viernes, 28 de septiembre de 2007

Ramos Sucre: Estética y metafísica

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Ramos Sucre: estética y metafísica

El Universo es una creación mental,
Sostenida en la mente del todo.

El Kybalión



Ramos Sucre, el gran Ramos Sucre, no tiene un locus exacto de ubicación. Muchos quieren estacionarlo o equipararlo con el romanticismo, el modernismo e incluso el surrealismo. No obstante, su literatura, su voz, su estro escapa a todo rótulo y a toda categoría. El poeta se estaciona en un supratiempo y un sutraespacio que no tienen vínculos con las jerarquizaciones literarias. Además, vive con dureza una especie de metempsicosis que lo lleva a transformarse en todos los hombres y todos los tiempos, en todos los objetos y todos los elementos, en todas las causas y todos los efectos.

El poeta venezolano posee la llave para entrar en una atmósfera “otra”, en donde todas las épocas confluyen, se encuentran, se mezclan y se enlazan. Su transubstanciación lo lleva a incorporarse en el cuerpo metafísico de un hombre total, aquel que es capaz de traducir la voz de un hombre ecuménico, el mismo que tiene el rostro de todos los relojes y el cuerpo de todas las máscaras:
Yo había perdido la gracia del emperador de China. No podía dirigirme a los ciudadanos sin advertirles de modo explícito mi degradación. Un rival me acusó de haberme sustraído a la visita de mis padres cuando pulsaron el tímpano colocado a la puerta de mi audiencia. Mis criados me negaron a los dos ancianos, caducos y desdentados, y los despidieron a palos. (El Mandarín, Pág. 372)



El poeta dialoga con personajes aparentemente inexistentes, etéreos, gaseosos, con formas individuales que parecen o aparenten otro tiempo, otro escenario, otra estratosfera. A través de la palabra, Ramos Sucre es capaz de violentar las limitaciones de carácter mental, geográfico, temporal. Da la sensación de que el poeta conoce ese principio hermético que sustenta que el universo es mental y que todo se sostiene en la mente del todo. Su poesía es una poesía que halla sus estructuras en la linealidad de un tiempo que no posee presente, pasado, futuro. Es mas, podemos aseverar con certeza que estamos enfrente de una poesía que adquiere dimensión con el paso de los años y que comienza a cifrarse en generaciones futuras y no pasadas, fenómeno que se repite en poetas tan descollantes como Blake, Novalis, Holderlin, Nerval o Baudelaire.

Ramos Sucre parece pertenecer a otro tipo de sociedad (¿sociedad secreta o poética?) y es en ese tiempo y en ese espacio en donde funda su reino (la literatura), instala su bandera (la poesía) recrea su lenguaje (el poema), marca su territorio (la visión o la imaginación), crea sus habitantes (los personajes, la arquitectura, las deidades, la historia, el mito) para entregarlos a un lector cuyo entendimiento se eleve a consideraciones de carácter trascendental, desprovisto del exceso de la lógica o el razonar masculino.



La Metafísica y su camino de diamantes


La poesía de Ramos Sucre es una poesía que habla en primera persona, emana de un ser individual que puede representar un ser colectivo, es una voz que se sujeta a un todo poético, de donde emerge la voz reflexiva de un todo poético. En la poesía del aeda venezolano cobra un importe especial la palabra Yo, lo que nos sugiere un vínculo especial con un precipicio esotérico, un principio bíblico, una apertura alquímica:
Yo era el senescal de la reina del festín. Habíamos constituido una sociedad jocunda y de breve existencia. (Ramos Sucre, El malcasado, Pág. 508)

Toda su obra está habitada por la presencia de lo “incorpóreo”, de lo “inmaterial”, de lo “invisible”. Su estética parece traducirse en un elemento extrafísico que escapa a las formas de lo concreto, de lo material, de lo presente. De allí que pueda decirse y reafirmarse que Ramos Sucre pertenece a otro reino, a otra sociedad, a otro razonar; el raciocinio o la lógica en la que trasegaron poetas latinoamericanos como Dávila Andrade, Carlos Obregón y Jaime Sáenz.

