domingo, 23 de septiembre de 2007

Carlos Obregón: Suicidio o búsqueda de absoluto

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Carlos Obregón:
Suicidio o búsqueda de absoluto


Nada reposa;
todo se mueve,
todo vibra.

El Kybalion.




¿De dónde viene Carlos Obregón, de que extraño país, de qué rara geografía? Esas parecen ser las preguntas más comunes cuando uno afronta por primera vez la obra poética de un artista de semejantes naturalezas. Y no es que uno desconfíe de sus textos, de su creación, de su búsqueda o de sus atmósferas literarias; la duda es el producto de una fruta obvia y natural si se recuerda y consiente que su origen es casi excepcional, inexplicable, y que no encuentra ninguna lógica teniendo en cuenta su locus enunciativo: Bogotá, 21 de febrero de 1929.

Esa duda es más entendible cuando uno descubre que la poética colombiana de ese tiempo insistía en un esteticismo muy próximo al romanticismo, al modernismo o al realismo social, producto este último de la revolución cubana. Sin embargo, ¿por qué ese alejamiento del poeta Obregón a la palabra de escritores ya reconocidos como Luis Carlos López, León de Greiff, Porfirio Barba Jacob o Luis Vidales? Da la impresión de que la primera obsesión del poeta suicida es precisamente desprenderse de esa retórica ya frecuente en otros poetas del país y lograr, más bien, una proximidad –no tan estrecha- con los poetas y los movimientos de vanguardia en la América hispánica. Ni siquiera en los novísimos ni tampoco en Piedra y cielo (Eduardo Carranza, Jorge Rojas, Arturo Camacho Ramírez) en quienes no se observan grandes rupturas –como las que existen en Vicente Huidobro, César Vallejo, Octavio Paz e incluso en Pablo Neruda- logramos estacionar al poeta Obregón, lo que nos sugiere la presencia de un expatriado, un exiliado voluntario de la literatura que se escribía desde ese lugar de enunciación llamado Colombia.

De Carlos Obregón podemos pensar lo mismo que intuimos de José Antonio Ramos Sucre en Venezuela; César Dávila Andrade y David Ledesma en Ecuador, y Jaime Sáenz en Bolivia. Los cinco –aunque David Ledesma no hace pieza en este estudio- parecen formar parte de esos extraños hombres que no pueden categorizarse, “subordinarse” o situarse dentro de las normas que rigen la temporalidad, la espacialidad, lo racional y la instrumentalización de occidente. Ellos, todos, se constituyen en una especie de puente que une lo normal con lo paranormal, la materia con el espíritu, la razón con lo que carece de toda lógica.

Y en ese sentido uno puede celebrar la presencia de Carlos Obregón Borrero (al igual que la de los otros poetas andinos), pues su poesía es una poesía que no está escrita para hombres de los años 50’s -su primer texto publicado data de 1952- sino para generaciones de un tiempo futuro, abiertas a los cambios sociales, a los intersticios de un espacio sin redondez ni quiebres que cierren los paralelismos de un universo ecuménico.

De ese Universo es Carlos Obregón.




Un maridaje con lo absoluto



Hay unas constantes impostergables en todos los poemas de Carlos Obregón: El universo, el fuego, la muerte, el tiempo. De esas constantes hemos podido adivinar una permanente preocupación del poeta. Esa preocupación traspasa toda su obra, se incrusta en su escritura, merodea su propuesta literaria: el Uno o lo absoluto.

Sin embargo, esta ansiedad o requerimiento no es exclusiva del gran poeta colombiano. Si bien es cierto que hallamos esa misma constante en Ramos Sucre, Dávila Andrade y Jaime Sáenz, debemos referir que es un elemento que se repite en grandes poetas de todos los tiempos: Nerval, Goethe, Milosz, Rimbaud, Gautier, Yeats, etc, etc, etc.

La tarea fundamental de estos “posesos” consiste en recordarnos el origen de nuestros vates continentales y afirmarnos -en el sentido exacto de la palabra- que ninguno de ellos busca, persigue o ambiciona la ubicación en un tiempo, escuela, rótulo o referente ideológico. Estos creadores se instauran como los vasos comunicantes que expresan al mundo otras realidades, otras estructuras, otros olores, distintos escenarios, grandes verdades detrás de lo pequeño y lo habitual.

