domingo, 23 de septiembre de 2007

Jaime Sáenz: Revelación esotérica o delirium tremens.


(6)


Jaime Sáenz:
Revelación esotérica o delirium tremens.



Todo es dual: todo tiene polos; todo su par
De opuestos; los semejantes y desemejantes
Son los mismos; los opuestos son idénticos en
Naturaleza difiriendo sólo en grado; los extremos
Se tocan; todas las verdades son semiverdades;
Todas las paradojas pueden reconciliarse.

El Kybalion


Todos los libros del mundo –por lo menos los libros Obscuros- hablan de la gran influencia de la sabiduría egipcia en las culturas de occidente. Se dice que todos los intelectuales, incluyendo los profetas y patriarcas hebreos, bebieron de las fuentes de la tradición y la mitología del Nilo.

Hay quienes afirman que desde Orfeo –conocedor de los misterios de Osiris -, pasando por Homero, autor de la Iliada y la Odisea, hasta llegar a Tales, Solón, Pitágoras, Jámblico, Demócrito de Abdera, Platón, Eudoxio de Cnido, Plutarco, Plotino, etc, etc, etc, se sumergieron en el imaginario y en la arquitectura del saber hermético o del conocimiento egipcio.

Después irrumpieron los sabios e iluminados de la Edad Media - muchos de ellos tachados de brujos- y los adeptos e iniciados del renacimiento italiano, alemán y francés.

Los narradores y poetas no serán la excepción; jamás permanecieron ajenos a ese saber trascendental que representa la mitología y la iconografía de Oriente. Varios son los que sostienen la presencia de intelectuales modernos como Joseph de Maistre, William Blake, Fabre D’Olivet, Friedrich De Hardenberg, Pierre-Simon Ballanche, Honorato de Balzac, Edgar Allan Poe, Franz Kafka y un largo etcétera, en las escuelas oscuras del globo terráqueo.

A pesar del gran intervalo de tiempo que podemos hallar entre uno y otro escritor –ubicados tanto en el pasado remoto como en el pasado presente- es común observar en cada uno de ellos ciertos elementos que los identifican y los hermanan. Ni siquiera por el hecho de pertenecer a escuelas distintas -temporal y geográficamente hablando- los encontramos ajenos o al margen de un saber atemporal, definitivo, perenne.

De allí la proximidad entre creadores del romanticismo alemán, los prerrománticos ingleses, el surrealismo francés o las vanguardias americanas; esa filosofía persiste, se instala, fustiga el diario acontecer, el loco correr de unos días que forman la historia, pero que como un pensamiento absoluto o una idea reveladora del saber ecuménico se proyecta en el río de un universo que no posee presente, pasado o futuro. Por eso siempre esa escritura –así no sean muchos sus oficiantes -, siempre esa necesidad, esa búsqueda, ese ahondar en las cosas que carecen de presencias y fisonomías.

Las mismas extrañezas, los mismos sinos, son los que confraternizan a los cuatro poetas de este estadio, de esta summa narrativa. Atravesados por una filosofía trascendental es sencillo descubrir, debajo del matiz que tapiza sus arquitecturas, una constante fuga de la “realidad” y la consecución de una poética muy cercana a la Ciencia Oculta, el Hermetismo, la Magia, el Ocultismo, el Esoterismo.

Conocedores de esa corriente, definieron con destreza las tres grandes divisiones de las Ciencias Ocultas (Teurgia, Magia y Alquimia), manejando a la perfección ese discurso no sólo literario, sino también mental, ideológico y físico.

En ese terreno ellos se mezclan, se encuentran, se entrecruzan, y de ese territorio es también el último – quizás el primero -, pues es bien sabido que en las poéticas del Ocultismo, como en el Ocultismo mismo, no hay categorizaciones ni verdades absolutas o fijas.




La Muerte por el Tacto

Entre las cosas que igualan e identifican a los creadores de este universo esotérico-andino, se encuentran las preocupaciones que hemos tratado de conciliar a lo largo de esta escritura abstrusa: la percepción del tiempo, el espacio como territorio que se destruye, la muerte como escenario cargado de luz, el suicidio como camino y principio.