Además de la presencia literaria de lo distinto, es común observar en la poesía de Ramos Sucre la permanencia de otros mundos. Es como si en él se revelara esa sentencia de Paul Eluard: Hay otros mundos pero están en éste. Ramos Sucre descubre esos mundos, entra en ellos, los recorre, se pierde en ellos, divaga por ellos:
Una mano desconocida había depositado, antes de mi deserción, una corona de flores lívidas en la mesa de su oratorio. Esa corona, ceñida a la frente de la muerta, bajó también al reino de las sombras. (El malcasado, Pág. 508).

¿Qué es lo que posibilita esa visión en Ramos Sucre? ¿Cómo adquiere el poeta esa facultad de mirar lo incorpóreo? Sin lugar a dudas que la respuesta subyace en la consecución de un sentido extraterreno, en la apropiación de un sentido suprasensorial que permite al poeta la visualización de otras presencias, otras formas, otras estructuras, muchas amalgamas, otros resortes.

Su olfato poético le permite transplantarse en un tiempo absoluto (¿el Aleph planteado por Borges?) en donde puede presenciar las cosas que han ocurrido, van a ocurrir o están ocurriendo. En ese plano confluyen cientos de ciudades, cientos de historias, miles de cartografías que Ramos Sucre engulle para plasmar en el papel una vez ha regresado a su cuerpo material, a su estado inicial, a su manía literaria.

Da la impresión de que el poeta está conectado con una memoria que no es propiamente la suya y que le permite divagar por una dimensión desconocida, una dimensión que se abre al creador por vía de la imaginación y la intuición filosófica, una geografía a la que acceden los artistas más adelantados y confeccionados:
Yo rastreaba los dudosos vestigios de una fortaleza edificada, tres mil años antes, para dividir el suelo de dos continentes. (La ciudad de las puertas de hierro, Pág. 510).

¿Es Ramos Sucre un olfateador de resonancias? ¿Se apropia el poeta de esas reverberaciones acústicas de manera consciente o es un proceso subconsciente el que le alimenta?

En una carta dirigida a su hermano Lorenzo el poeta le aconseja ciertas lecturas: La Iliada, La Odisea, Plutarco y Virgilio, El Edda o sea la mitología escandinava, La Divina Comedia, Orlando Furioso por Ariosto, Don Quijote en español, el Fausto de Goethe, el Telémaco, las Mil y unas Noches... (Carta fechada el 24 de marzo de 1921).

Estos gustos literarios demuestran su apego y proximidad a textos fundamentales de todos los tiempos.

Sin embargo, ¿es posible que tales libros le hablen a todas las almas? ¿Acaso es falso que no todos los individuos están diseñados para tales lecturas y que no toda lectura se revela de igual manera a todos los hombres? Esa concomitancia secreta entre estos libros y el espíritu del aeda venezolano se resuelve y se manifiesta en su temperamento, en su carácter poético, en su pluma, en su prosa. Lo anterior nos arroja la hipótesis de que Ramos Sucre habla con sus iguales, se acerca a sus almas gemelas, a sus hermanos esotéricos. Ramos Sucre se vitaliza, se robustece en el mundo literario de un Milton, un Dante, un Plutarco, pero, sobre todo, a raíz de la mitología escandinava –la que quizás le hablaba desde un locus común o cercano-, la mitología egipcia, la griega, la hebrea, la mitología hermética u obscura.

Es casi un regresar al suelo transitado, una especie de tierra prometida, una búsqueda del tiempo aparentemente perdido. Ese lenguaje abstruso, esa figuración de lo incomprendido le lleva a relegarse de su “contexto”, de su “historia”, de aquel tiempo, como él decía, inventado por relojeros.


Poesía y desterritorialización


La memoria arcana que habla al poeta lo lleva a situarse en una especie de No-lugar, un precipicio que abarca el conocimiento absoluto (Ramos Sucre estudió latín, alemán, inglés, francés, sueco, holandés, historia, literatura, filosofía, geología, geografía, derecho, matemáticas) y lo estaciona en un universo total, cosmología poética en donde no entran las glorias mundanas o las romerías, y donde lo único que apremia es el dolor, el retiro, la oquedad.

