Sostenida en la mente del todo.
El Kybalión
Ramos Sucre, el gran Ramos Sucre, no tiene un locus exacto de ubicación. Muchos quieren estacionarlo o equipararlo con el romanticismo, el modernismo e incluso el surrealismo. No obstante, su literatura, su voz, su estro escapa a todo rótulo y a toda categoría. El poeta se estaciona en un supratiempo y un sutraespacio que no tienen vínculos con las jerarquizaciones literarias. Además, vive con dureza una especie de metempsicosis que lo lleva a transformarse en todos los hombres y todos los tiempos, en todos los objetos y todos los elementos, en todas las causas y todos los efectos.
El poeta venezolano posee la llave para entrar en una atmósfera “otra”, en donde todas las épocas confluyen, se encuentran, se mezclan y se enlazan. Su transubstanciación lo lleva a incorporarse en el cuerpo metafísico de un hombre total, aquel que es capaz de traducir la voz de un hombre ecuménico, el mismo que tiene el rostro de todos los relojes y el cuerpo de todas las máscaras:
El poeta dialoga con personajes aparentemente inexistentes, etéreos, gaseosos, con formas individuales que parecen o aparenten otro tiempo, otro escenario, otra estratosfera. A través de la palabra, Ramos Sucre es capaz de violentar las limitaciones de carácter mental, geográfico, temporal. Da la sensación de que el poeta conoce ese principio hermético que sustenta que el universo es mental y que todo se sostiene en la mente del todo. Su poesía es una poesía que halla sus estructuras en la linealidad de un tiempo que no posee presente, pasado, futuro. Es mas, podemos aseverar con certeza que estamos enfrente de una poesía que adquiere dimensión con el paso de los años y que comienza a cifrarse en generaciones futuras y no pasadas, fenómeno que se repite en poetas tan descollantes como Blake, Novalis, Holderlin, Nerval o Baudelaire.
Ramos Sucre parece pertenecer a otro tipo de sociedad (¿sociedad secreta o poética?) y es en ese tiempo y en ese espacio en donde funda su reino (la literatura), instala su bandera (la poesía) recrea su lenguaje (el poema), marca su territorio (la visión o la imaginación), crea sus habitantes (los personajes, la arquitectura, las deidades, la historia, el mito) para entregarlos a un lector cuyo entendimiento se eleve a consideraciones de carácter trascendental, desprovisto del exceso de la lógica o el razonar masculino.
La Metafísica y su camino de diamantes
La poesía de Ramos Sucre es una poesía que habla en primera persona, emana de un ser individual que puede representar un ser colectivo, es una voz que se sujeta a un todo poético, de donde emerge la voz reflexiva de un todo poético. En la poesía del aeda venezolano cobra un importe especial la palabra Yo, lo que nos sugiere un vínculo especial con un precipicio esotérico, un principio bíblico, una apertura alquímica:
Además de la presencia literaria de lo distinto, es común observar en la poesía de Ramos Sucre la permanencia de otros mundos. Es como si en él se revelara esa sentencia de Paul Eluard: Hay otros mundos pero están en éste. Ramos Sucre descubre esos mundos, entra en ellos, los recorre, se pierde en ellos, divaga por ellos:
Su olfato poético le permite transplantarse en un tiempo absoluto (¿el Aleph planteado por Borges?) en donde puede presenciar las cosas que han ocurrido, van a ocurrir o están ocurriendo. En ese plano confluyen cientos de ciudades, cientos de historias, miles de cartografías que Ramos Sucre engulle para plasmar en el papel una vez ha regresado a su cuerpo material, a su estado inicial, a su manía literaria.
Da la impresión de que el poeta está conectado con una memoria que no es propiamente la suya y que le permite divagar por una dimensión desconocida, una dimensión que se abre al creador por vía de la imaginación y la intuición filosófica, una geografía a la que acceden los artistas más adelantados y confeccionados:
En una carta dirigida a su hermano Lorenzo el poeta le aconseja ciertas lecturas: La Iliada, La Odisea, Plutarco y Virgilio, El Edda o sea la mitología escandinava, La Divina Comedia, Orlando Furioso por Ariosto, Don Quijote en español, el Fausto de Goethe, el Telémaco, las Mil y unas Noches... (Carta fechada el 24 de marzo de 1921).
Estos gustos literarios demuestran su apego y proximidad a textos fundamentales de todos los tiempos.
Sin embargo, ¿es posible que tales libros le hablen a todas las almas? ¿Acaso es falso que no todos los individuos están diseñados para tales lecturas y que no toda lectura se revela de igual manera a todos los hombres? Esa concomitancia secreta entre estos libros y el espíritu del aeda venezolano se resuelve y se manifiesta en su temperamento, en su carácter poético, en su pluma, en su prosa. Lo anterior nos arroja la hipótesis de que Ramos Sucre habla con sus iguales, se acerca a sus almas gemelas, a sus hermanos esotéricos. Ramos Sucre se vitaliza, se robustece en el mundo literario de un Milton, un Dante, un Plutarco, pero, sobre todo, a raíz de la mitología escandinava –la que quizás le hablaba desde un locus común o cercano-, la mitología egipcia, la griega, la hebrea, la mitología hermética u obscura.
