martes, 4 de septiembre de 2007

El autorretrato como espejo




Winston Morales Chavarro

El hombre siempre ha sentido la necesidad de mirarse a los ojos. Esa necesidad se remonta a Narciso, quien en un fuego de deseo y de concupiscencia interior quedó prendido –enamorado, mejor- de su propio reflejo.
Dicen los más avezados que uno busca en el otro la extensión de lo que somos; cada hombre busca en una mujer –y viceversa- lo que es él en ella, la parte masculina de ella, eso que nos complementa como unidad y como conjunto.
Desde la noche de los tiempos, las distintas mitologías nos hablan de un ser humano completo, circular, integrado con el cosmos y su naturaleza. La griega, por ejemplo, nos relata la presencia de un ser compacto, no dividido. A partir de la furia de cierto dios, este ser fue fragmentado en macho y hembra, separado de su unidad, de su complementariedad. De allí que siempre se anhele la búsqueda de esa “media naranja”, así sea en lo simbólico, lo cultural, lo religioso.
El hombre como especie, como ser “racional”, olvida que la integridad no está afuera sino adentro; como es arriba es abajo, como es en el interior es en el exterior. Micro y macrocosmos. La alquimia nos habla de estas verdades, de ese matrimonio entre el ser cercenado.
Cuenta la leyenda que Nerval, el gran poeta francés, observándose a sí mismo en una pintura, luego de auscultar con detalle los pormenores de su rostro, esas estrías pequeñas que se esconden detrás del olvido y la muerte, se atrevió a afirmar: “Él es el otro”. Nerval sabía que nunca somos los mismos, que el ser humano es ese río del que nos hablara Heráclito, siempre en permanente flujo, dinámico, mutable, y que el principio de incertidumbre es aplicable incluso en nosotros mismos, quienes introducimos esa variable de indeterminación en lo que observamos, no importa que lo observado sea nuestro propio “reflejo”, o lo que creemos es ese reflejo, espejo de nuestra fisonomía.
Pero además de ser otros en nosotros, somos el otro en los demás, la posibilidad de encarnar en la piel y en los húmeros del tú, de él, de vosotros, de ellos, de este, del de allá o del de acá.
El autorretrato es un recurso para contemplarnos afuera, mirar con otra dirección esa perspectiva externa que nos posibilite la integridad con el yo, con el mí, que no necesariamente vienen a ser lo mismo. El tiempo, que no es circular ni progresivo –creo que el tiempo es regresivo; el universo ya no se expande, se contrae- queda estacionado en el autorretrato, se colapsa, se inmoviliza. Más igual al Retrato de Dorian Gray, somos uno y otros en el tiempo, cruz y cara, los dos lados de todas las cosas, las dos caras de la misma moneda.
Los pintores de todas las épocas –como presintiendo la historia del mundo- se han autorretratado, han exorcizado muchos de sus demonios –también de sus ángeles-, a partir del esbozo de lo que fueron, han sido, pudieron llegar a ser, con la idea fundamental de retornar a la unidad, a la complementariedad de un ser mayestático, omnipotente. Por eso, es natural ver autorretratos en Goya –los más numerosos-, en Picasso, en Van Gogh, en Velásquez, incluso nuestro Botero. Pese a esto, nunca será el mismo Goya, jamás el mismo Van Gogh.