Al ubicar o fundar otro territorio, no propiamente físico, Ramos Sucre establece una especie de desterritorialización voluntaria, pues es indudable que se extrae de una realidad “presente” para ubicarse en una “realidad” pasada o eterna, donde lo único que cuenta es la configuración de un ente universal y perenne. El poeta se declara, a través de su escritura, en un ser que lucha por elevar su conciencia humana, un hombre que combate el animal que todos llevamos dentro. Su escritura muestra una permanente fricción entre la materia y el espíritu, entre el conocimiento absoluto y la lógica de la contemporaneidad:
Yo rodeaba la vega de la ciudad inmemorial en solicitud de maravillas. Había recibido de un jardinero la quimérica flor azul.
Un anciano se acercó a dirigir mis pasos. Me precedía con una espada en la mano y portaba en un dedo la amatista pontificial. El anciano había ahuyentado a Atila de su carrera, apareciéndole en sueños. (La Procesión, Pág. 320)

Este saber abstruso le obliga a un ejercicio de liberación. La escritura en Ramos Sucre no es muestra de intelecto, de pose, de apariencia filosófica. Su poesía es el reflejo de lo que el hombre es; su prosa poética nos desnuda a un alma en constante ascenso-movimiento hacia lo divino, lo total, la unidad, la nada, el todo. Ramos Sucre sufre y eso lo constatamos en sus cartas, en sus primeros indicios de suicidio, en su descontento y en su avidez. El árbol del saber provoca todas estas crisis; sólo los idiotas son felices, diría alguien por allí; lo que confirma que el único estado de felicidad para el aeda latinoamericano es la escritura, la disciplina literaria.

Todo lo anterior refuerza mi hipótesis sobre la desterritorialización del vate. Ramos Sucre carga sus bártulos y su cruz y va por los rincones de un mundo al que no todos tenemos acceso. Por intuición filosófica el poeta trasciende la normatividad de un mundo presente-vulgar para instalarse en las coordenadas de un continente mitológico, divino, etéreo, cuyos planos fueron diseñados por las manos del gran creador. Ramos Sucre lucha por una armonía y un equilibrio entre la materia, el intelecto y el espíritu, razón por la cual el sufrimiento es uno de sus mejores lenguajes:
Yo me había internado en la selva de las sombras sedantes, en donde se holgaba, según la tradición, el dios ecuestre del crepúsculo. (El Alumno de Tersites, Pág. 540)

La poesía de Ramos Sucre constata una permanente fuga, un aislarse de lo “real” y aparente para sumergirse en el río de la historia, el río cuyas aguas son claras y por eso mismo fidedignas, y cuya corriente está delineada por la memoria de un prisma humano de donde emana la voz del pasado, de lo vivido, de lo que sigue viviendo, de lo que gravita indefiniblemente por la atmósfera y el estro literario:
Yo recataba mi niñez en un jardín soñoliento, violetas de la iglesia, jazmines de la alhambra. Yo vivía rodeado de visiones y unas vírgenes serenas me restablecían del estupor de un mal infinito. (Victoria, Pág. 209)


Santidad a través de las ciencias oscuras.

José Antonio Ramos Sucre fue un visionario. Además de poseer el don, el escaso don de la palabra, poseía la visión de todo iniciado. En una carta a su hermano Lorenzo, argumenta: Creo en la potencia de mi facultad lírica. Sé muy bien que he creado una obra inmortal y que siquiera el triste consuelo de la gloria me recompensará de tantos dolores. (Apartes de una carta fechada el 25 de octubre de 1929, a pocos meses de su suicidio).

Esta carta demuestra el convencimiento del creador, la certeza de que su búsqueda –no sólo literaria- era la adecuada y que su flecha apuntaba a un blanco inexcusable.