Es como si su sino literario consistiera en ponerse en comunicación con el cosmos, con extrañas presencias, con raras creaturas. Carlos Obregón sigue esa línea, entiende esa verdad, trasiega de una orilla a otra. Todo esto lo comprobamos en la madurez que va decantándose en su escritura, esa certeza con la que empieza a asumir la supuesta realidad, el mundo limitado de los sentidos, las nociones estrechas de la lógica humana, para pasar, en cambio, al conocimiento esotérico y a consideraciones de orden sobrenatural:
No todo es la profunda penumbra que nos niega.
Enfilada en la espada nocturna
Como oración oscura que emerge del olvido,
Algo desciende, escarba la nostalgia:
Otra vida, quizás, otra ruta que guíe
Las naves en la noche. (Distancia destruida. Poema X, Pág. 13)

Leyendo su biografía se encuentra uno con la terrible o hermosa sorpresa de que Carlos Obregón fue un hombre que cambió de grandes escenarios y cartografías. Y cuando hablo de grandes escenarios no sólo me estoy refiriendo a escenarios de orden físico sino también de orden espiritual y mental. El hecho de cambiar ciudad por ciudad, trabajo por trabajo y propuesta literaria por propuesta literaria, nos arroja la convicción de que era un hombre que vivía en permanente fricción con su yo, en constante ruptura con su pensamiento, en una ascensión de la que no podía sustraerse.

De otro lado, esa imposibilidad de fundar una relación amorosa estable nos ratifica que el poeta anda en una indeleble fuga de su yo material, terrestre, convencional y que lo rebasa para hallar ese TODO que lo aflige y que lo llama, ese TODO en el que quisiera fundirse y del cual solamente se accede en un estado de revelación y de audiencia:
El hombre es este instante, exilio sin voz para su noche, noche en la noche de su viaje,
Algo que trasciende el espacio del cuerpo
Para ser el poderío sin origen de un salmo
Que se escucha en lo alto de las torres. (Distancia destruida. Poema XI, Pág. 15)

Carlos Obregón niega su tiempo, su materia, su territorio y esto se debe quizás a las lecturas por las que ha trasegado, a su carácter –no todo son lecturas-, a su formación individual, a su origen –mental y no geográfico-, a su visión y a su audiencia –siendo esa particularidad sonora supraespacial y extratemporal-.

Esa negación lo lleva a zafarse de una escuela concreta en Colombia y de no pertenecer a un colectivo literario: Carlos Obregón prefiere cultivar algodón, opta por retirarse de la academia –donde trabajó algún tiempo-, designa sus pasos a un territorio no fijo y a un cuerpo –femenino- no fijo. El poeta vaga por una geografía terrestre y asciende a lo que prefigura como estado, como materia, como tiempo.


Cronos engullendo a uno de sus hijos

Como esas negaciones a las que he hecho referencia, existen otras afirmaciones a la inversa que quisiera enlazar en el escrito y que no puedo pasar por alto u omitir. Una de esas afirmaciones –desde otra óptica y perspectiva- es la del Tiempo. El poeta colombiano niega el tiempo corriente y afirma un tiempo “otro”, donde tiene cabida la órbita del flujo, del reflujo, de lo circular, lo regresivo, lo progresivo –no lo vinculado a pasado, presente-. Obregón presiente ser uno de los tantos hijos de Cronos, sabe que Saturno lo devora, pero sabe también que a partir de ese viaje involuntario, o a esa “muerte” involuntaria, se entrega a la sapiencia de un tiempo perfecto, elástico, perenne, infinito, universal:
...memoria alta y sumergida en la dura presencia
Que intangiblemente asalta
Lo que en nosotros vive y viaja hacia el silencio. (Distancia destruida. Poema XIV, Pág. 18)

El poeta define su tiempo individual y lo conecta con un tiempo colectivo-universal. En su permanencia terrestre como hijo de Cronos asume, en repetidas ocasiones, el papel de Zeus –Júpiter para los romanos- y destruye, como todo hijo, a su padre. Ese asesinato le da la posibilidad de inventar o formar un nuevo tiempo, un nuevo fin y un nuevo principio. A través de la escritura (todo poeta es un pequeño dios), funda la intuición, lo no visto, lo no escuchado, la no escritura, la sonoridad de los OBJETOS mudos. Al descubrir que la realidad, como el lenguaje, son muy limitados, comienza a expresar el concepto oculto de las cosas, la idea universal que gravita por el éter y el espacio extrafísico de ésta y otra dimensión.

