sábado, 1 de septiembre de 2007

El pez que fuma.




El pájaro chupaba con entereza su chicote. Parecía un roble esbelto, una daga soberana sobre la esquina amarilla de El pez que fuma. El corrido se revolvía con el humo inclemente del cigarrillo. El poste afilado recostaba contra la pared tintoreteada su pierna de gacela, presta a la envestida o a la retirada según como pintaran las cosas en la noche.


El pájaro besuqueaba el cigarrillo como si fuera novia de cuadra. Sus ojos se arremolinaban contra el letrero de neón que descansaba en la pared amarillenta del burdel. “El pez que fuma”, rayaba ostentosa la transparencia como hiriendo con su boca de telaraña la sombra violenta de la ciudad. Neiva tenía 30 grados centígrados, el aire pesado sudaba insectos. Afuera lloviznaba las primeras luces de la tarde.

El pájaro seguía de pie, parecía que una cárcel invisible lo retuviera, lo obligara a permanecer estático sobre el asfalto carcomido de la calle. Muchas noches cuando la putica no salía temprano, el pájaro se paseaba por los alrededores del centro, visitaba El Manolo, hablaba con los emboladores, enmarañaba carteles en las afueras del Teatro Cincuentenario. Alguna vez lo vi entrar: Nasty la pervertida anunciaba la taquillera.

En ocasiones Pajarito, como lo llamaba el portero del Bombillo Rojo, alcanzaba a meter su Cuello de tordo por las ventanas del negocio y veía cuando algún cliente acosaba a la putica contra la puerta, la pared o alguna mesa del salón. Pájaro empuñaba el alma para que el cuerpo no se le saliera y le gritara que lo golpeara, que lo matara, que le dijera en la cara que no fuera hijueputa por meter las manos donde su dinero no alcanzaba, pero como buen ciudadano tragaba su amargura y guardaba su furia en el cajón de la costumbre o el olvido.

A veces la putica salía temprano, casi siempre los lunes. Pájaro se metía en su prisa y se iban por el mismo andén calle abajo hasta llegar a la casa. Ninguno de los dos hablaba. Se metían en la cama y hacían el amor de corrido hasta las tres o cuatro de la madrugada, cuando la putica se quedaba dormida y al Pájaro le parecía estar meciendo azucenas en ese lecho que traía cada noche un perfume diferente, un humor diferente, un quejido diferente. A las once del día Emilia revolvía el café en el chiquero que tenían de cocina. Pájaro se levantaba y ablandaba las rosquillas en el tinto, la putica se quitaba en la letrina las impurezas de la noche anterior. Cuando Pájaro entraba sentía la presencia invisible de cientos de ojos que lo miraban, miles de rostros que se arremolinaban y caían uno a uno como el mugre por las rendijas del lavadero.

A las dos de la tarde Emilia ya estaba en El Pez que fuma. Arreglaba las mesas, limpiaba los ceniceros, lavaba los limpiones y esperaba desde adentro ver a Pajarito parquearse en el poste de al frente, siempre a las cuatro. Ni un minuto más ni un minuto menos.

Muchas pero muchas veces los clientes le proponían a Emilia pasar con ellos la noche en una casa, en un pastal o hasta en el coche. Lógico que esto tenía un costo extra tanto para la Putica como para el negocio. Los clientes asumían todo. Cuando los clientes salían con Emilia a pie, Pájaro los seguía a una distancia prudente. Cuando salían en Coche, Pájaro corría hasta donde le alcanzara el alma y luego se elevaba con su mente hasta el posible lugar de los hechos donde su putica, su encabronada Emilia, se revolcaba inmisericordiosa con algún borracho, algún político o algún escritor.

Hubo una noche en que la putica no volvió a la casa. Pájaro la espero despierto hasta cuando lo abrazó el sueño. A las once anheló ablandar las rosquillas en el café, pero Emilia no había regresado. A las cuatro se parqueó como daga sembrada en el poste, pero no oía la voz de Emilia, ni su risa, ni su perfume, ni aquel: “Son tres mil duros”. Pájaro regresó a la casa, tal vez Emilia habría llegado más tarde y se sentiría mal para aparecerse por el burdel. Estuvo expectante toda la noche, oía lejos los quejidos de la putica, parecían quejidos de verdad. “Había aprendido a quejarse”, pensaba. Dejaba la puerta abierta pero ni siquiera su espíritu entraba o tal vez sí lo hacía, pero como era tan negro no lo veía.


Después de una constante espera, Pájaro logró conseguir trabajo en El pez que fuma, lo nombraron portero. Trabajo que podía cumplir con entereza por su facultad de permanecer parado. Su mirada imprecisa redoblaba las campanas de la Iglesia Colonial. Esculcaba a los clientes por si alguno traía un pedazo de su putica, una hebra de su cabello, un pequeño trozo de perfume, una brizna de aliento o un pedazo de su vestido. ¡Pero no! Ninguno olía a ella, ninguno reía con sus labios, ninguno hablaba con su voz, a ninguno parecía interesarle esa putica.

Pájaro llegaba a eso de las tres de la madrugada a casa. Mantenía los ojos en el techo. Allí su putica se revolcaba con los fantasmas de la alcoba, oía sus quejidos que descendían por su cuerpo y le revolcaban el miembro como una concha marina contra las peñas del cuarto. En el chiquero de su cocina, muchas tazas de café se rebosaban de rosquillas. Rosquillas amarillas, de arequipe, de mermelada, de bocadillo, mientras una fila inclemente de hormigas devoraban el azúcar y los ojos de Pajarito desorbitaban siempre a las cuatro de la tarde, en la esquina amarilla de la muerte, muy cerca al poste de la energía, en las afueras del burdel denominado El Pez que fuma.

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