Ramos Sucre conoce el camino del exceso mental para acceder a otros niveles síquicos. Su certeza también estriba en la búsqueda de la santidad –no la del monje ni la del papa- a través de las ciencias oscuras. La mayor preocupación del poeta venezolano es lograr la gran obra –la del trabajo alquímico- a través de la literatura órfica y el saber teosófico.

Sólo a partir de una transformación espiritual –propósito de todo metafísico- era factible la consecución de la gran obra, de la tabla esmeraldina. Ramos Sucre sabe que la transformación del mercurio en oro es sólo una alegoría y que en últimas lo que los grandes alquimistas buscan es la transformación de la materia en espíritu. De allí su preocupación, su coherencia, su consecuencia. El poeta sabe que las peroratas son para los oficiantes, para los sordos –parlantes de los radicalismos ideológicos:
Yo vivía perplejo descubriendo las ideas y los hábitos del mago furtivo. Yo establecía su parentesco y semejanza con los músicos irlandeses, juntados en la corte por una invitación honorable de Carlomagno. (El valle del éxtasis, Pág. 211)

José Antonio Ramos Sucre conoce el lugar donde se funden las presencias, conoce el valor simbólico de la tierra negra, del Yo Soy, de la serpiente verde, de la tabla esmeralda. A su vez, conoce las cartografías finamente diseñadas por Hermes Trismegisto (padre de todas las religiones y todas las filosofías), Ramón Llull (Filósofo y místico catalán) Pico de la Mirándola (neoplatónico renacentista), Francesco Giorgi (Monje cabalista), Cornelio Agripa (filósofo y mago), Rogerio Bacon (filósofo aristotélico), Trithemius (Iniciado en las ciencias secretas), Paracelso (Antroposofista, místico y mago) Cagliostro (avezado en las palabras, las yerbas y las piedras), Saint-Germain (virtuoso en las ciencias Ocultas) etc, etc, etc. De allí que se acerque de manera concienzuda al misticismo, a la filosofía, a la ciencia, al arte, a la Cábala y a la filosofía hermética. La única manera de resolver sus interrogantes más profundos es acercándose a la vida de prohombres como los arriba mencionados y recapitular su plano físico en el conocimiento del espíritu y las doctrinas “oscuras”. A través de ese camino busca la salvación, la resolución de sus conflictos internos y externos, los que purifica y metamorfosea a partir de la escritura y el ejercicio literario:
Yo visité la ciudad de la penumbra y de los colores ateridos y el enfado y la melancolía sobrevinieron a entorpecer mi voluntad... Yo salí a recrear la vista por calles y plazas y pregunté el nombre de las estatuas vestidas de hiedra. Prelados y caballeros, desde los zócalos soberbios, infundían la nostalgia de los siglos armados de una república episcopal. (La Cañoneas, Pág. 346)


La muerte, su escritura, su círculo

Existe un sino trágico en los cuatro poetas andinos: La muerte. Si es verdad que el único que no lleva a feliz término su propósito –porque la muerte es un propósito, pienso- es el poeta boliviano Jaime Sáenz, también es cierto que no podemos omitir sus intentos de suicidio y la permanencia de ese Ente maravilloso entre sus versos.

Tanto Ramos Sucre, como Carlos Obregón, César Dávila Andrade y Jaime Sáenz la tributan, la coronan, la ovacionan. Los poetas de todos los tiempos de igual modo la festejan, le cantan. La muerte es para ellos un territorio, un elemento literario, un recurso estilístico. Todos los artistas, los grandes artistas, han trasegado por su territorio de sombras (¿o de luz?): Homero (el descenso de Odiseo al submundo), Virgilio (el encuentro de Eneas con Anquises, el descendimiento a los infiernos), Dante Alighieri (conversación de Charles Martel con Dante, El paraíso), Ronsard (Himno de los daimones), Milton (El Paraíso perdido), Goethe (El Fausto).