Podríamos pensar que todo esto se sucede en el poeta de manera involuntaria y no premeditada. No obstante, ¿quién nos garantiza que el poeta no poseyera la facultad de crear su propia geografía, su propio tiempo, su propio territorio? El hecho de no tener un antecedente –como tampoco lo tiene Ramos Sucre, Dávila Andrade y Jaime Sáenz- no significa que no sea figura excepcional en la creación.

Muchos son los autores que se levantan de una nada artística –sin poseer herencia congénita o cultural- y fundan un nuevo paradigma para sus naciones –sin afirmar con esto que pertenezcan a X o Y país, pues los supongo seres universales-, trazando una nueva lógica en la percepción del mundo y sus estructuras filosóficas.

De esa camada son ellos, de esa lista anómala, esquiva, pequeña son estos autores andinos y latinoamericanos, terrestres y supraterrestres. Carlos Obregón Borrero es uno de esos pocos anómalos, uno de esos hijos que ha combatido al padre con todo los furores del mundo, con toda la bravura de un guerrero:
No la detención del TIEMPO (las mayúsculas son mías) o del recuerdo
Sino la música en la sangre,
El resurgir perenne de las miradas
Como signos tutelares
Empinados desde el alma.
Las cosas son el tacto. (Distancia destruida. Poema XV, Pág. 19)

¿De qué manera podría explicarse esa reiteración del tiempo “otro?” ¿Es acaso el pánico que provoca en un simple mortal las fauces de ese dios que todo lo engulle? ¿Es mero miedo al Temps o es la convicción absoluta de que detrás de sus fauces existe otra lectura, otro diafragma, otro músculo, otra fisura? Creo que el poeta sabía de sobra eso, conocía esa suprageografía donde el tiempo se comporta de manera real, donde sus curvaturas, sus giros, sus piruetas, sus relojes no acometen de la misma manera como lo hacen en los planos terrestres-racionales, y que el tiempo no atesta a la luz, a los cuantos energéticos, a las vibraciones del TODO.

En esa vertiente posible el poeta Obregón canta y funda un Temps que le sea más familiar, menos monstruoso –para los ojos de lo que perece-, más dadivoso con la materia, estético, poético si se quiere. Su percepción, por lo tanto, no posee limitaciones, separaciones, segmentaciones de orden “real”. El tiempo es uno solo: lineal –hacia atrás o hacia adelante-; circular –sin punto medio-; espiral –sin principio ni fin-; triangular –sin ángulos ni biseles-, pero siempre él mismo: integro, absoluto, lleno de vacío, de oquedad, de resonancias:

Algo es el silencio y ya nadie podría soportar
La misma densidad que bruma
Perdida entre las puertas de la noche.
El más amplio destino está en el viento
Y el sueño son las rutas, los barcos que transitan
Entre las islas y su historia. La distancia destruida
Y los ojos abiertos hacia otra esperanza,
Peregrinaje austero de los primeros viajes,
Solicitud de las playas que esperan el retorno de un cuerpo.
Los pasos se hacen tiempo, murmullo entre las hojas.
Viaja: hoy comienza el abismo de tu propia nostalgia.
(Distancia destruida. Poema XVI, Pág. 20)

Este poema, como otros textos suyos, sugiere la destrucción de la distancia -de allí el nombre del libro-. Sin embargo, ¿qué es esto sino la anulación del espacio y por esto mismo del tiempo? ¿De qué otra forma medir las horas sino en el recorrido que hacen ellas de un lugar a otro, de una distancia a otra? El poeta persigue esto, insiste en esto: destruir el tiempo demoliendo los espacios, los lugares, los trayectos.

En este orden de imágenes y representaciones podemos pensar en ese No-lugar, en esa nada absoluta –donde está el todo- de la que también nos habla Ramos Sucre. Esa ubicación permite una mirada gran angular, un olfato gran angular, un tacto gran angular. Si existe una destrucción del espacio y del tiempo, ¿qué queda entonces? ¿Es posible pensar en la materia en un lugar donde no existe la forma y el fondo, donde el tiempo se vuelve oblicuo y se desintegra? ¿Es factible que el tiempo se desintegre? ¿No es esa otra forma de tiempo –distinto al que percibimos-, otra forma de materia –sin peso ni sustancia- una gravedad -sin centro de atracción-?