La poética de Jaime Sáenz bordea esas preocupaciones. La muerte, por ejemplo - su más clara y justa obsesión, su grafía, su territorio -, está presente en la mayoría de sus poemas. Sus escritos son textos que nos hablan con una particularidad que asombra, una particularidad que sin duda está demarcada por la muerte de sus mayores, por la ausencia de su hijo (a quien pierde a los tres días de nacido) por la expiración de amigos tan significativos como Alberto Ufenast Vargas o Franz Tamayo, por la ruptura intempestiva de su matrimonio y la consecuente ausencia de su pequeña hija (Jourlaine), con quien no tiene contacto sino después de veinte años (a través de una carta escrita en alemán).

Todo eso, sin lugar a dudas, marcaría la obra de Sáenz, definiría sus líneas, sus cartografías, sus lámparas:
Mientras viva, el hombre no podrá comprender el mundo; el hombre ignora que mientras no deje de vivir no será sabio.
Tiene aprensión por todo cuanto linda con lo sabio; en cuanto no puede comprender, ya desconfía.
No comprende otra cosa que no sea el vivir. (Recorrer esta distancia, Pág. 259)

Sáenz Guzmán estuvo marcado por la muerte, por esa misma idea que pende en la mente y en la creación de los “otros” malditos. Sin embargo, ¿por qué no llevar a feliz término la empresa, el asunto aquel de abordarla, de conocerla? Se sabe que el creador boliviano protagonizó un intento de suicidio –al parecer por el abandono de su esposa Erika- en el año de 1950, lo que constata que, al igual que los otros poetas latinoamericanos, sentía una especial delectación por el tema. No obstante, ¿abandonó después la “fatídica” trama? Lo que sí está bastante claro es que la idea como tal nunca fue diluida, suprimida, borrada; el poeta accede a la muerte, a su espacio cargado de luz a través del estro poético, a través de su literatura, su narrativa:
Y yo digo que uno debería procurar estar muerto.
Cueste lo que cueste, antes de morir. Uno tendría que hacer todo lo posible por estar muerto.
Las aguas te lo dicen –el fuego, el aire y la luz, con claro lenguaje.
Estar muerto.
El amor te lo dice, el mundo y las cosas todas, estar muerto.
La oscuridad nada dice. Es todo mutismo. (Pág. 259)

En este poema reforzamos la teoría de los elementales como presencia viva en la poética de los cuatro creadores. Es más, Jaime Sáenz afirma que los elementales nos hablan con claro lenguaje –el problema es escucharlos y traducirlos -, que sus palabras - contrario a “la oscuridad que nada nos dice” -, se constituyen en luminarias, teas de fuego y de agua, las cuales manan una grafía “otra”, un fonema de sombras que se ubica muy cerca del olfato fundamental, del oído esencial.


Recorrer esta distancia

Uno se sorprende al encontrar puntos comunes en los grandes poetas de todos los tiempos –algo que no se sustenta con el sofisma de la condición humana -, y al observar cómo sus caligrafías y mapas mentales parecen estar diseñados por las mismas revelaciones. Ya habíamos hecho alusión al asunto del tiempo y del espacio en la poesía de Carlos Obregón y César Dávila Andrade. Ahora, y haciendo un recorrido por su universo metafísico, encontramos el mismo símbolo literario en la creación del poeta boliviano.

Sin embargo, ¿cuál es esa distancia para el poeta paceño? Sin duda se trata de la distancia que hay entre la vida y la muerte, el recorrido o el trayecto, la carretera que debe transitarse una vez se inicia el Gran Viaje. Y eso está claro en sus poemas; el poeta no hace alusión a la distancia física que se relaciona con el espacio y el tiempo terrestre, sino que hace alusión a una distancia suprafísica, el trayecto “invisible” entre lo palpable y lo intocado.