De este modo, Ramos Sucre no podía ser la excepción; su poética es un canto permanente a Perséfone (diosa griega) o Proserpina (su equivalente en la mitología romana). La muerte para el gran creador venezolano no es solo una idea infausta, la vaga idea extendida por una religión represiva cuyo máximo interés es el desarrollo, a través de ella, del miedo y la conversión. La muerte para el poeta posee un cuerpo –casi siempre literario-, una seducción poética, un hechizo metafísico, una fascinación esotérica. Al aproximarse a ella, a su territorio de ánimas volantes, se presenta una especie de conversión espiritual, de ascenso hacia lo absoluto:
Cuando la muerte acuda finalmente a mi ruego y sus avisos me hayan habilitado para el viaje solitario, yo invocaré un ser primaveral, con el fin de solicitar la asistencia de la armonía de origen supremo, y un solaz infinito reposará mi semblante... (Omega, Pág. 364)

La muerte está representada en lo femenino, ciclo que comienza y que termina, que empieza y que acaba, espiral que no muere, que no bosqueja su último trazo. La muerte es la única posibilidad –eso lo sabe Ramos Sucre- el fin de la sonrisa absoluta de la que adolece la vida. Para el poeta la muerte es una forma corpórea, una presencia, una vibración, un movimiento hacia otros espacios.

¿Pánico a ella? ¿Miedo a ella? Estos interrogantes nos llevan tal vez a la contradicción como respuesta. Es muy factible que se le cante con tal de mantenérsele retirada, como también no deja de ser cierto que constituya un resorte por el que se entra a otra lógica, a un nuevo racionamiento sobre la vida, a una nueva percepción del espacio y su tiempo. En esa búsqueda frontal de la verdad, la muerte suele ser el camino más apropiado, el único camino, el sendero de las respuestas, las prácticas, las visiones y las experiencias. Cantarle a la muerte, escribirle a la muerte, tratar de descifrarla es, en resumidas cuentas, una manera de apropiarse de la historia, del presente, de una cronología que está muy vinculada a la expiración y a todo lo que fenece.

La muerte es el rostro del tiempo, es la cara de un eco de horas que van quedando inscritas en un éter que los poetas intuyen. Ese éter se reincorpora de lo gaseoso y comienza a poseer una configuración material: todo lo que “expira”, todo lo que “acaba”, todo lo que se transforma (la materia no se destruye) toma un matiz revelador en la escritura del vate. En la muerte, por supuesto, no existe la percepción del tiempo terrestre, la idea racional de un espacio real, la certeza de un órgano tangible y específico. La muerte crece en el poeta, se desarrolla de modo muy particular a través y a partir de su angustia literaria:
He seguido los pasos de una mujer pensativa. Me sedujeron los ojos negros y la extraña blancura de la tez.
Una enfermedad me había desinteresado de la vida. Recorrí una serie de calles desempedradas y sumidas en la oscuridad. Yo me abandonaba al peligro de una manera indolente...
He presenciado el desfile y la reunión de unas figuras ambiguas. Todas mostraban el rostro de la mujer pensativa y me rodearon, formando un coro de amenazas y de lamentos... (El Extravío, Pág. 398)


De otro lado, la muerte significa un develamiento del todo, la voz secreta del todo, la omnipresencia del todo. En ese camino de estrellas, en esa noche absolutamente obscura (donde se encuentra la totalidad de la luz) el poeta es capaz de fundirse con su lenguaje interior, aquel lenguaje que contiene la búsqueda de la verdad, la verdad como una señal particular del ser trascendental e interior.

La muerte se constituye, pues, en un entreacto, en la escena que conduce a otras escenas, el intermedio de la obra en donde se pasa a otra sala, a otros ambientes. Esos ambientes son quizás los puntos de partida y de llegada, el NO-Lugar donde se recupera la memoria absoluta, aquella que nos habla de todos nuestros nacimientos y todos nuestros fines.