El autorretrato en el Huila



Los autorretratos no han sido muy frecuentes en el Huila. Esto quizás se deba a otros ordenamientos mentales, otros factores corporales, distintas tendencias filosóficas. La pintura contemporánea tiene otras características. Digamos que Freud y el psicoanálisis aceleraron ciertos elementos pictóricos de la plástica del siglo XX –pese a que Goya, Velásquez y muchos otros sean muy anteriores a las posturas freudianas-. Lo mismo sucede con la Física Cuántica, de Max Planck, la Teoría de la Relatividad, de Albert Einstein, el Principio de Incertidumbre, de Werner Karl Heisenberg. Estos fenómenos físicos, científicos, sociales y culturales influyen considerablemente en el imaginario de todos los hombres, no sólo los artistas. De allí que el fragmento, la partícula, los quanta, la incertidumbre, la mecánica ondulatoria atraviesen la mente del hombre posmoderno hasta hacerlo capaz de concebirse a sí mismo como un fragmento, una indeterminación, una variable, un electrón –que para todos es el mismo-. Esto también se palpa en el cine, en la filmografía de Lars Von Trier (Dinamarca, 1956), en los textos de Guillermo Arriaga (México, 1958); en la creatividad de Alejandro González Iñárritu (México, 1964) en los trailer de Quentin Tarantino (Estados Unidos, 1963).
La plástica en el Huila, hoy por hoy, está en otras orillas, otros filamentos, distintas partículas. Y no por desarticulada del resto de manifestaciones humanas del globo terráqueo. El arte en el Huila es joven, casi un niño. Más esta inocencia no es sinónimo de poca factura, lo que sucede es que la pintura en el Huila no registra más de doscientos años –el Departamento sólo tiene cien-, la pintura que ha podido hacerse en Pitalito, Garzón, Neiva, Algeciras, cunas de nuestros más significativos artistas, salta las huellas de un arte universal –no por irreverente sino por un no-lugar; no existía el Huila, no existía Neiva, existía un territorio, más no un mapa-, para instalarse en otras vertientes y tendencias más contemporáneas: el regionalismo, el nuevo realismo, el expresionismo abstracto, la abstracción, el neoexpresionismo, la fotografía digital, el video, las instalaciones.
La plástica que se hace en el Huila ha tenido que autocrearse, partiendo incluso de escuelas europeas, hasta llegar a la hiperrealidad y la simulación de la que nos habla Jean Baudrillard. Entonces los medios de comunicación, su objeto creado, infunden entre nuestros artistas, nuestros creadores huilenses, la desmaterialización de un Departamento y su desterritorialización (¡ay! de aquellos osados que aún hablan de identidad, neivanidad, huilensidad y opitud).
La mejor definición para enmarcar el arte huilense contemporáneo –sin querer agotar las posibilidades ni emitir un rótulo equívoco- sería el neobarroco o barroco latinoamericano (neobarroso), que se conecta no sólo con lo expuesto por Jean Baudrillard, sino que adquiere su mayor énfasis en las investigaciones y críticas culturales (desde la antropología social) de intelectuales como Severo Sarduy, quien introduce el término, Omar Calabrese, autor del libro La era neobarroca, 1989; Néstor Perlongher; Paul Virilio, autor de Estética de la desaparición; Benito Pelegrin, Ética y estética del Barroco; Guy Scarpetta, Eloge du cosmopolitisme; Christine Buci-Glucksmann, La raison baroque. De Baudelaire a Benjamin e De l’esthétique baroque; Francisco Jarauta, Fragmento y totalidad: los límites del clasicismo, y Andrés Sánchez Robayna, Tres estudios sobre Góngora.
El ritmo y la repetición, el límite y el exceso, el detalle y el fragmento, la inestabilidad y la metamorfosis, el desorden y el caos, el nodo y el laberinto, la complejidad y la disolución, la distorsión y la perversión, propios del Neobarroco-Neobarroso latinoamericano, están presentes en nuestra plástica regional, que hace mucho tiempo dejo de ser local, huilense –salvo porque es concebida por hombres nacidos en el Departamento del Huila- para volverse andina, latinoamericana, posmoderna, barrosa, evanescente.