¿Es el espíritu del hombre el que nos habla, es su energía, son sus moléculas, sus quanta? ¿Desde qué sitio nos hablaba –habla- Obregón Borrero? ¿Qué pensarían –piensan- aquellos hombres que esperaban de él una literatura “comprometida”, “histórica”, “política”, teniendo en cuenta que en Colombia se estaban sucediendo cruentas batallas, graves conflictos políticos, innúmeros cruces de balas entre hombres de uno y otro partido, y muchos de los artistas cifraban su arte en la especificidad de un tiempo concreto? Como es arriba, es abajo, pensaría el poeta:
¿Dónde está el espacio, cumbre sideral
Sumergida sin luz en la noche infinita?
¿Dónde está el tiempo hecho cuerpo de piedra,
la presencia inviolada,
el último contacto de la lanza nocturna?
Siempre, altas rocas, amigas presentidas
Fugazmente en los sueños,
Siempre los ríos del mundo fluyen indestructibles
Desde la clara aurora hasta los lentos mares
Y como espadas abren caminos silenciosos
Entre bosques aún más densos que el verbo despojado.
Así, en procesión inacabable,
Con la distancia perdida en su vital promesa
Se alejan las palabras del hombre hasta el abismo
Humildemente ungidas por el corazón del silencio
Como antiguas raíces entregadas ciegamente
a la eterna lucha del fuego y de la tierra.... (Distancia destruida. Poema XIX, Pág. 23)





Días de Monje



Otro de los grandes aciertos del poeta bogotano es el reconocimiento de su otro. Carlos Obregón se explora en la diferencia –también en la desigualdad- de un hombre que le supera a través de la palabra y la escritura. El poeta se mira en el espejo, en las aguas translúcidas de un río originario. Su otro lo mira de frente, se desprende de sí para fundirse en una distancia a través de la cual puede contemplar el mundo, el espacio, los relojes, los caminos.

Este acierto es topografía habitual en muchos poetas: desde Nerval -él es el otro- hasta Rimbaud -yo soy el otro- se plantea ese principio de otredad en la poética de diversos creadores. Como una verdad instaurada en alguien diferente -más allá de su propia poesía y de su propia búsqueda- el poeta Obregón define a su otro como un hombre posible en su palabra, en su creación, en su discurso metafísico y oculto. Y lo anterior no es solamente el reconocimiento de otro sujeto, otro individuo, otro símbolo, lo anterior también revela la existencia de un “otro” en nuestra piel, en nuestros más íntimos deseos, en las lógicas ajenas de “otro” rostro emparentado en las líneas oscuras de nuestra propia fisonomía:
...tus pasos extranjero, son conciencia que anuncia,
Después de las fronteras, las islas solitarias
Que vigila un santuario ungido en el silencio
De los ritos. ¡Ah! ribera que la luz descubre
En el filo del mundo, con justicia hoy canta
Un pueblo su esperanza y en los bosques vibra
El murmullo ecuestre del viento desatado. (Distancia destruida. Poema XXII, Pág. 29)

Ese otro está emparentado con una sustancia mayestática que podríamos definir como Dios, una sustancia y esencia en donde se traduce la fuerza de la naturaleza o de lo superior, la energía y la luz que cubren a todo hombre y toda mujer.

Es esa misma sustancia, esa misma vibración lo que incita a un encuentro con lo oculto, con lo metafísico, con lo paranormal. Esa realidad puede traducirse en silencio, en un cuerpo akásico, en un aura extraterrena. El creador siente ese llamando y se funde en ese principio, despojándose de sus ropas, de sus apariencias, de sus limitaciones físicas. Al no hacerlo de manera física –sí de manera mental: la idea y la forma se elevan a otros terrenos-, el artista acude a la creación, a la propuesta literaria, a la escritura. El acto creativo es una forma de catarsis, de metempsicosis, de vuelo auditivo y visual. De allí su ruptura con el hoy, con el supuesto presente, con la aparente realidad, aquella tan vociferada por los teóricos, tan decantada por los medios de comunicación.