La expiración, el acabose de las cosas puede tener una estrecha relación con el olvido, ¿qué es el olvido sino la muerte de un recuerdo, de una vivencia? En ese sentido el olvido guarda grandes relaciones con lo que fenece. Se muere diariamente, se recapitula la página en blanco de la existencia a través del tiempo recobrado, de lo que logra evocarse. Lo demás está “aparentemente” muerto, subyace en el río del olvido, en las aguas fragorosas de las sombras. La memoria nos mantiene vivos, la reconstrucción de la historia –de nuestra historia- nos hace dueños de la vida y de sus discursos literarios. ¿No seremos acaso el recuerdo de algún Daimon? ¿La idea sostenida en el espacio por algún dios antiquísimo y suprahumano? ¿Es el olvido de ese dios lo que nos lleva al fallecimiento? Acaso la muerte sea el desaparecer –por un minuto- de las corrientes subterráneas e invisibles de un pensamiento extraterreno, lo que nos lleva, en el tiempo formal, a ausentarnos por muchas “horas” del territorio de los “vivos”. Esa es quizás una de las razones más poderosas para que Ramos Sucre se apropie de su memoria individual, de la memoria colectiva de la que forma parte, memoria que, sin embargo –como en el Efecto Mariposa- puede retocar, recrear, interceder, modificar y alterar:
Un relicario de bronce guardaba, más de mil años, los despojos de una virgen cristiana arrojada al Tíber. Yo había reconstruido algunos episodios de su jornada en este mundo por medio de las noticias breves, lineales, de una crónica devota... ...Yo me restablecí de un afecto desvariado asumiendo una actitud contemplativa, esforzándome en dibujar la figura ideal de la santa. Yo me perdí adrede en la soledad de unos montes bruñidos y me abandonaba sobre un reguero de piedras. Una golondrina desertaba de los suyos en el mes de sombras de la cuaresma y creaba delante de mí, enredándose en mis cabello, la vista de la vía desierta y de la iglesia del relicario en la Roma pontifical. (El Jardinero de las espinas, Pág. 356)


Vocabulario esotérico


Ramos Sucre cifra su lenguaje en una atmósfera obscura, en un lenguaje que debe desmontarse y desarticularse hasta que quede totalmente desnudo. De esa desnudez surgirá, sin lugar a dudas, una idea auténtica, una verdad relativa, una consideración trascendental que bordeará los predios de lo absoluto y lo hermético:
Yo quisiera estar entre vacías tinieblas, porque el mundo lastima cruelmente mis destinos y la vida me aflige. (Preludio, Pág. 33)

El poeta aspira al silencio del todo, a la nada de la no-escritura, de la no –palabra, de la no-razón para que éstas le ofrezcan las esencias originales de lo callado y mudo, aquello que lo aleje del barullo escatológico de la cotidianidad humana:
Yo había pasado la mitad de la noche a la vista de las frías constelaciones y vine a recogerme y a dormir en una sopeña a la manera de Orfeo. (Bajo el velamen de púrpura, Pág. 523)

Esta relación del poeta con la cosmología interna y externa (el poeta como microcosmos) lo lleva a una transubstanciación en donde asume la visión de un individuo no material, etéreo, capaz de contemplar las estrellas desde su naturaleza inorgánica, no material, no sustancial –desde la óptica de lo físico- y amparado en una nueva estructura de espacio, cuerpo, tiempo y mente. Esa es una consideración plenamente esotérica y metafísica.

Sus recursos literarios, su estilo, sus sobrias metáforas, su propuesta atmosférica plantean siempre la existencia de un plano que no se sujeta a coordenadas terrestres o a lo expresamente humano:
Su mente padece la visión de los jinetes del exterminio, descrita en las páginas del Apocalipsis y en un comentario de estampas negras. (Los Herejes, Pág. 212).
Parece que Ramos Sucre evocara siempre un trance al que suele tener acceso, ya sea por vía literaria-intuitiva, ya por vía imaginativa-filosófica. De todos modos, siempre resulta esclarecedora su poesía en el sentido en que propone una realidad posible, otra, que el poeta conoce, moldea, maneja y trueca. Es una verdad maleable, una tela que se dobla de acuerdo a los pliegues trazados por el propio poeta venezolano:
Yo adivinaba los acentos claros del alba, salía de mi retiro y pisaba con reverencia y temor la escalinata roída por la intemperie. (Lucía, Pág. 215).