¿Qué hace regional a una expresión humana como lo es la pintura? Si se apelan a óleos, telas, combustibles, colores y técnicas que son universales, ¿qué la hacen local? Lo más seguro sería decir, como en el caso del boom latinoamericano o el barroco de Sor Juana Inés de la Cruz y José Lezama Lima, que lo latino está presente en ciertos lenguajes, contextos, atmósferas, usos, costumbres, alimentos. Pero en el caso del siglo XXI, donde esa hiperrealidad esbozada por Jean Baudrillard es cada vez más fuerte, más opresiva, menos incluyente, y donde la simulación de la nueva realidad se confunde con las máscaras y el travestismo del poscolonialismo cultural, ¿qué puede garantizar la existencia de un sujeto huilense? ¿Qué la presencia-existencia de un arte nacido en el Huila? El huilense dejó de ser sustancia –acaso nunca lo ha sido- para convertirse en amalgama, caos, equilibrio, heterogeneidad, ruptura, quiebre, unidad de lo disperso. Todos esos discursos (acaso silencios) determinan un nuevo control de las libertades humanas, para asistir a la corporeidad de lo que Baudrillard llamaría “Las estrategias fatales”, en donde el hombre, por naturaleza, es un animal insatisfecho, incompleto, dividido, y desconoce los motivos de su aflicción; el hombre moderno es feliz y desdichado, ignora los motores que lo inducen a ello, desconoce su territorio, su totalidad, su raíz, sus estrenos, su espina dorsal, su principio.
Si en algún tiempo el deseo de complementariedad se debió a lo que ayer llamaríamos la salida del útero, el abandono, el éxodo, hoy por hoy, cuando andamos en el ritmo vertiginoso de lo “post”, nuestros conceptos mentales, nuestros planos espaciales y temporales, estarían definidos por estrías no visibles (o invisibles) como lo caótico, el exceso, la exacerbación, el fragmento, la inestabilidad, el laberinto y la disolución, propios del mundo contemporáneo (de lo post), elementos que marcan inexorablemente nuestros rumbos, nuestros miedos, nuestras soledades, nuestras impresiones. De allí, ahora, el deseo de unidad, el regresar al origen, a un supuesto equilibrio que tal vez no sea sino otra utopía; a lo mejor el hombre nunca ha conocido la paz, a lo mejor todo no sea sino el producto de un sueño enfermo, de la parálisis cognitiva de un optimista.
No obstante, el sueño, una de nuestras mayores virtudes y defectos (casi nuestra peor enfermedad, al menos desde lo cotidiano, desde la vigilia) nos obliga a buscar esa unidad, ese regreso, ese volver, ese difuminarse, ese desmoronarse en ondas, ese volver a la partícula primaria. Entonces somos evanescentes –como las identidades-, queremos reconocernos, entablar conversaciones concretas con el lenguaje que nos resulta esquivo. Pero lo hacemos hacia fuera, buscamos afuera, en lo externo, en la exacerbación que provocan los medios, la publicidad, la era virtual, la simulación de la hiperrealidad, la religión, la política, las guerras del tercer milenio: las de orden ideológico.
El arte será siempre un camino, una lámpara. La pintura, como espejo, la literatura, como reflejo, serán rutas seguras en la compresión o en el intento de comprensión para hallar una luz, una linterna. El mundo de lo post crea certezas, respuestas, satisfacciones fingidas, creadas. En ese marco se sitúan las tradiciones, ciertas costumbres. El arte siempre apelará a la duda, a la pregunta, al interrogante.
El autorretrato nos permite mirar en otra dirección, no importa que el camino sea nuestro propio “reflejo”, no importa que la luz sean nuestras propias llamaradas. Hay que tener fe y la fe se expresa asumiendo nuestros propios defectos, las limitaciones de la mortalidad, la perfección de lo que perece. Lo perfecto no es de humanos y un autorretrato es la mejor manera de decir lo humanos que somos.
Estos autorretratos nos muestran –deben mostrarnos- no sólo lo que nuestros cultores son por dentro, sino por fuera, en el otro, en los demás. Tal como son ellos, así es nuestra ciudad, las múltiples ciudades que habitan a Neiva, nuestras historias –la oficial y la individual, la personal, la subterránea-, el inconsciente colectivo de una región poblada de cientos de regiones, un Departamento que por accidente se llamó Departamento del Huila. El autorretrato será siempre un espejo.



Villavicencio, 15 de abril de 2007.
Caudal Oriental.
7:15 p.m.

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