domingo, 16 de septiembre de 2007

El Cuento: narrativa de nocaut


Winston Morales Chavarro


"Los libros no se agotan en el análisis: hay que vivirlos"
(JULIO CORTÁZAR)


El escritor argentino Julio Cortázar (Bruselas, 1914 – París 1984), argüía que un buen cuento es como un golpe de nocaut; el impacto no puede ser superior, el golpe sobre la lona seguro.

¿Qué impresión le queda al lector luego de emprender el viaje por terrenos tan sugerentes como los marcados por Quiroga, Mauppassant o el mismo Cortázar? Sin lugar a dudas muchas, algunas de ellas llenas de cuestionamientos o contradicciones en donde el efecto de la catarsis es infalible, infrenable. La metempsicosis que vive el lector a través de lo leído es similar a aquellas narradas por Ovidio en su espléndido libro Las Metamorfosis (¿un referente del género?)

El cuento como cartografía, como mapa, como ruta posee el impacto que no posee la novela. Su brevedad, su factor sorpresa, la elaboración profunda de sus personajes hacen que el lector -en este caso el espectador- se sumerja en la historia y cohabite con la atmósfera del relato, con los imaginarios del narrador, con las concupiscencias de los individuos que por ellos transitan.


El tiempo y el espacio en el cuento son también un factor preponderante en la consecución de esa estética de lo narrado. En la construcción de esa temporalidad voluble, que se difumina o que suele ser atemporal -desde la perspectiva del lector- el texto adquiere cierta elasticidad que juega con la realidad múltiple de quien lo recorre. En este plano, podemos hablar de un sinnúmero de realidades y circunstancias que se suscriben no sólo a las realidades físicas del lector, sino a las realidades metafísicas del texto literario, a las realidades de los personajes, al tiempo del escritor –un tiempo que no termina de definirse-, y, sobre todo, al espacio que se constituye materia, que se configura en un territorio “imaginado” o virtual, el territorio de las palabras y el mundo de lo simbólico.

El cuento como tal, el gran cuento, el del nocaut, el de la caída en la lona, se instaura como una nueva mitología. Es factible hablar de la existencia de Funes, el memorioso, de percibir la respiración de un personaje enigmático y extraterreno como El Horla.

En el comienzo fue el papel en blanco, la idea no manifiesta. Después los personajes fueron levantándose de las supuestas sombras –donde sobreabunda la luz- y restablecieron su iconografía, su lenguaje, su maquinaria literaria. De esta historia, de esta escritura, de esta afirmación humana nacieron ellos (quizás anteceden al escritor, quien los intuye y resucita) y su geografía es un terreno que no posee limitaciones geográficas o filológicas (La patria del escritor es su lengua, Mircea Eliade). Los personajes son allí un mito y como mito se configuran en las percepciones de los lectores, crecen con ellos, determinan, en ciertas circunstancias, sus modelos de pensamiento y proyectos de vida.

Desde ese no lugar es factible saber la existencia de estos hombres, de esas mujeres, de estos escenarios en donde se desarrollan y siguen desarrollando –el eterno retorno- cruentas batallas, escenas de amor, derrotas, luchas e invasiones humanas. El buen lector es el que recorre este territorio, es decir, aquel que no se limita a viajar sobre el papel sino que se reincorpora de este plano concreto para situarse en una autopista no manifiesta (en lo corporal) y quedarse allí como un habitante más del estro literario.

El cuento como creación, algo que también sucede con la novela, la poesía, la pintura, la música y las artes en general, sobrepasa la noción del que crea. Lo creado se instala en una esfera que rebasa al hombre, a la noción inmediata del hombre, de allí que la creación no pertenezca a un individuo sino a un estadio metafísico en donde esa iconografía que pulula por el éter se hace manifiesta a varios ojos –como propia- y a varias manos. El cuento es de quien lo recorre, de quien lo vive, de quien sabe interpretarlo y se sumerge en él como en un océano nuevo, como en un río que nunca termina de franquear la orilla.

Su escritura, una de las más complejas –al lado de la poesía, dicen algunos- contiene una amalgama de recursos y posibilidades que hacen que el género posea una geografía muy propia. De allí que sean muy pocos los que pervivan en este complejo edificio, en esta compleja arquitectura. Muchos hacen crítica sobre el cuento, sin concebir uno, otros hacen grandes antologías y a través de ellas nos presentan a aquellos que han sido considerados como los padres de la corriente. En esa mezquina o esquiva nómina se encuentran escritores como Borges, Rulfo, García Márquez, Poe, Monterroso, Cortázar, Tolstoi, Quiroga, Faulkner, Chejov, entre otros. La lista en verdad no es muy gruesa. No obstante, esa nómina se constituye en un referente obligatorio para vivir los deleites de uno de los géneros más complejos de la literatura.

Una de las mayores dificultades que tiene el narrador a la hora de elaborar un cuento es el asunto de la brevedad. En un espacio limitado el autor debe configurar todo un universo, establecer una atmósfera, diseñar uno o varios personajes, desarrollar una historia y de la manera menos imaginada sellar el cuerpo de lo que ha sido su universo creativo. Este ejercicio significa en sí mismo un desgarramiento muscular, una revelación, un desmembramiento, una secreción literaria.

Una vez acabado el texto éste pertenece al mundo de las ideas y lo simbólico, el creador se desprende de su embrión y va en busca de otro, mientras que el texto comienza a formarse y a configurarse en los planos de una realidad absoluta e ilimitada, una realidad que comienza a absorber los pliegues de muchas circunstancias y motivaciones individuales hasta convertir al espectador en miembro de una gran tribu lectora, la tribu que se hermana en el ejercicio de la lectura y las consideraciones de carácter supraliterario.











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