Es casi un regresar al suelo transitado, una especie de tierra prometida, una búsqueda del tiempo aparentemente perdido. Ese lenguaje abstruso, esa figuración de lo incomprendido le lleva a relegarse de su “contexto”, de su “historia”, de aquel tiempo, como él decía, inventado por relojeros.
Poesía y desterritorialización
La memoria arcana que habla al poeta lo lleva a situarse en una especie de No-lugar, un precipicio que abarca el conocimiento absoluto (Ramos Sucre estudió latín, alemán, inglés, francés, sueco, holandés, historia, literatura, filosofía, geología, geografía, derecho, matemáticas) y lo estaciona en un universo total, cosmología poética en donde no entran las glorias mundanas o las romerías, y donde lo único que apremia es el dolor, el retiro, la oquedad.
Al ubicar o fundar otro territorio, no propiamente físico, Ramos Sucre establece una especie de desterritorialización voluntaria, pues es indudable que se extrae de una realidad “presente” para ubicarse en una “realidad” pasada o eterna, donde lo único que cuenta es la configuración de un ente universal y perenne. El poeta se declara, a través de su escritura, en un ser que lucha por elevar su conciencia humana, un hombre que combate el animal que todos llevamos dentro. Su escritura muestra una permanente fricción entre la materia y el espíritu, entre el conocimiento absoluto y la lógica de la contemporaneidad:
Un anciano se acercó a dirigir mis pasos. Me precedía con una espada en la mano y portaba en un dedo la amatista pontificial. El anciano había ahuyentado a Atila de su carrera, apareciéndole en sueños. (La Procesión, Pág. 320)
Todo lo anterior refuerza mi hipótesis sobre la desterritorialización del vate. Ramos Sucre carga sus bártulos y su cruz y va por los rincones de un mundo al que no todos tenemos acceso. Por intuición filosófica el poeta trasciende la normatividad de un mundo presente-vulgar para instalarse en las coordenadas de un continente mitológico, divino, etéreo, cuyos planos fueron diseñados por las manos del gran creador. Ramos Sucre lucha por una armonía y un equilibrio entre la materia, el intelecto y el espíritu, razón por la cual el sufrimiento es uno de sus mejores lenguajes:
Esta carta demuestra el convencimiento del creador, la certeza de que su búsqueda –no sólo literaria- era la adecuada y que su flecha apuntaba a un blanco inexcusable.
Ramos Sucre conoce el camino del exceso mental para acceder a otros niveles síquicos. Su certeza también estriba en la búsqueda de la santidad –no la del monje ni la del papa- a través de las ciencias oscuras. La mayor preocupación del poeta venezolano es lograr la gran obra –la del trabajo alquímico- a través de la literatura órfica y el saber teosófico.
Sólo a partir de una transformación espiritual –propósito de todo metafísico- era factible la consecución de la gran obra, de la tabla esmeraldina. Ramos Sucre sabe que la transformación del mercurio en oro es sólo una alegoría y que en últimas lo que los grandes alquimistas buscan es la transformación de la materia en espíritu. De allí su preocupación, su coherencia, su consecuencia. El poeta sabe que las peroratas son para los oficiantes, para los sordos –parlantes de los radicalismos ideológicos:
Tanto Ramos Sucre, como Carlos Obregón, César Dávila Andrade y Jaime Sáenz la tributan, la coronan, la ovacionan. Los poetas de todos los tiempos de igual modo la festejan, le cantan. La muerte es para ellos un territorio, un elemento literario, un recurso estilístico. Todos los artistas, los grandes artistas, han trasegado por su territorio de sombras (¿o de luz?): Homero (el descenso de Odiseo al submundo), Virgilio (el encuentro de Eneas con Anquises, el descendimiento a los infiernos), Dante Alighieri (conversación de Charles Martel con Dante, El paraíso), Ronsard (Himno de los daimones), Milton (El Paraíso perdido), Goethe (El Fausto).
De este modo, Ramos Sucre no podía ser la excepción; su poética es un canto permanente a Perséfone (diosa griega) o Proserpina (su equivalente en la mitología romana). La muerte para el gran creador venezolano no es solo una idea infausta, la vaga idea extendida por una religión represiva cuyo máximo interés es el desarrollo, a través de ella, del miedo y la conversión. La muerte para el poeta posee un cuerpo –casi siempre literario-, una seducción poética, un hechizo metafísico, una fascinación esotérica. Al aproximarse a ella, a su territorio de ánimas volantes, se presenta una especie de conversión espiritual, de ascenso hacia lo absoluto:
¿Pánico a ella? ¿Miedo a ella? Estos interrogantes nos llevan tal vez a la contradicción como respuesta. Es muy factible que se le cante con tal de mantenérsele retirada, como también no deja de ser cierto que constituya un resorte por el que se entra a otra lógica, a un nuevo racionamiento sobre la vida, a una nueva percepción del espacio y su tiempo. En esa búsqueda frontal de la verdad, la muerte suele ser el camino más apropiado, el único camino, el sendero de las respuestas, las prácticas, las visiones y las experiencias. Cantarle a la muerte, escribirle a la muerte, tratar de descifrarla es, en resumidas cuentas, una manera de apropiarse de la historia, del presente, de una cronología que está muy vinculada a la expiración y a todo lo que fenece.