De tal forma que Carlos Obregón, como muchos otros artistas del pasado y del presente, se sumerge en las aguas sibilinas de un río que habla –la historia “otra”- para descifrar el lenguaje de un ser que él intuye, un ser que lo habita pero que sólo escucha en los planos de la escritura y la visión alquímica:
A veces,
Al caer la noche,
Temo entrar con mi cuerpo
En tu vasto silencio... (Días de Monje, Poema 1, Pág. 69)

Ese otro es el mismo poeta, es su mismo cuerpo etéreo, mental, gaseoso, es su misma sustancia corporal elevada a la convicción, a la sana convicción de un ser que se ubica en una dimensión extrasensorial, alejada del atavío de la razón y lo obvio:
Entre densas volutas
He visto manos
De vigorosos ángeles.
Y también he visto
Que tu rostro es de fuego (Días de Monje, Poema II, Pág. 70)


Y ya no existir: ser

Carlos Obregón Borrero –caso que se repite en los otros poetas andinos- sabe que la única vía que conduce a la consecución de lo absoluto es la muerte. En su poesía se plasma, se dibuja, se bosqueja esa rara cartografía, ese raro arabesco que nos habla de la otra orilla, de la muerte como único camino, como principio del fin, como el acceder a las cosas del ser superior, donde subyace el lenguaje secreto, el número, la cifra oculta, el pentagrama que es capaz de traducirse sin ejecutar un solo instrumento.

La no-existencia de la materia –de este tipo de materia- supone la aparición en escena de otro tipo de materia, una materia que puede leerse en lo intangible, en “lo invisible”, en lo callado. Carlos Obregón ha diseñado su muerte, su fuga, su escapatoria desde muchos años atrás; el suicidio se elabora, no es un acto accidental, arbitrario, repentino. El poeta ha invocado a la muerte a través de su escritura, a través de una poética que es ante todo el tributo a Perséfone, la moneda de entrada a los territorios de Plutón:
Y ya no existir: ser.
Como la estrella en su distancia.
Como la roca participa. Como el ángel.
Porque sólo queda este hontanar pleno y vibrante
Cuando EL CUERPO SE ALEJA CON EL VIENTO (Las mayúsculas son mías)
Y SE SUMERGE en el rito solar que lo ha integrado. (Peregrinaje: Elohim, Poema III, Pág. 85)

Pero la muerte no es sólo la expiración, el fallecimiento. Ella significa el anular lo físico, la polifonía aberrante del hombre –racional en extremo-, el omitir la realidad que nos viene de los sentidos. En ese orden de ideas Obregón Borrero se aleja del canto de las sirenas, del barullo de los pájaros del bosque de la cotidianidad que quieren engañar a los oyentes, a los humildes transeúntes que buscan el resurgimiento, la resurrección, el encuentro.

En esa necesidad apremiante de absoluto los poetas estudiados parecen corroborar que la lucha es más compleja de lo que esperaban, que la fuga no es tan sencilla, que el cambio mental y espiritual no basta, que el mundo es por demás esquivo a sus transformaciones, que el resto de los mortales se niegan a aceptar una vida similar (en cuya percepción otras sean las prioridades), que el sistema omite a ese tipo de enajenados, que el camino más fácil engulle a la romería, que la realidad que atraviesa al hombre –casi siempre una imposición cultural, ideológica, política y religiosa- le exige ciertos comportamientos homogéneos, posibles de manejar, de persuadir, de orientar hacia la masa del mundo.

Entonces la escritura es una resistencia –siempre lo ha sido-, se constituye en una propuesta “otra”, en una puerta, en un escenario. La poética no fustiga, no persigue –como lo hacen todas las teorías-, no busca “lavar cerebros”, no intenta ganar, como lo he dicho, adeptos y sacerdotes que oficien su “gran verdad”.

En la escritura subyace lo que nos negamos a conocer y recorrer. Otras posturas, otras verdades, otras realidades, otros tiempos, distintos espacios:
Entonces liberados de toda lejanía podremos saludar
El advenimiento del fervor vegetal
Que con el verano descubre los vestigios ciegos
De una ciudad sumergida en el sueño del río
O la muchedumbre de esbeltas voces
Que ascienden por los árboles hasta tocar las nubes
Como una inmensa llamarada verde que se agita
Desde el fondo más secreto de la memoria del mundo...
... la libertad de un viaje sin origen... (Distancia destruida, Poema XXIV, Pág. 32).