Jaime Sáenz intuía que para recorrer esa “Distancia” debía ubicarse en un no-lugar, en un espacio extraterreno –¿el poético?-, que le permitiera asumir esa lógica más allá del bien y del mal, separado de ambigüedades y polarizaciones; el vate debe asumirse como un todo, como el número que se conecta con el gran guarismo universal, separado de una sustancia corpórea, hecho aire, éter, polvo:
En realidad, el otro lado de la noche es un dominio sumamente extraño,
Y es el alcohol quien lo ha creado.
Nadie puede pasar al otro lado de la noche;
El otro lado de la noche es una región prohibida, y sólo podrán entrar en ella los sentenciados.
¿En qué consiste el otro lado de la noche? (La Noche, Pág. 15-16)

Sáenz Guzmán - quien nunca finiquitó su idea primaria de suicidio -, sabía, sin embargo, que uno de los canales para recorrer ese trayecto, esa curvatura era el alcohol, la bebida, el elixir de anís creado por los mortales con el ánimo de acercarse al “Hombre” y a sus concomitancias diabólicas. A través del alcohol –Jaime Sáenz “sufrió” en dos oportunidades de deliriums tremens- era capaz de acceder a su dimensión extraterrena, era presa de su “otro”, de su doble, de su Yo onírico o akásico, sombra que observaba al mundo desde una perspectiva lejana, retirada, musical: ...Entonces ocurre una cosa muy rara:
En determinado momento, tú empiezas a mirar el otro lado de la noche,
Y muy pronto llegas a comprender que éste se halla ya dentro de ti.
Mas esto, por supuesto, es algo que sólo se da en los grandes bebedores.
Es privativo de los bebedores que, por haber bebido y bebido sin piedad, han estado muchas veces a un pelo de la MUERTE (La mayúscula es mía) es cosa que sólo ocurre con los bebedores que han enloquecido a causa del alcohol. (La Noche, Pág. 15-16)

Esto del alcohol no es exclusivo del poeta paceño. Al parecer fue una constante en los otros “iluminados” americanos. Es mas, sabido es de esa constante en poetas y creadores de todas las geografías y todos los tiempos terrestres. Es probable que Jaime Sáenz, a través del alcohol –como Dávila Andrade, Carlos Obregón y Ramos Sucre -, haya entablado una estrecha relación con su otro, con ese doble Yo al que ya hemos hecho alusión; doble Yo que fue abordado y comprendido por creadores como Nerval o Scéve.

Esa transubstanciación –o ese irse sobre sí- era un ejercicio tan usual como mirarse de cara al espejo. El espejo es un mapa, una lámpara, una brújula. Jaime Sáenz acudía a ese recurso, instrumento que algunos han acertado en calificar “conciencia en sí mismo”. Esa conciencia en sí mismo era como salirse de sus ropas, como abandonar su escafandra para mirarse desnudo, para apreciarse desde arriba, desde una altura meridiana que favoreciera el ojo suprasensorial:
Yo no estoy existiendo
Otro existe en lugar de mí pero dentro de mí
Y es como lo mirara diez veces
Cada una de las diez veces que lo miro.
Estoy cada vez más enfermo que todo, más enfermo que un colibrí. Los días, las lunas y las moscas aparecen forjados en la colina pálida que recorre
- deja que esa espada esté en mis sueños
esté en mis pobres sueños de ángel solitario y jubiloso... (Muerte por el tacto, Pág. 111 y 113)



La noche y su música obscura




Las 150 pulsaciones por minuto que presentó Jaime Sáenz en uno de sus delirium tremens, lo llevaría a tener una impresión muy particular sobre la muerte y su espejo de sombras: La Noche.

Al igual que creadores como Allan Poe, Marcel Proust o William Faulkner, Jaime Sáenz hallaba en la noche ese gran laberinto que se abría unos minutos antes del fallecimiento. La noche significaba no sólo el acabose del día sino la apertura de cientos de pórticos y trinquetes, intersticios por donde se hallaba la luz, la luna, las estrellas, el viento nocturno, la música del silencio. En ese estadio, en ese escenario de sombras, el poeta suele entrar en un trance absoluto de observación –sin la perorata del cable, la radio, el Internet- y en un estado interminable de audiencia que ofrece todas las voces y los murmullos propios del silencio.