La muerte es el rostro del tiempo, es la cara de un eco de horas que van quedando inscritas en un éter que los poetas intuyen. Ese éter se reincorpora de lo gaseoso y comienza a poseer una configuración material: todo lo que “expira”, todo lo que “acaba”, todo lo que se transforma (la materia no se destruye) toma un matiz revelador en la escritura del vate. En la muerte, por supuesto, no existe la percepción del tiempo terrestre, la idea racional de un espacio real, la certeza de un órgano tangible y específico. La muerte crece en el poeta, se desarrolla de modo muy particular a través y a partir de su angustia literaria:
Una enfermedad me había desinteresado de la vida. Recorrí una serie de calles desempedradas y sumidas en la oscuridad. Yo me abandonaba al peligro de una manera indolente...
He presenciado el desfile y la reunión de unas figuras ambiguas. Todas mostraban el rostro de la mujer pensativa y me rodearon, formando un coro de amenazas y de lamentos... (El Extravío, Pág. 398)
De otro lado, la muerte significa un develamiento del todo, la voz secreta del todo, la omnipresencia del todo. En ese camino de estrellas, en esa noche absolutamente obscura (donde se encuentra la totalidad de la luz) el poeta es capaz de fundirse con su lenguaje interior, aquel lenguaje que contiene la búsqueda de la verdad, la verdad como una señal particular del ser trascendental e interior.
La muerte se constituye, pues, en un entreacto, en la escena que conduce a otras escenas, el intermedio de la obra en donde se pasa a otra sala, a otros ambientes. Esos ambientes son quizás los puntos de partida y de llegada, el NO-Lugar donde se recupera la memoria absoluta, aquella que nos habla de todos nuestros nacimientos y todos nuestros fines.
La expiración, el acabose de las cosas puede tener una estrecha relación con el olvido, ¿qué es el olvido sino la muerte de un recuerdo, de una vivencia? En ese sentido el olvido guarda grandes relaciones con lo que fenece. Se muere diariamente, se recapitula la página en blanco de la existencia a través del tiempo recobrado, de lo que logra evocarse. Lo demás está “aparentemente” muerto, subyace en el río del olvido, en las aguas fragorosas de las sombras. La memoria nos mantiene vivos, la reconstrucción de la historia –de nuestra historia- nos hace dueños de la vida y de sus discursos literarios. ¿No seremos acaso el recuerdo de algún Daimon? ¿La idea sostenida en el espacio por algún dios antiquísimo y suprahumano? ¿Es el olvido de ese dios lo que nos lleva al fallecimiento? Acaso la muerte sea el desaparecer –por un minuto- de las corrientes subterráneas e invisibles de un pensamiento extraterreno, lo que nos lleva, en el tiempo formal, a ausentarnos por muchas “horas” del territorio de los “vivos”. Esa es quizás una de las razones más poderosas para que Ramos Sucre se apropie de su memoria individual, de la memoria colectiva de la que forma parte, memoria que, sin embargo –como en el Efecto Mariposa- puede retocar, recrear, interceder, modificar y alterar:
Sus recursos literarios, su estilo, sus sobrias metáforas, su propuesta atmosférica plantean siempre la existencia de un plano que no se sujeta a coordenadas terrestres o a lo expresamente humano:
El Peregrino de la fe
Yo gustaba de perderme en la isla pobre, ajena del camino usual. Descansaba en los cementerios inundados de flores silvestres, en el ámbito de las iglesias de madera.
Mi pensamiento se desvanecía a la vista del cielo de ámbar y de una serranía azul.
Yo rompía al azar la flora voluble de los prados. El iris mágico de una columna de agua aturdía la serie de mis caballos imprudentes.
El sol fortuito invertía las horas de la vigilia y del sueño, presidiendo el fausto de una latitud excéntrica.
Los ríos verdes ocupaban un cauce de cenizas. Merecían el privilegio de llevar al océano el ataúd de una virgen desconsolada.
Yo recliné la cabeza en una piedra, compadeciendo la frente proscrita de Jesús, y dormí en una colina sobria, en donde crecía una maleza perfumada, cerca del blando tapiz del mar.
Yo disfruté, en el curso de la noche plácida, las visiones reservadas a Parsifal y recibí, antes del alba, el mandamiento de alejarme en silencio.
Un prócer de la corte celeste, favorecido con el semblante y la sabiduría de un San Jerónimo, me esperaba a breve distancia en el barco del pasaje y lo dirigió con la voz. (Pág. 226)
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1 comentario:
Hola de nuevo...
"el poeta como microcosmos..."
de qué está hecho entonces un poema?
somos parte de la nada?
Catalina
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