La muerte es acceder a la vida auténtica –esa es la percepción del escritor- a la verdad de las cosas ocultas. A través de ella se promueve el viaje, el camino emprendido por Orfeo en busca del amor. Y ese amor lo representa una mujer –lo que guarda una estrecha relación con Dante-. En ese sentido ratificamos nuestro pleno convencimiento de la muerte como un Ente que posee cuerpo, estructura, geografía.

Carlos Obregón sostiene la idea de que el ya no existir es la única forma de SER:
En qué fulgor, hacia qué morada
Llena de verde tiempo avanza,
Socava en soledad el ojo, el río, el viento?
Cada Dios surge como largo recuerdo
De lo que nunca ha sido,
Aviva el ser hacia el abismo,
Desgarra la mirada bajo la luz del siglo.
¿Quién, qué cuerpo trashumante,
qué nave de exilio te busca, te redime?
Solo contra la noche el ungido se yergue
Como un árbol de fuego
Y lo que aún perdura atestigua y me salva
En su alto silencio. (Peregrinaje: Elohim, Poema II, Pág. 84)


Vocabulario metafísico

Carlos Obregón Borrero es un poeta de alturas excepcionales. Sus afirmaciones esotéricas y ocultas dan fe de eso. Su creación es un estadio sin precedentes en la poética nacional, un estado al que muy pocos han tenido acceso. Y eso puede explicarse desde muchas lógicas: la distancia de todos los creadores con lo metafísico, la hegemonía de ciertas poéticas, la noción de “realidad” de las clases dominantes y subalternas, las políticas imperantes en la geografía colombiana.

Pese a ese desierto esotérico, Obregón se impone a esa literatura un tanto homogénea; transgrede las posturas imperantes, las estéticas más usadas. Su vocabulario metafísico puede entregarnos un balance que termine de consagrarlo:

Lo que veo es muy sencillo, pero lo que no veo es aún más sencillo (Pág. 75)

Entraré en tu silencio y te adoraré en diferentes lugares de la noche. (Pág. 80)

¿Qué río, qué tiempo oscuro fluye donde tú mismo eres y te hallas? (Pág. 83)

¿Quién, qué cuerpo trashumante, qué nave de exilio te busca, te redime? (Pág. 84)

Y luego perdurar. Lejos la piel, los ecos, los péndulos del tiempo. Primicia dura del viaje, viento antiguo en la altura del día como proa que cava entre la ausencia, como lanza guerrera del silencio. (Pág. 91)

Una llama profunda hincaba su fulgor contra los ojos. El tiempo estaba entre filos de luz y estrellas desplomadas y un viento sin origen hendía el mundo. Polvo y esparto. Muros blancos. Trigo. (Pág. 97)

Miro tu tiempo horizontal y puro vencido levemente bajo el ala del viento, miro tu ser con ojos encendidos y despojado avanzo hacia el fondo perpetuo donde todo es hallazgo, donde todo renace en proezas azules de un espacio sonoro. (Pág. 99)

El fuego del hogar quema las horas, el alma mira el fuego y escucha resonar una campana que adentro anuncia un viaje hacia el olvido. (Pág. 105)

Solía irse del cuerpo cuando amaba y entrar de siglo en siglo en cada hora. El mundo le cabía entre las manos, alto el viento en la orilla del silencio. Polvo estéril soplaba entre las flores. (Pág. 107)

Esa consagración sólo es posible a través de su obra. Obregón no persiguió el reconocimiento, el aplauso, la venia. Era y Es un poeta en la complejidad de la palabra, en la acepción del oficio. El hecho significativo de su suicidio demuestra que sus búsquedas eran otras, que sus afanes y angustias se confinaban en otros resortes.

Una búsqueda sin geografía, una bandera sin territorio fijo, un himno sin comarca. Una poesía ubicada en un lugar del ser, en un espacio del espíritu, del Todo mayestático. Poesía escrita y diseñada para un hombre del ahora perenne, del Ya eterno, del Tiempo cósmico en donde no existen los ayeres ni los mañanas, donde no tiene cabida la apariencia de lo real y el verbo frágil de lo cotidiano.
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