No terminaríamos de referenciar ese número de hombres cercanos a la noche. Son muchos los músicos, pintores, poetas que comprenden que el mejor lienzo y la mejor pintura se palpa en la oscuridad de las cosas; Jaime Sáenz ha sido llamado por Elías Blanco2 el ángel solitario y jubiloso de la noche (nombre extraído de unas líneas de su propia poesía: Muerte por el tacto), lo que nos arroja la certeza de ese gozo del poeta boliviano por la oscuridad, gozo que experimentaron artistas de naturalezas análogas como es el caso de Coleridge, Ronsard, Lautréamont o el belga Maurice Maeterlinck.

La noche es la pila sensitiva de todos los creadores. Desde los Románticos, pasando por los surrealistas, la noche ha cumplido un papel básico en el vuelo maldito de muchos videntes.

La noche es para el poeta paceño el lugar común de encuentro, el lugar donde se establece conexión con el alcohol y sus pócimas reveladoras. Aquí creemos recordar esa bella sentencia de Baudelaire: Hay que estar siempre ebríos, esa es la cuestión.

Ante la afirmación de un padre literario, ¿qué más le queda a uno de sus hijos?

Pero la noche no es sólo la terminación del día, no es el estado donde el hombre duerme, sueña, entra en plática con su espejo. La noche constituye para Sáenz un espacio, un lugar geográfico, un estadio espiritual:
La experiencia más dolorosa, la más triste y aterradora
que imaginarse pueda,
es sin duda la experiencia del alcohol.
Y está al alcance de cualquier mortal.
Abre muchas puertas.
Es un verdadero camino de conocimiento, quizá el más
humano, aunque peligroso en extremo.
Y tan atroz y temible se muestra, en un recorrido de
espanto y miseria, que uno quisiera quedarse muerto allá.
Pues el retorno del otro lado de la noche es en realidad un
milagro, y únicamente los predestinados lo logran.
A tu retorno, el mundo te mira con malos ojos;
eres un extraño, eres un intruso, y sientes en lo hondo
que el mundo no quiere que lo contemples;
lo que quiere es que te vayas y desaparezcas -lo que
quiere es que ya no estés aquí. Y como al fin y al cabo el
mundo eres tú, imagínate, tendrás que tener mucha
fuerza, mucha humildad, mucho gobierno, para
enfrentarte contigo mismo
-vale decir, con el mundo. (La noche, Poema 4, Pág. 15-16)


La noche es revelación esotérica, conjuro, brújula, triángulo para mirar sus ángulos y sus propios vacíos. Se intuye que Jaime Sáenz era una especie de ave nocturna, un ángel jubiloso que se paseaba por la oscuridad y negaba para sí las narraciones que pudiera arrojarle la voz del sol o del amanecer. El poeta era hijo de Sélene, antes que de Apolo. Esa cercanía a Hécate lo conduciría inexorablemente a los brazos de Dionisos, a los territorios del vino y las transformaciones particulares de la noche. El poeta boliviano posee una proximidad más estrecha con las sombras que con la luz, por lo menos a lo que concebimos de ella; su poesía es obscura como la noche, hermética y profunda como todo lo que está determinado por la luna, por su figura mitológica, por sus atributos astrológicos:
Llegada la hora en que el astro se apague,
quedarán mis ojos en los aires que contigo fulguraban
Silenciosamente y como una luz
reposa en mi camino
la transparencia del olvido.
Tu aliento me devuelve a la espera y a la tristeza de la tierra,
no te apartes del caer de la tarde
- no me dejes descubrir sino detrás de ti
lo que tengo todavía que morir. (Como una luz)

La noche representa lo femenino, tiene cuerpo, rostro, fisonomía. Para el poeta boliviano todo contiene forma, estructura, materia. La noche no es una abstracción –como tampoco lo es la muerte- e intuye que encima de ella, como supraestructura que es, está su connotación corporal, su imagen mental, su simbología humana. Esa noche lo atrapa, extiende sus manos de luz, su cabellera de olores y espectros. La noche es el canal, la vía por donde vienen las ánimas literarias, los demonios, los efectos del alcohol.


