es el caso de Doyle y Yeats (lo paranormal) o los americanos Dávila Andrade, Ramos Sucre, Jaime Sáenz y Carlos Obregón (lo alquímico).
La película Satanás, basada en el libro homónimo de Mario Mendoza, refuerza en nosotros ese gusto por lo siniestro, lo oscuro, el otro o los otros, cohorte de fuerzas antagónicas que nos delinean, habitan y componen y sin las cuales no seríamos nada.
Eliseo, el hombre que se incrusta en la carne y en los huesos de hombres y mujeres de diversas geografías, logra libertarse del pensamiento racional de su Yo para instalarse en un pensamiento seminal, conectado con la naturaleza de su propia psique, con las fuerzas de su ser interior y no exterior; todos llegamos a creer, por culpa de la tradición religiosa, que el mal habita afuera, que se representa en lo externo y en lo simbólico, sin percatarnos de que el mal subyace adentro, forma un paralelo con su sustancia antagónica-análoga, entrando en correspondencias que determinan los equilibrios.
Pero Satanás, antípoda del bien, no sólo habita en Eliseo, sino que se iza y erige en Ernesto, el párroco, lo que confirma que el bien y el mal dejan de contradecirse para interactuar; Paola, aquella hermosa muchacha que utiliza sus encantos –todo ángel es terrible, diría Rilke- para robar a un puñado de hombres con el uso de la escopolamina; Irene, quien encarnaría, en el caso del cura Ernesto, la caída, el fruto prohibido, la serpiente del Edén, para luego instaurarse como la luz, el amor, la salvación, la fuga, el éxodo.
El mal no sólo habita en Eliseo. Puedo afirmar, con conocimiento de causa, que los extremos opuestos de la belleza, de la perfección, de la fealdad, del bien, de lo luminoso –es decir el mal y sus iguales- gravitan no sólo en los seres humanos (el taxista, los hampones, los violadores) sino en lo imaginario, en lo atmosférico, en lo geográfico, en lo simbólico, en lo comunicativo.
Eliseo, entonces, nos representa a todos, no a unos cuantos, como dirán algunos moralistas, sino a todos, hombres y mujeres, niños y ancianos, y lo anterior puede confirmarse no sólo a través del hermetismo (los principios herméticos), el taoismo, el budismo, el brahmanismo –incluso el catolicismo en sus orígenes- sino también en el anima y el animus, planteado por Jung; el inconsciente de Freud; el principio de incertidumbre, de Werner Karl Heisenberg, o la relatividad de Albert Einsten, llevados estos últimos al plano de lo espiritual y psicológico.
Con temor a equivocaciones, creo que Satanás, del colombiano Andi Baiz, es la mejor película que se ha hecho en el país. Y eso lo constata no solamente la dirección de Baiz, la producción de Rodrigo Guerrero Rojas (María llena eres de gracia) y del mexicano Matthias Ehrenberg (Rosario Tijeras), sino también la actuación magistral de Damián Alcázar (El Crimen del padre Amaro), Blas Jaramillo, Jhon Alex Toro, Teresa Gutiérrez, Vicky Hernández, Marcela Gardeazábal y Martina García (Perder es cuestión de método).
Una película que sorprende por sus diálogos, su filosofía, su literatura, su fotografía, su reparto. Una obra que desde comienzo a fin logra la seducción, algo muy esquivo en el cine nacional, la atracción, la sugestión, el arrepentimiento, el llanto, la catarsis. Una película que no da lugar a pausas, lapsus, respiros. Una pieza maestra que no permite la liberación, solamente hasta el final, el escape, la retirada.
Es muy probable que Satanás, aunque esto no debe preocupar a Colombia (Lars Von Trier ni siquiera fue nominado por Dogville), reciba la presea dorada en los Premios Oscar como mejor película extranjera. Sin embargo, a la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de Hollywood, le suele ocurrir lo que le sucede a quienes conceden el Premio Nobel de Literatura: son muchos los escritores que han quedado por fuera.
Con reconocimientos o sin ellos, Satanás es una obra que consolida el Cine nacional -el mismo que ha tomado tanta fuerza con películas como Al Final del Espectro o Bluff-, una cinta que confirma que el arte nacional está a la altura del mejor cine mexicano, chileno, argentino, brasilero o iraní.