En otros poemas parece existir un poeta-oído, un hombre cuya oreja se extiende a consideraciones de carácter extrageográfico e intemporal. Es como si el poeta sumergiera su aparato auditivo en la resonancia universal de un silencio acústico, una nada sonora, una música muda que es sólo audible desde un no-lugar poético, desde una cartografía sonora o un mundo constituido por puros sonidos, por el trazo musical de un resorte “involuntario” y perenne:
Yo visitaba la selva acústica, asilo de la inocencia, y me divertía con la vislumbre fugitiva, con el desvarío de la luz... ...Yo frisaba apenas con la adolescencia y salía a mi voluntad de los límites del mundo real. (Antífona, Pág. 218).

Antífona, por ejemplo, nos sugiere y plantea la facultad que posee su creador de abandonar los límites del mundo y trascender esa otra dimensión POSIBLE, dimensión que nos dibuja y bosqueja a través de su niñez y su adolescencia. Pero, ¿de qué niñez y de qué adolescencia nos habla Ramos Sucre? ¿De la suya, de la de su otro, de la de sus otros, de la de un ser que FUE y con el que se descubre? Es muy factible que ese asilo de la inocencia del que habla en el poema no sea sino su escritura y la metamorfosis que vive a través de ella. El asilo lo recibe a diario, es su segunda o primera morada, es el lugar de encuentro con sus múltiples voces, fantasmas y temporalidades:
Mi viaje se verificaba en un mismo tiempo (La Salva, Pág. 219)

Ese lenguaje, esa palabra, esa idea, ese concepto no se reducen a la noción de escritura, como una cosa mecánica, sino que se eleva a la revelación, al trance, a la visión, a la percepción de lo “invisible” o a lo que se esconde de los ojos. La poesía del aeda venezolano es el habla de la videncia y de la audiencia, a través suyo –si puede llamársele receptor- nos cuentan sus cosas las Salamandras y las sílfides, secretos reservados para este tipo de prohombres, de visionarios, de superoyentes:
Aleja de tal modo las insinuaciones del amor y de los afectos humanos para seguir mereciendo el socorro de la Salamandra y de la república volante de las Sílfides. (El Rebelde, Pág. 225)

Esa renunciación a la que se somete Ramos Sucre, ese desprenderse, ese anularse como hombre material, ese negarse como un individuo físico, ávido de los afectos del sexo y del género, ese omitirse como ego, como sujeto individual para asumir su estructura colectiva, holista, ecuménica lo llevan a trascender el espacio y el tiempo, a tomar las voz de los otros, a traducirse en una polifonía de ondas y de figuras, de cuerpos, de esqueletos, de disposiciones mentales, de reverberaciones humanas:


El Peregrino de la fe


Yo gustaba de perderme en la isla pobre, ajena del camino usual. Descansaba en los cementerios inundados de flores silvestres, en el ámbito de las iglesias de madera.
Mi pensamiento se desvanecía a la vista del cielo de ámbar y de una serranía azul.
Yo rompía al azar la flora voluble de los prados. El iris mágico de una columna de agua aturdía la serie de mis caballos imprudentes.
El sol fortuito invertía las horas de la vigilia y del sueño, presidiendo el fausto de una latitud excéntrica.
Los ríos verdes ocupaban un cauce de cenizas. Merecían el privilegio de llevar al océano el ataúd de una virgen desconsolada.
Yo recliné la cabeza en una piedra, compadeciendo la frente proscrita de Jesús, y dormí en una colina sobria, en donde crecía una maleza perfumada, cerca del blando tapiz del mar.
Yo disfruté, en el curso de la noche plácida, las visiones reservadas a Parsifal y recibí, antes del alba, el mandamiento de alejarme en silencio.
Un prócer de la corte celeste, favorecido con el semblante y la sabiduría de un San Jerónimo, me esperaba a breve distancia en el barco del pasaje y lo dirigió con la voz. (Pág. 226)

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1 comentario:

Unknown dijo...

Hola de nuevo...

"el poeta como microcosmos..."
de qué está hecho entonces un poema?
somos parte de la nada?

Catalina