Salir de uno

¿De qué manera visitar a los hombres y a las mujeres que me habitan? Esa parece ser la consigna de uno de los tantos libros del poeta boliviano. No obstante, esa insinuación está decantada en muchos de sus textos cuando el poeta reconoce la visita de un océano “invisible” que le puebla y que se niega a violentar. Salir de uno, parece ser la cuestión –el ser o el no ser, de Shakespeare- para que el otro viva, para que el otro resucite y tome plena voz en medio del silencio de la carne. Salir de uno, abandonar las ropas, guardar silencio.

La muerte del poeta como sujeto individual es necesaria. El ego debe desmoronarse, desaparecer para que perviva la voz de un todo, el eco de una voz antiquísima que clama por ser escuchada. De ese lugar viene esta poesía, una poesía que no habla de emociones propias, de abandonos, de egos individuales. Una poesía que está en la piel de un sujeto colectivo, un sujeto histórico –siendo la línea de esta historia indefinible -, un hombre que NO habla por los otros, NI representa a los otros, sino que simplemente es:


Estoy separado de mí por la distancia en que yo me encuentro;el muerto está separado de la muerte por una gran distancia.Pienso recorrer esta distancia descansando en algún lugar.De espaldas en la morada del deseo,sin moverme de mi sitio – frente a la puerta cerrada,con una luz de invierno a mi lado.
En los rincones de mi cuarto, en los alrededores de la silla.Con la indecisa memoria que se desprende del vacío- en la superficie del tumbado,el muerto deberá comunicarse con la muerte.
Contemplando los huesos sobre la tabla, contando las oscuridades con mis dedos a partir de ti.Mirando que se estén las cosas, yo deseo.Y me encuentro recorriendo una gran distancia.
(Recorrer esta distancia, Fragmento, Pág. 259)

El poeta Jaime Sáenz parece adivinar que los “Otros” están en Él, y que Él es el otro. En la medida en que reconocemos la diferencia - también como desigualdad – aceptamos a los otros como una forma más de nuestro propio cuerpo. Los defectos de los demás son nuestros propios defectos, los aciertos de los demás son nuestros propios aciertos, los atributos de los demás son nuestros propios atributos. Todo esto obedece a la ley natural de la existencia: El Uno está en el todo y, como tal, cada partícula forma parte de ese organismo suprafísico. De allí que el dolor de los demás sea nuestro propio dolor, la sonrisa de los demás una línea en nuestras bocas. El poeta se vuelve un hombre integrado a la sociedad – así sea desde su propia desterritorialización -, y poetiza a un hombre universal, un hombre sin máscaras, sin ropas, sin apellidos. Un hombre que puede situarse en el hoy o en el ayer menos inmediato.

Esos parecen ser los argumentos de toda sociedad secreta: la equidad, el equilibrio, el ascenso espiritual. Aquí parece cumplirse esa bella sentencia de Rimbaud: Sólo con una ardiente paciencia conquistaremos la espléndida ciudad que dará luz, justicia y dignidad a todos los hombres. Jaime Sáenz, desde su obra, luchaba por eso, gritaba el vocabulario que debía ser común a todos, la palabra que hablara por todos y que no planteara la necesidad de las diferencias y las desigualdades.

Por tal motivo, salirse de uno - de lo que creemos es nuestra piel- resulta una práctica inaplazable. El poeta Sáenz parecía cumplir este requerimiento a través del alcohol, la noche, la lectura, el desdoblamiento de sí. A través de estos resortes Sáenz Guzmán entra en conexión con los todos del hombre, dialoga con sus iguales, con sus hermanos, con sus analogías. Esos Todos hablan a través suyo:
...alguien que, al creer ser quien es, me mira, y de tal suerte, como si yo fuera lo que él siendo yo,
Se mira a sí mismo, pero no a mí, desde que en realidad soy yo el que cree que él me mira,
Cuando no me mira, por mirarlo yo;
Es decir, yo soy yo y tú eres tú, y yo te miro y por eso creo que tú me miras, y tú no me miras pero crees que lo haces toda vez que tú me miras, con la diferencia que yo no me miro a mí sino que creo hacerlo por mirarte a ti,
O sea que yo soy yo, y tú no eres tú sino yo;
En una palabra; hay y no hay comunicación; y tú no existes, y no dejo de existir al ocuparme de ti, puesto que salgo porque existas tú
- en conclusión, yo te digo que es éste el tono a emplearse cuando de penetrar en las cuestiones de amor se trata –una cosa oscura... (Muerte por el tacto, Pág. 126)


En este texto podemos apreciar cómo el poeta deja de Ser el Yo para constituirse en el Tú. Ese amor mayestático le permite la supresión de su Yo personal para permitir la existencia no sólo del otro, sino la del aquel, su más lejana mirada, su pensamiento desconocido, la posibilidad de un extraño fuera, muy lejos de sí mismo. Mientras existe el otro, parece decirnos, existo Yo, existe mi ser, se configuran mis formas, mis pesadillas, la milagrosa escritura, que siempre será el espejo, la brújula, el laberinto, la espada.

Pero esto es sólo posible en la piel de un hombre como Jaime Sáenz. Cuando un hombre ha alcanzado esa altura, todas las amalgamas del mundo son posibles, son verdades. Lo mismo puede decirse de Carlos Obregón, César Dávila Andrade y José Antonio Ramos Sucre. Y lo mismo puede decirse de un gigante como Newton, una tea como Einstein, una estrella negra como Roberto Matta, prohombres que sabían de los milagros de la filosofía trascendental, y que el arte y la ciencia, como manifestaciones del ser, sólo eran pretextos, caminos, atajos para llegar al HOMBRE:
Te tocas y no hay música. Te tocas y súbitamente sabes que no hay tú,
Y lo que tocas no sirve más que para saber que no tocas
Lo que tocas no hay.
No es ilusorio porque todavía no has muerto
Por qué no has de hablar en serio
Y ver si pasa algo en el cielo que siempre es nuevo
Si pasa algo en tus manos
Y en la superficie de tu carne. (Muerte por el tacto, Pág. 111 y 113)

El poeta boliviano comprendió que Él como hombre, naturaleza, esencia y atributo se reducía a la figura de la célula, y que es únicamente a través del agrupamiento humano que puede pensarse en un órgano absoluto, un TODO, un aparato íntegro. De tal forma que toda célula debe buscar a su otra, debe integrarse en su otra para saberse parte de la unidad, de la cifra, del número primero.

Toda unidad es necesaria para pensarnos en el equilibrio y en la armonía del Universo; sólo a través de la unidad humana es factible pensar la armonía en la naturaleza, en el espacio. ¿De qué manera explicar la concordancia del sistema nervioso –análogo al sistema solar?-. ¿Cómo negar el equilibrio de las esferas –espejo del cuerpo humano -, la conjunción entre el sol y los planetas –reflejo de las partes del ser?- El hombre –como microcosmos- es el espejo del cosmos, la cara más pequeña del Universo. De allí que el poeta Sáenz sienta la necesidad de ese equilibrio –así sea de manera literaria -, lo inexorable que resulta la armonía para la equidad, el crecimiento y la convivencia humana. ¿No son los desequilibrios sociales los que conducen a los grandes holocaustos? Cuando la naturaleza azota al hombre, ¿no da la sensación de un grito, un reclamo, una interpelación venida de un más allá? Esas tragedias, esos holocaustos son el mero resultado – ¿el principio hermético de la causa y el efecto? -, el final lógico e innegable de la desarmonía y el ruido, el caos propio de la enfermedad humana que es, en últimas, la enfermedad del planeta.

El poeta es en esencia un científico. A partir de la escritura emprende el viaje esotérico por el aparato global, se da a la tarea de conocer esa integridad, esa summa metafísica que le permita establecer una idea precisa o cercana a un mundo equilibrado, equitativo, coherente. La poesía es en esencia eso, es la grafía que busca –o plantea- el equilibrio de los espíritus, es la línea delgada que corrige la tensión de los territorios, la incisión entre carnes y pliegues, la curva que ratifica la cadencia en un suelo infranqueable o accidentado.

Abecedario Oculto

Jaime Sáenz Guzmán, del mismo modo que los “Otros” poetas andinos, poseía un conocimiento del abecedario oculto. Aunque su poesía es menos alquímica que la de Dávila Andrade, hallamos en él grandes pasadizos, estrechas puertas, oscuros portalones. El poeta manejaba a la perfección un abecedario metafísico que lo conectaba, no obstante, con la naturaleza humana, aquella que hemos olvidado, la misma que reposa en el profundo mar de las revelaciones esotéricas.

Su poesía, por tal motivo, puede catalogarse como cercana a la metafísica, al esoterismo, antes que al ejercicio alquímico; Dávila Andrade es el más diestro de los cuatro, lo que no niega la simpatía y el quizás compromiso de los otros tres. De hecho, creo que todos ellos efectuaron un ejercicio hacia la Gran Obra en el sentido que sus textos estuvieron vinculados de por vida con el lenguaje metafórico de la magia, la alquimia y las ciencias ocultas.

Jaime Sáenz así lo constata:

En la espera de ser, estaré siempre. En ti me quedo yo, confiado, y olvido a mí, y me cierro, y me vierto, y amo a todo y renuncio a todo.
Yo me quedo en ti por así es mágico y porque basta un instante para confirmarte por el tacto.



* Me atrae la muerte que yo miro en mi búsqueda de ti



* El hombre ignora que mientras no deje de vivir no será sabio



* Las aguas te lo dicen –el fuego, el aire y la luz, con claro lenguaje.



* En el aislado mundo del que nada fluye, como no sea el perdido encanto, lo que me remite a ti.

* Así se quedará, mientras no sea capaz de incendiar y de matar y mientras se esté sin hacer nada

* Mientras no se levante y haga arder lo que no sirve, no podrá vivir.


* En determinado momento, tú empiezas a mirar el otro lado de la noche, y muy pronto llegas a comprender que éste se halla ya dentro de ti.


* Pues en un autorretrato, la vida no cuenta; sólo cuenta la muerte – y la muerte, en última instancia. Sólo cuenta en términos de espacio: es un allá, y es también un aquí.


* echo de menos la horca en que una vez me viera suspendido para mirarte con totalidad,


* echo de menos los años, las fechas, los días precisos que se llaman hoy, los precisos instantes que se llaman ahora - el mañana que ha sido, el ayer que ha de ser,



* los que iniciados en los triunfos de la naturaleza en las revelaciones de las edades y de las lluvias anuncian las transformaciones del sonido, figura tuya - no sé aún quién eres



Todas estas aseveraciones, sentencias, axiomas nos dan la idea de un Hombre conectado con el infinito, en permanente contacto con sus “Otros”, con esas fuerzas externas de las que hablara Newton: Si he llegado tan lejos es porque iba sobre hombros de gigantes. ¿A qué gigantes se refiere el gran científico inglés? ¿Se refiere, acaso, a los prohombres a los que hemos hecho alusión a lo largo de este manuscrito? Lo mismo podemos decir del poeta Jaime Sáenz, de sus concomitancias con un Hombre que superaba las lógicas y limitaciones humanas, con un hombre que explotaba, al máximo, sus intelectos, sus capacidades sensitivas, sus atributos suprafísicos.

Con esta poesía, y con este hombre, tenemos la certeza de una literatura andina, latinoamericana, universal. La obra de Jaime Sáenz, como la de sus coetáneos “malditos”, esta a la altura de cualquier literatura, de cualquier búsqueda No humana, terrestre o no terrestre, visible e invisible. Una poesía en la que nos sabemos grandes, libres, conectados con un pasado y un presente, conocedores de otras formas, de unas dimensiones no siempre inaccesibles. Una poesía de aliento, de fuego metafísico, de presencias y elementales, atravesada por el decir y el lenguaje de lo no que tiene forma, sonido, estructura.
2 Jaime Sáenz, El ángel solitario y jubiloso de la noche, apuntes para una historia de vida.
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1 comentario:

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